Missa solemnis de Ludwig van Beethoven y mis pensamientos luego de Semana Santa
Esta es una obra monumental que todos en algún momento debemos escuchar, pues va mucho más allá de ser simplemente música sacra
En Semana Santa me dedico, como en ninguna otra época del año, a escuchar música sacra. Este asueto me trajo la Missa Solemnis de Beethoven, una obra monumental que todos en algún momento debemos escuchar, pues va mucho más allá de ser simplemente música sacra y, por supuesto, es el genio de Beethoven en sus últimos años.
Conocer la inmensidad de la visión de Beethoven en la Missa Solemnis siempre ha sido un gran desafío intelectual y emocional para todo aquel que quiere captar su belleza. En la partitura, Beethoven escribió: "Von Herzen - möge es wieder zu Herzen gehen!" (Desde el corazón: que vaya al corazón). Si alguna obra de sus últimos años revela la complicada visión de la existencia de Beethoven, es la Missa Solemnis, más aún que la Novena Sinfonía.
Beethoven pasó el invierno de 1817-18 componiendo la inconfundible "Hammerklavier" piano Sonata, Op. 106 y casi cuatro años a partir de allí lo ocupó entre otras composiciones la Missa Solemnis, además de sus últimas tres sonatas para piano y, tan pronto como terminó, se consagró a la composición de la Novena Sinfonía.
Aunque fue criado como católico, Beethoven fue un hijo de la Ilustración, que pensó profundamente en la religión y prefirió formar su propia fe antes que aceptar cualquier dogma rígido de la iglesia católica o cualquier otro. Sentía una profunda humildad ante un poder divino, más grande que él, y su giro en sus últimos años fue hacia una visión contemplativa. La sordera le obligó a considerarse como la más miserable de las criaturas de Dios, pero Dios no estaba maldito. Dios era la encarnación de todo lo que era divino en la humanidad y en la naturaleza y, para Beethoven, un padre personal y omnipotente de la hermandad de la humanidad. La adoración de Cristo no jugó ningún papel en su universo religioso.
La misa fue comisionada en 1819 para el Archiduque Rodolfo de Austria, alumno de Beethoven y medio hermano del Emperador Francisco I, el Archiduque nombrado cardenal y arzobispo de Olmütz (ahora Olomouc) en Moravia. La misa no estuvo lista para la ceremonia, finalmente la presentó al Archiduque en 1823.
La primera representación de la misa fue organizada por otro de los mecenas de Beethoven, el príncipe ruso Galitsin, y tuvo lugar en San Petersburgo en abril de 1824. Un mes más tarde Beethoven estrenó la Novena Sinfonía en Viena, y en el mismo concierto incluyó tres movimientos de la misa. El compositor nunca "escuchó" la obra completa en su vida.
Una misa anterior de Beethoven, la Misa en C, compuesta en 1807, inspirada en las Misas de Haydn, a diferencia de muchas de sus obras del período medio, no expande las convenciones de la forma ni revela ninguna de las fuerzas grandiosas que Beethoven ya estaba mostrando en sus sinfonías. Así que la Missa Solemnis es un documento que nos dice mucho sobre la fe de Beethoven y su concepto de lo divino. Fue su determinación componer una misa que sirviera en la medida de lo posible a la profundidad y el esplendor de los textos litúrgicos, un trabajo épico y monumental; la escala y el alcance son innovadores, y forja poderosamente un nuevo camino expresivo, estirando las actuaciones de los solistas hasta sus límites y, a menudo, más allá.
La grandeza de la Missa Solemnis es la forma en que Beethoven representa la majestad de Dios. En lugar de escucharla como una declaración de fe (como se expresa más obviamente en las palabras del Credo) debemos mirar más allá de las palabras, a la invocación de la música, a un Dios luminoso más allá de nuestro entendimiento. Para lograrlo, la música también tenía que ir más allá del lenguaje musical convencional, a los sonidos que en sí mismos desafían nuestra comprensión: no podemos captar más fácilmente la naturaleza interna de esta música de lo que podemos definir la divinidad del propio Dios.
Ciertas características de la música se destacan
El coro se mantiene ocupado en todo momento. Son comunes los contrastes violentos de alto y bajo. La independencia de las voces y la resistencia requerida de todos los cantantes son excepcionales.
La orquesta es también la gran protagonista, muchas veces con una fuerza abrumadora, otras con una delicadeza asombrosa. Los cantantes solistas no están provistos de arias solistas y duetos, como podría ser en una Misa de Mozart, sino que se entrelazan con el coro, a menudo en igualdad de condiciones.
Dos movimientos se destacan: el Benedictus está precedido por un hermoso y rico pasaje de cuerdas bajas divididas, apoyadas por flautas y fagotes. En esta tranquila escena las flautas y el violín solista descienden como una paloma del cielo, y los bajos anuncian al propio Benedictus, entonces las voces solistas retoman la melodía y, finalmente, el coro se une, nunca apresurado, sino perdido en la contemplación.
En el último movimiento, el Agnus Dei, las trompetas y los tambores nos recuerdan la cultura militar, sin la cual no sería necesario ofrecer una oración por la paz. Beethoven, como Haydn, no pudo escapar de la presencia de militares en su medio o de la amenaza real de la guerra, ya que Napoleón no dejó ningún rincón de Europa sin ser tocado por sus campañas. Cuando la Missa Solemnis fue escrita, la paz había regresado al mundo que conocían, aunque Beethoven estaba mirando mucho más allá del presente inmediato, a un mundo ideal en el que la libertad, la hermandad y el amor prevalecerían bajo la mirada benéfica del Todopoderoso.
Apreciemos en esta misa la grandiosidad de Beethoven y cómo su música siempre nos llena el espíritu.
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