La reforma y la independencia del Ministerio Público
Digamos de entrada que la Constitución proclamada el 26 de enero de 2010 vino con el germen de su propia reforma. Nació necesitada de reforma. ¿Por qué? Veamos algunas razones.
La Constitución de 2010, que sin lugar a dudas introdujo importantes transformaciones en aspectos se suma importancia para la vida nacional fue, al mismo tiempo, la ocasión para dotar de fundamento normativo a una serie de notabilísimos retrocesos institucionales. Algunos esos retrocesos con fundamento constitucional están a la base ciertas decisiones políticas que, en los últimos años, han contribuido a erosionar la institucionalidad democrática en el país, y a la profundización de la pérdida de confianza ciudadana en las instituciones centrales del Estado.
Pongamos como ejemplo el afianzamiento del control político-partidario sobre las instancias supremas de decisión jurisdiccional en niveles tan sensibles como la Suprema Corte de Justicia, el Tribunal Constitucional y el Tribunal Superior Electoral.
Los integrantes de esas Altas Cortes son designados por el Consejo Nacional de la Magistratura. Resulta que con la incorporación del titular de la Procuraduría General de la República en ese órgano en la reforma de 2010, se facilitó que quien presida el país puede, en acuerdo exclusivo con la instancia de dirección del partido al que pertenezca, decidir unilateralmente la composición de esas las instancias. Los males que esa decisión acarrearían para la vida institucional fueron tempranamente advertidos. Pero no fue suficiente.
Lo anterior, porque la incorporación del titular de la Procuraduría al CNM rompió cualquier posibilidad de equilibrio en la pluralidad de su representación política. De ello derivó una lógica de reparto e imposiciones, motivadas en intereses espurios cuyo único límite depende de la buena voluntad de quien ostente la primera magistratura de la nación. No de presupuestos institucionales que impongan límites a esa voluntad.
El control del Poder Judicial se robusteció cuando la Constitución, cuya reforma incorporó al Procurador General al CNM, le reconoció a este órgano facultad para evaluar cada 7 años a los integrantes de la Suprema Corte de Justicia. Esa evaluación propendía, en los hechos, a la posibilidad de una renovación periódica del pleno de dicho tribunal, operada en la misma lógica del reparto y del control partidario antes aludida. Esta decisión, a su vez, desnaturalizó la modalidad de integración de esa alta corte: tres cuartas partes de su matrícula proveniente del sistema de carrera y una cuarta parte, de fuera de ese sistema, cuya lógica original era propiciar su renovación periódica parcial, a fin de minimizar los efectos de la endogamia, propia de los órganos colegiados de integración prolongada en el tiempo.
Esas decisiones adoptadas en la reforma constitucional de 2010 explican, en buena medida, el afianzamiento del clima de impunidad en la lucha contra la corrupción administrativa, al punto que el discurso anticorrupción convirtió en la cuestión decisiva en la contienda electoral de 2020.
Otra cuestión abordada por la reforma de 2010 fue la reforma del Ministerio Público. Si bien en este aspecto se produjeron avances relevantes, hay que destacar que los mismos son marcadamente insuficientes en cuestiones decisivas. Que desde la Procuraduría General de la República se ha intervenido tradicionalmente para apañar la corrupción administrativa en el país es un dato crudo de nuestra realidad política.
Y eso tiene que ver, en parte, con la adscripción orgánica al Poder Ejecutivo del titular de la PGR. Esto ha llevado a que la designación se haya producido, con la excepción de la actual Procuradora, en base a criterios de estricta confianza y filiación política. Esto explica tres fenómenos igualmente perniciosos a cuya erradicación aspira un sector cada vez más creciente de la sociedad: i) la instrumentalización política de la investigación criminal del poder coercitivo para inhabilitar opositores y voces disidentes, ii) la consuetudinaria renuencia a adelantar procesos de investigación contra los compañeros de partido, por más verosímiles que sean las denuncias que se formulen y, iii) la institucionalización del archivo de expedientes de corrupción como hábito.
Lo anterior conduce entonces a la siguiente conclusión: quien depende de un nombramiento de confianza política no puede tener en sus manos competencias de investigación criminal que bien podrían apuntar a sus compañeros de partido o al ámbito de intereses directos de quien lo designa.
En consecuencia, la independencia funcional no se logra con su mera declaración conceptual en el artículo 170 constitucional. No es funcionalmente independiente una instancia como la PGR cuyo titular y el 50% de sus adjuntos dependen, en términos absolutamente discrecionales, de un decreto del Poder Ejecutivo.
Avanzar en la separación de las funciones constitucionales de investigación penal, de puesta en movimiento de la acción pública y de representación de los intereses del Estado y la sociedad, de lo que son políticas públicas propias del Poder Ejecutivo, como la definición e implementación de una política contra la criminalidad, es parte de la agenda pendiente en el Ministerio Público.
Lo anterior implica, por un lado, la creación de una instancia gubernamental responsable de todas la políticas del gobierno relacionadas con el sector justicia, con un titular de libre designación por parte del Ejecutivo, y que algunos sugieren que sea un Ministerio de Justicia. Por otro lado, implica redefinir la adscripción orgánica del máximo representante del Ministerio Público. Que su titular pase a ser designado por una instancia que no sea el Presidente de la República, que provenga del sistema de carrera, que se establezca un criterio temporal de inamobilidad, o que la institución cuente con garantías presupuestarias de ineludible cumplimiento, son algunas de las cuestiones que debemos discutir a fondo en el país. ¿Es suficiente? Por supuesto que no. Pero es absolutamente necesario.
Esa discusión está pendiente, para que la defensa del “interés público tutelado por la ley” (artículo 169 CD), el postulado de que el MP “goza de autonomía funcional” y de que sus actuaciones se rigen por el principio de objetividad dejen de ser letra hueca adornando el articulado constitucional.
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