¡Déjala, papá!, un cuento Minerva del Risco
En una de las esquinas del parque Montesinos se unen las dos calles donde estaba mi casa. Allí, en ese lugar gris y con olor a pescado recién sacado del mar, puedo decir que se corrió lo que podría ser, en la imaginación de cualquiera, una cortina para esconder nuestras verdades o nuestras fantasías. Aquellos cuatro vértices en los que se desarrolló mi adolescencia los olvidé durante muchos años. El teatro en el que vivíamos se quedó sin obras y el silencio se apoderó de mis recuerdos, de imágenes que saltan, de siluetas que se esconden, de sonidos que ensordecen y que convirtieron parte de mi vida en un relato que ni siquiera sé si fue real. Parecía estar observando una vitrina abierta y vacía en la que estaba segura podía encontrarlo todo.
Durante un largo período oía los golpes que le daba Santamaría a su pobre mujer rubia que, junto a sus hijas, se agarraba de los barrotes de hierro del balcón, mientras unas voces infantiles de unas niñas desesperadas repetían una y otra vez, “déjala, papá”. Al tiempo que se escuchaban los gritos de la madre y el aullido temeroso del perro, que a la vez que ladraba ferozmente iba reculando para esconderse en el último de los rincones de la casa, en la iglesia evangélica del frente cantaban: ”Vienen con alegría Señor, juntos vienen con alegría los que caminan por la vida”. Era una estampa surreal y al mismo tiempo tan dolorosa que podía sentirla en las entrañas.
Yo miraba la escena por una rendija pequeñita de la ventana oxidada de metal del cuarto de mamá, mientras Gloria, una tía lejana que llegó a vivir con nosotros porque según ella en el campo se la estaba llevando el diablo, se subió sobre dos cubos plásticos que movía con los dos pies con una agilidad impresionante, para poder descubrir lo que sucedía en la casa del frente.
Fue en ese momento que Santamaría le dio a la rubia en la cabeza con el filo de un machete, y la sangre comenzó a salir a borbotones; corrió por el piso y se fue escurriendo por el resquicio de la agrietada pared. La rubia se cayó encima de los azulejos desteñidos y a partir de ese instante no la volvimos a ver más.
Santamaría corrió escaleras abajo agarrando fuertemente con una de sus manos las de sus dos hijas mientras con la otra arrastraba el machete ensangrentado. Vi cómo las niñas corrían por la calle, casi remolcadas, llorando y mirando hacia atrás. Tal vez esperando a su madre que viniera a rescatarlas de aquel hombre que hacía unos minutos, de un solo sablazo, silenció el último grito de la rubia.
Él vivía de la violencia y le pagaban por ello. Era lo que se llama en lucha libre un “booker”. Es ese personaje que trabaja para el villano y que crea las historias de combate entre los supuestos luchadores. Santamaría era un hombre moreno, fuerte y alto con bigotes densos y oscuros. Siempre usaba unos pantalones vaqueros que se le pegaban al cuerpo de manera obscena y casi todas sus camisas eran de cuadros, que tenía en todos los colores.
Decía mi tío, un español de Asturias que escupía cada vez que pronunciaba la z, que se las regalaba Fátima, la cajera de la tienda La Mansión, una joven de nalgas exageradamente grandes y vulgares, a quien Santamaría tenía de amante.
Sin embargo, la rubia era una mujer de gestos suaves y agradables. La recuerdo con los brazos apoyados sobre el muro del balcón de su casa fumando un cigarrillo y mirando hacia el cielo. Algunas tardes bajaba al parque con las niñas y se sentaba en uno de los banquillos de cemento a mirarlas pedalear sus bicicletas. No hablaba con nadie. Tampoco sonreía. A veces llevaba una revista que hojeaba despacio mientras levantaba la vista al oír los chillidos de sus hijas cuando les daban la vuelta a la fuente, a la que en vez de agua les caían las hojas secas de los árboles que adornaban el parque.
El día en que se produjo el asesinato no fue distinto a los demás. Por la mañana, cuando todavía el sol no había salido completamente, Gloria se topó con Santamaría y sus dos hijas quienes iban vestidas con el uniforme del colegio. Eran las seis y media, dice ella, en el momento que entró al “colmado de la esquina”, como le decíamos en el barrio, con sus pantalones ajustados, su camisa de cuadritos rojos y un fuerte olor a perfume barato de los que venden en los tarantines de la calle Mella. Pidió un Montecarlo y un cerillo para encenderlo, mientras de manera provocadora y grosera le clavó la mirada a los pequeños senos de Gloria, a través de la blusa.
“Ese hombre no me gusta”, entró ella diciendo a la casa, “me miró feo, como si hubiera querido desnudarme ahí mismito en el colmado. Luego se fue mirándome de reojo con una sonrisa desdeñosa”. Eso recuerdo que le dijo Gloria a mamá mientras sacaba los huevos del papel periódico en que “Papito el del colmado” los había envuelto.
Ya han pasado muchos años y no son pocos los recuerdos escondidos. De repente evoco el nombre de Laika y la verdad es que no sé si era una perra realenga o una de las niñas del barrio. Los demás eran los que siempre llamé “sinnombre”. Eran el pastor, que solo vestía de negro, el pollero con su camisilla rota y sucia de plumas, la cantante de los dientes torcidos, el hijo del fotógrafo, el del carro Mustang rojo, el niño de la silla de ruedas, la señora “Testigo de Jehová” con la cara torcida, la muchacha blanquita que vivía en el apartamento de abajo, el esposo infiel de la blanquita, los teenegers de la esquina que le pitaban “fuifuio” a Gloria, los fieles de la iglesia; la rubia y las hijas de la rubia.
Volví a recordar la imagen de Santamaría cuando salió con el machete ensangrentado y con sus dos hijas que solo decían “¡déjala, papá, déjala, papá, déjala, papá!” Recuerdo sus piecitos deslizándose por las escaleras manchadas de la sangre que drenaba el machete; recuerdo sus caritas de miedo mientras se iban alejando y sus miradas ya no alcanzaban a distinguir el parque Montesinos, ni la fuente llena de hojas marchitas, ni el colmado de la esquina; tampoco volvieron a oír los ladridos del perro ni la voz tierna de su madre.
Aquel silencio sepulcral que se apoderó del barrio todavía lo siento en mi piel; es como si lo tocara y fuera parte de mí. Recuerdo que en esos días solo se escuchaba el sonido de los candados al cerrar los portones de las viejas fachadas, o el grito tenue del bebé recién nacido de Manita, la niña de quince años que vivía en una de las casas del barrio, cuyo frente estaba revestido de corazones rosados. Los padres le dijeron a la policía que desconocidos la habían dejado tirada en el piso, medio desnuda, violada, drogada y con uno de los corazones que habían arrancado de la pared, sobre su pecho.
A Santamaría lo volví a ver muchos años después acompañado de dos jovencitas de ojos grandes y tristes. Caminaban detrás de él, con el ceño fruncido, como cuando se levanta la mirada hacia el sol y sientes que ya no te ilumina, sino que te quema, que ardes por dentro, que te desgarras.
Me quedé mirándolos cuando llegaban a la sala de espera de Delta Airlines con destino a Nueva York. Él, igual que el machete que vi hace unos años, arrastraba una maleta que lucía pesada, mientras una de sus hijas le decía, “¡déjala, papá!” “sabes que no puedes con esa carga”. Santamaría le entregó la maleta sabiendo exactamente lo que quería decirle su hija, entretanto, me miraba fijamente, como si me conociera.
En ese instante fue que recordé a los “sinnombre” y aquellas cuatro esquinas llenas de gente con historias distintas, desconocidas u olvidadas, menos la de Santamaría.
*Minerva del Risco es escritora. Preside la Fundación René del Risco Bermúdez.
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