Audazmente Mindful, cómo practicar la atención plena
Cuando estamos en peligro, siendo directamente amenazados, estamos totalmente en el momento presente, practicando la atención plena
Para contar cómo llegué al Mindfulness a mis 45 años es necesario remontarme un poco a lo que fue mi niñez.
Tuve una infancia feliz. Normal. Nada extraordinaria. Con esas situaciones propias de cualquier ser humano y con la grabadora de creencias encendida como la de cualquier mortal, registrando todo lo que formaría mi inconsciencia y mi consciencia en los años venideros.
En la vida tenemos muchos momentos de atención plena, donde el piloto automático está en pausa o totalmente apagado, pero no lo sabemos, a menos que hayamos escuchado hablar del Mindfulness en nuestras casas, desde pequeños, como favorable y posiblemente lo harán mis hijos o tus hijos.
Sin embargo, como nací en 1972, unos años antes de que surgiera esta herramienta del genio de Jon Kabat Zinn, estar con tu cuerpo y tu mente en el mismo lugar al mismo tiempo y ser consciente de hacerlo, y darle nombre, era privilegio de pocos, mayormente quienes practicaban meditación budista en oriente y un puñado de mal nombrados “hippies” en occidente, muy lejos, en tierras cubiertas por el sol californiano al oeste o por el frío bostoniano en las costas del este estadounidense.
Mi recuerdo más vívido de estar en atención plena, y no saber que lo estaba haciendo, fue en mi infancia y preadolescencia. Tenía episodios de estar inmersa en el momento presente, como cualquier niño, mientras jugaba o hacía las cosas que me gustaban, pero recuerdo dos actividades que repetía constantemente, donde si hubiéramos medido mi capacidad de estar en el aquí y el ahora del 1 al 10, siendo 10 lo máximo, mi puntuación sería un 10 redondo. Ahora sé que eran también acciones muy audaces.
La primera de esas actividades era cuando trepaba al techo de mi casa. No era fácil y rememorándolo he llegado a la conclusión de que tuve mucha suerte de no caerme y de paso romperme algún hueso o hasta perder la vida. La ruta que yo escogía para subir era la más larga y la más peligrosa, pero la que más me gustaba. Nunca lo hacía frente a la supervisión de algún adulto por lo que estimo era más extremo de lo que recuerdo.
Iniciaba subiendo al barandal del balcón de mi casa, que tendría unos 7 pies de altura. De ahí hacía una maniobra temeraria hasta el muro que dividía nuestro hogar de los vecinos. Gateaba por un borde super estrecho que terminaba en el pasillo exterior de la casa de al lado. Ese muro tendría unos 12 pies de altura. Este segundo paso me llevaba al techo de la anciana vecina, quien precisamente era la dueña de ambas propiedades, que por suerte nunca me vio haciendo esto, pues hubiera caído fulminada de un ataque al corazón si me descubría en esos menesteres. Como ambas propiedades quedaban una junto a la otra, era fácil luego dar un pequeño empujón hacia arriba, como el que haces en el borde una piscina para salir y hecho, ya estaba en el techo de mi propia casa. Toda esa travesía, que no me tomaba más que algunos minutos, requería de toda mi concentración y atención. Estar completamente conectada con mi cuerpo mientras hacía movimientos de brazos y piernas, para gatear, subir, bajar, saltar, consciente de cada desplazamiento. Un pequeño desliz y ahora no lo estuviera contando.
Mas tarde, mientras me adentraba en el mundo del Mindfulness, leí que cuando estamos en peligro, siendo directamente amenazados, estamos totalmente en el momento presente. Es uno de esos raros momentos donde no ponemos a funcionar al piloto automático.
Cuando ya estaba en el techo, llegaba el otro instante de atención plena. Me deleitaba con el cielo y sus colores y el verdor de una tupida mata de níspero que cubría con sus ramas casi toda la superficie. Ahí moraban los murciélagos durante la noche, alimentándose con la fruta que nadie, en ninguna de las dos viviendas, hacía caso. Creo que en una sola ocasión alguna de mis niñeras preparó jugo de níspero sin mucho interés de sus comensales.
El techo estaba cubierto de gomas viejas, herramientas olvidadas, pedazos de madera, clavos oxidados. Yo era la única que subía de mis hermanos. Era mi rincón. Pero no era el único. Tenía otro lugar favorito, con un acceso igual de osado que este.
Mi segunda actividad recurrente, donde seguro estaba en atención plena, era subirme a la mata de mango que había en el frente de mi casa. Era imponente y lo primero que notabas cuando llegabas. Ese sí era mi reino. Me lo imaginaba como un palacio mientras lo escalaba. La primera rama era la sala. La segunda, un poco más alto, el comedor y la cocina, y más arriba, en la cima, en el “cojoyito” como decimos los dominicanos, estaban mis habitaciones. Ahí permanecía por horas, subida sobre una de sus ramas superiores como si estuviera montando a caballo, ensimismada en mis imaginaciones de niña. Soñaba despierta, pero lo hacía con una intensidad que no hay duda estaba siendo totalmente Mindful, sin saberlo.
En época de mangos maduros, me los comía ahí mismo. En época de mangos verdes, los tumbaba para que mi hermana se los comiera rebanados y con sal. Ya hiciera una cosa o la otra, de nuevo, lo hacía consciente de cada movimiento de mi cuerpo. Practicaba la alimentación consciente. Me deleitaba con el sabor o el olor ajena a todo lo demás que estuviera pasando en el mundo.
Ese árbol aún es un lugar seguro en el templo que es mi mente. La primera vez que hice una meditación y la guía me invitó a que escogiera un lugar seguro desde los espacios recónditos de mi imaginación o del baúl de mis recuerdos, el primero que vino a mí fue la mata de mango donde pasé tanto tiempo en mis primeros años viviendo audazmente y en atención plena sin saberlo.
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