“Paradoja”, un cuento de Yulissa Álvarez Caro
Hay quienes imaginan el olvido
como un depósito desierto / una
cosecha de la nada y sin embargo
el olvido está lleno de memoria
¿Cosecha de la nada?
Mario Benedetti
A pesar de los años que han pasado, aun lo recuerdo todo. Voy descalza, los zapatos nuevos me han hecho ampollas. Llevo puesto el vestido de cuadros rojos; aquel que tanto me gustaba, el de los dos bolsillos grandes al frente y las mangas abuchadas.
Pienso que era sábado, pues yo estaba en el jardín delantero esperando a que mi abuela llegara a almorzar. Ella me prometió que la próxima vez que viniera a visitarnos me contaría la historia de cuando se cayó dentro de la letrina y todo el barrio trabajó durante dos días con sus noches, en salvarle la vida. Mi abuela tenía cuatro años y lo recuerda todo, como si hubiera ocurrido ayer. Yo en cambio, no recuerdo ni pío. Fue ella quien me dijo que los niños pequeños no tienen memoria. Solo si a una niña chiquita le pasara algo muy-muy grande, podría recordar, algo así como lo que a ella le ocurrió cuando se pasó dos días bañada en pupú.
Alfonso, el jardinero, había dejado el reguilete abierto. Mas tarde mi mamá se pondrá furiosa porque, por su culpa, se secará la cisterna y nos quedaremos sin agua todo aquel fin de semana. Corrí hasta el columpio sin que el chorro me topara ni una sola vez. Empecé a balancearme. Con cada jalón me impulsaba mucho más alto.
Aquello sucedió mientras me columpiaba. Fue mágico. Algo así como si el mismo Diosito me lo hubiera enviado. Supe en ese instante, que lo que estaba ocurriendo ante mis ojos, era aquella cosa grande que yo tanto esperaba que me pasara: La cortina de agua que regaba la grama, se había vuelto multicolor.
Me tiré del columpio. Caí de rodillas justo en el límite de la zona humedecida. Extendí los brazos para que las pequeñas gemas de colores me salpicaran. Si me acercaba desaparecían, si me alejaba volvían a teñirse de color. Canté y salté a través de la cortina convertida en hada, en luciérnaga, en princesa. ¡Ay, cuantos años han pasado! Me prometí que nunca olvidaría aquel día.
¡Me falta el aire por tanto brincoteo! La enfermera me ayuda a sentarme en el sillón. Le explico lo cómodo que es este viejo armatroste. Ya no se reclina, me responde. ¡A mí qué me importa!, le digo, para que le quede claro que no me gusta lo que ha dicho. Me agrada sentarme en él y cerrar los ojos, justo aquí, junto a la ventana. Ya no siento bochorno, por el contrario, me mojé y ahora tengo frío. Me pregunta si corre las cortinas para que no me moleste el sol, le respondo que no. El sol me calienta. También me ha preguntado si tiene que cambiarme el pamper, pero le miento. No quiero que me lleve al baño. Cierro los ojos otra vez. Sobre mí, el cielo se vuelve a desplegar azul e inmenso. No muy lejos, escucho a la marchanta que arrastra su carreta y va pregonando su letanía de frutas y verduras. Me observo dormitando sobre la grama, pequeñita, con el vestido mojado, entregada al sol que golpea mis mejillas. Me resisto a que esta emoción me abandone. Me pregunto si cuando despierte seré capaz de recordar todo esto. Por ejemplo, el roce de la punta de mi lengua topando el hueco donde me faltan los dientes, o si olvidaré las abejas que pululaban entre las flores, o que esta habitación es tan fría y blanca. Con cada amanecer los contornos de este recuerdo se irán difuminando hasta volverse nada.
¿Acaso podré contarle a alguien de qué color eran las gotitas de agua? ¡Si no hago el esfuerzo por recordar, mi nana terminará por confundirme! Le creeré que el hombre calvo que viene a verme es mi hijo, o que la gente que quiero se ha muerto, o que la casa donde vivo no tiene Jardín.
Volteo mi cara y veo a mi abuela en el espejo de la pared. ¡Por fin ha llegado! Me levanto del sillón y me le acerco. Cuando la tengo de frente me doy cuenta de que es el reflejo de otra mujer. La observo. No sé quién es. Me mira extrañada, como si tampoco me conociera. Nos acercamos un poco más. Espero un largo rato a que me diga algo, pero la vieja tonta se me queda mirando sin decir nada. Le pregunto su nombre. No me contesta. Le extiendo la mano para saludarla, ella hace lo mismo. Vuelvo a entrar mi mano en el bolsillo y ella me imita. No me gusta la mujer del espejo. Busco las palabras para decir lo que siento, pero tengo la edad donde muchas cosas ya no tienen nombre. ¿Por dónde está la puerta? Me quiero ir a casa.
Por Yulissa Álvarez Caro
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