Trump: La última prueba constitucional

A Trump se ama o se odia. No hay punto medio para un presidente, político, empresario y showman con una personalidad y carisma tan particular como la de él

El candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump. (Fuente Externa)

Quien se ha leído la Constitución de los Estados Unidos se habrá dado cuenta de que a diferencia de nuestra carta magna actual, la “ley de leyes” estadounidense no fue concebida como un instrumento jurídico para regir, con el mayor de los detalles posible, la vida de los ciudadanos y su relación con el Estado dentro de una democracia republicana, sino más bien para delinear los principios básicos de esas relaciones y, en las enmiendas posteriores, las libertades más básicas.

Por tanto, ante su naturaleza esencial y limitada, sobre todo en cuanto al futuro de la nación que se construía en ese momento, la propia Constitución delegó en el Congreso el poder para establecer todas las leyes necesarias, y en el Poder Judicial la facultad de decidir sobre las controversias entre las personas, sean estas ciudadanas, extranjeras, naturales o jurídicas. Es así como la Suprema Corte de Justicia ha sido protagonista, y ha jugado un papel preponderante, en las decisiones más trascendentales de la historia de esa gran nación.

Desde la ampliamente influyente decisión en Marbury v. Madison, la cual introdujo el control difuso de constitucionalidad y el principio de revisión judicial, pasando por Brown v. Board of Education, que puso fin a la política de segregación racial en las escuelas, y recientemente Dobbs v. Jackson, que declaró que no existe un derecho constitucional al aborto, las decisiones de la Suprema Corte de Justicia han dado forma, algunas veces ampliando y otras tantas restringiendo, a los límites constitucionales que regulan los poderes del Estado y las libertades de las personas. Si bien ha sido así en lo social y en lo económico, esto tiene un matiz especial cuando involucra la política, pues parecería que el precedente y la tradición han llevado a la clase política de ese país a transitar un camino donde la regla no escrita es ley, y donde muchos, sea por conveniencia o por miedo a cuestionar el statu quo, se han abstenido de someter los límites constitucionales a las más exigentes pruebas de esfuerzo. Hasta que llegó Donald Trump

A Trump se ama o se odia. No hay punto medio para un presidente, político, empresario y showman con una personalidad y carisma tan particular como la de él, y si bien es mentira que no ha habido otros sucesos y períodos en la historia de los Estados Unidos que hayan dividido tanto a la nación como ahora, no es menos cierto que el pueblo estadounidense no parece conocer escalas de grises en cuanto a él se refiere. Y es que, para un candidato y presidente que ha montado su campaña y norte político en claro distanciamiento de la clase política tradicional y de lo políticamente correcto, es de esperar que su ministerio no pase desapercibido, y sin crear una huella que para bien o para mal, transforme los destinos de ese país con efecto inmediato o a futuro.

Justamente, esa atipicidad en su forma de hacer política no escapa a la justicia. De hecho, con más de 4 mil casos que lo involucran de manera directa, o a través de sus empresas o negocios durante más de cuatro décadas, no hay ningún presidente estadounidense vivo (y quizás tampoco muerto) que conozca el olor del estrado y las particularidades del sistema judicial estadounidense como él. Es por eso, que a horas de saber si el pueblo le otorgará o no el voto de confianza para que dirija por los próximos cuatro años los destinos de esa nación (y por qué no, de gran parte del mundo), no es de extrañarse que una hipotética presidencia de Trump esté marcada, incluso desde antes de iniciar, por controversias que podrían escapar las decisiones políticas y aterrizar en las de lo judicial.

Partiendo del estado actual de las cosas, Trump enfrenta varias acusaciones de naturaleza penal, dos a nivel estatal y una federal. En la primera causa, sobreseída indefinidamente por una corte de apelación en Georgia, es acusado de violar varias leyes estatales por supuestamente intentar interferir con las elecciones del 2020. La segunda involucra una acusación similar de carácter federal, por la supuesta interferencia con el proceso de certificación de votos ocurrido en el Congreso el 6 de enero de 2020. Y la tercera, donde ya fue encontrado culpable de falsificación de registros comerciales en primer grado por una corte de primera instancia en Nueva York, tiene la audiencia donde se conocerá la condena fijada para el 26 de noviembre.

En contraste, Trump cuenta con un importante fallo a su favor. En Trump v. United States, una mayoría de 5 jueces de corte conservador en la Suprema Corte de Justicia decidieron que las acciones de carácter oficial de un expresidente gozan de una presunción de inmunidad, no así aquellas de naturaleza no oficial. Independientemente del resultado del torneo electoral, este caso podría definir, o ampliamente influir, el futuro de las dos acusaciones electorales, ya que conforme a dicho fallo, la carga de la prueba recae en la parte acusadora, quien debe eliminar dicha presunción de inmunidad mediante evidencia que demuestre que las acciones que se le imputan, no fueron realizadas dentro de sus funciones oficiales, y si así lo fueron, debe demostrar que perseguir penalmente estos actos no constituye un peligro de intrusión en las atribuciones y funciones del Poder Ejecutivo”.

Esto significa que una victoria de Trump podría crear diferentes escenarios antes o durante su presidencia, que llevarían el debate constitucional a territorios todavía no explorados. Cuanto más, estos escenarios podrían ser la génesis de futuras decisiones que ayuden a definir el alcance del poder presidencial del perdón, los límites para remover al presidente, y la figura de la inmunidad presidencial.

Por ejemplo, en el caso de falsificación de registros comerciales, si bien ya existe una condena cuya sentencia llegará después de las elecciones, es importante destacar que esta sentencia todavía no es firme, por lo que Trump podría apelarla y solicitar a los jueces su suspensión hasta tanto no haya una decisión. De Trump perder a nivel de apelación intermedia podría apelar por última vez ante la Corte de Apelaciones del estado, y de ganar, el caso terminaría ahí, ya que la facultad de apelación en materia penal es exclusiva del imputado.

Pero si pierde en apelación, o en los demás casos las cortes encuentran que sus acciones del 2020 violaron la ley y no están protegidas por la presunción de inmunidad presidencial, el debate se enfocaría en las libertades y límites que la propia Constitución le permitiría para poder sortear este escenario sui generis. En el primero de los casos, ya en Trump v. United States la Suprema Corte dejó claro que la Constitución no requiere de un proceso previo de remoción como paso precedente a la “acusación, juicio y castigo” por crímenes y delitos. Por lo que aún si un congreso de mayoría republicana decidiera no remover del cargo a Trump, este no estaría libre de persecución penal. En el segundo caso, se debatiría si una condena en firme constituiría una causa que inhabilitaría al presidente para ejercer sus funciones conforme al artículo II de la Constitución, y de ser así, si se podrían activar las facultades señaladas en la sección 4 de la XXV enmienda, la cual otorga poderes al vicepresidente, junto a una mayoría del gabinete presidencial, para declarar al presidente inhábil y asumir las funciones presidenciales, fungiendo el Congreso como árbitro final si hay desacuerdo entre presidente y vicepresidente. Aunque esta es una cuestión más política que judicial, la cual posiblemente nunca llegue a ocurrir.    

Por otro lado, muchos alegan que en el escenario antes descrito Trump tendría como último recurso el poder del perdón presidencial contemplado en el artículo II sección 2 de la Constitución, ya que este no contiene una prohibición expresa al auto-perdón. Sin embargo, esta disposición sí contiene dos limitaciones de forma literal: no se puede utilizar en casos de remoción de funcionarios públicos, ni tampoco para perdonar delitos y ofensas de carácter estatal. Por lo que, Trump no podría auto-perdonarse en los casos de Nueva york y Georgia. No obstante, en un eventual e hipotético auto-perdón por una condena federal, la Suprema Corte ha establecido desde 1927 en Biddle v. Perovich, que el objetivo de este poder constitucional debe ser en beneficio del bienestar público, pero por otro lado, ha establecido en Schick v. Reed que este poder y “sus limitaciones, si las hay, deben encontrarse en la propia Constitución”, por lo que podría esperarse ver a la Suprema Corte decidiendo nuevamente cuáles límites constitucionales limitarían a un auto-perdón presidencial.

En conclusión, es innegable que una victoria de Trump pondría nuevamente a prueba los límites de una de las constituciones más antiguas del mundo, pero sobre todo, a juicio del autor, creará un escenario donde la democracia norteamericana saldrá fortalecida, pues confirmará el principio de balance de los poderes del Estado, y pondrá a los máximos autores del Poder Judicial a decidir si efectivamente como establecieron en United States v. Nixon, ningún presidente está por encima de la ley.