A la ilustre memoria de Carlos Tünnermann
La vida y obra de Carlos Tünnermann, una inspiración para todos
Hace poco, de forma accidental y tardía, me ha entristecido la noticia de la muerte, el pasado 27 de marzo, de Carlos Tünnermann, a quien tuve el privilegio de conocer y de honrar. Supe de él en aquellos años febriles -hermosamente febriles, prefiero decir- de la Revolución Popular Sandinista, en cuya gestación y desarrollo tuvo un papel estelar. Doctor en Derecho, se había inaugurado como abogado en la defensa de su compañero de clases, Tomás Borge, a raíz del ajusticiamiento del tirano Anastasio Somoza García a manos del joven poeta y Héroe Nacional, Rigoberto López Pérez, en 1956; Rector de la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) (1964- 1974), integró el Grupo de los Doce que, liderado por Sergio Ramírez, resultó fundamental en el desarrollo de aquel proceso revolucionario; Ministro de Educación (1979- 1984), lideró, junto al padre Fernando Cardenal, la Cruzada Nacional de Alfabetización (1980) que tanto entusiasmo generó en medio mundo; embajador en Estados Unidos (1984- 1988), durante los años más duros de la agresión contra su país, y, finalmente, diputado del FSLN (1988), hasta que un par de años después renunció a aquella militancia para siempre. Pero, el privilegio de conocerlo personalmente lo tuve a finales de 2008, cuando ejercía la rectoría universitaria y logré traerlo al país para una serie de actividades académicas, que incluyó su investidura como Doctor Honoris Causa. En aquellos días, le dije lo que tenía que decirle en dos discursos que recogí en mi libro EN LA UNIVERSIDAD (2012) y que titulé “Carlos Tünnermann Berheim, ciudadano de los buenos” y “Todo buen nicaragüense es un poco de Darío y otro poco de Sandino”, discurso de orden en la referida investidura, un extracto del cual comparto ahora, en su ilustre memoria:
“La universidad es cuna del pasado y del futuro. Conserva y reproduce celosa y buenamente la riqueza acumulada, aquella en virtud de la cual el género humano ha ascendido en la escalera del desarrollo hasta hoy. Al mismo tiempo, crea y promueve la nueva riqueza, con la que hacemos mejor el futuro.
Abierta a la sociedad en la que vive, al entorno que la circunda y la envuelve, la universidad señala caminos: para negar unos, para afirmar otros. Señala modelos humanos: para rechazar unos, para promover otros. Es papel fundamental suyo que ejerce no sólo en el desarrollo de sus funciones sustantivas, sino en todo su quehacer, en sus tradiciones, en sus costumbres, en sus ceremonias, en sus ritos. Es lo que ocurre con los reconocimientos que otorga, entre los cuales el Doctorado Honoris Causa.
Se trata de una distinción destinada sólo a aquellos que, empinándose sobre su tamaño, han potenciado de manera extraordinaria su desarrollo profesional y humano y, más aún, han contribuido decididamente al desarrollo social, haciéndonos mejores y más felices. Así, la entrega de ese reconocimiento es mucho más que un acto social, trasciende en mucho su parafernalia. Al declarar nuestra admiración y complacencia por la calidad de otras vidas, nos identificamos con ellas y dejamos ver lo que somos, nuestra propia índole, aquello en lo que creemos, los sueños que nos jalonan cotidianamente; en fin, nuestra apuesta esencial, esa sin la cual no tenemos explicación. Este acto es, en realidad, lo que somos. Nítida expresión de nuestra más profunda intimidad, no es un acto más, sino, por el contrario, uno trascendente, único, vital. Explicándose, explicándonos, aquí delante está Carlos Tünnermann, hijo de Nicaragua. Contenida en el tamaño de su patria, su vida, sin embargo, ha crecido tanto hasta alcanzar una estatura superior. Sé, bien sé, que trae en su morral poemas y proclamas, un poco de Darío y otro poco de Sandino, así de irrepetibles y definidores de la identidad nicaragüense.
“Porque -dice el poeta Ernesto Cardenal en su monumental poema Hora 0- a veces nace un hombre en una tierra/ que es esa tierra. / Y la tierra en que es enterrado ese hombre/ es ese hombre. / Y los hombres que después nacen en esa tierra/ son ese hombre”. Es lo que ocurre ahora. Es lo que ocurre siempre. Aparte el sectarismo literario y político, todo nicaragüense auténtico es Darío y es Sandino. Cada uno trae consigo, indefectiblemente, un poco del poeta y otro poco del libertador.
“En Nicaragua -dice Sergio Ramírez (A lo que lleva la vagancia)-, Rubén Darío no sólo tiene una significación literaria, sino que encarna la identidad cultural de la nación”. Y precisa: “Rubén es el héroe nacional por excelencia, (…) y todos nos reconocemos en él sin dificultades de banderas partidarias. Vivimos en un país dariano”. Por su parte, Pablo Antonio Cuadra (El Nicaragüense, 1993) afirma que Darío dice a Nicaragua, él es su palabra, él es “[l]a palabra del nicaragüense”. Y abunda: “Fue el primero que le dio voz y canto -de resonancia mundial- a la procesión que nos andaba dentro. (…) El primero que puso una gota de orgullo en el sentimiento de ser mestizo y de ser nicaragüense. Su obra y su genio -que trasladó y ocupó el trono de la poesía en lengua española a América- alimentó nuestra fe y confianza en nosotros mismos, en ese ‘nosotros’ escindido, disminuido, invadido, humillado”.
Sandino, por su parte, es la soberanía de la patria y es, pues, la patria misma. Es la epopeya, así inigualada; historia del David que lucha y vence -y, más aún, deviene mártir-, que impacta al mundo de sus días, gana admiración y apoyo universales y marca buenamente a su país para siempre. En aquel poema, Cardenal cuenta la epopeya: “Y no era militar ni político -dice sobre Sandino-. / Y sus hombres: / muchos eran muchachos, / con sombreros de palma y con caites / o descalzos, con machetes, ancianos / de barba blanca, niños de doce años con sus rifles, / blancos, indios impenetrables, y rubios, y negros murrucos, / con los pantalones despedazados y sin provisiones, / los pantalones hechos jirones, / desfilando en fila india con la bandera adelante / -un harapo levantado en un palo de la montaña- / callados debajo de la lluvia, y cansados, / chapoteando los caites en los charcos del pueblo / (…) y de la montaña venían, y a la montaña volvían, / marchando, chapoteando, con la bandera adelante”.
Explicándose, explicándonos, delante de nosotros está Carlos Tünnermann, hijo de Nicaragua. Sé, bien sé, que, como cabe a todo buen nicaragüense -él, especialmente-, trae en su morral poemas y proclamas, un poco de Darío y otro poco de Sandino. Contenida en el tamaño de su patria, su vida, sin embargo, ha crecido tanto hasta alcanzar, desde hace rato, una estatura superior.
Pensador, teórico y escritor, uno de los más profundos e importantes de su país, a menudo se le ha visto codearse con grandes del pensamiento mundial, Federico Mayor Zaragoza, Edgar Morin, Jacques Delors. Dueño de una trayectoria vital impresionante, ora por las posiciones relevantes que ha ejercido, nacional e internacionalmente, ora por los trabajos publicados en torno al tema que más ha ocupado su vida -el de la educación universitaria-, en los que se puede apreciar un pensamiento eminente, atravesado por los mejores intereses humanos; su hoja de vida se queda corta ante su humanidad, la que despide, cual aroma natural, una actitud esencial signada por la decencia, la humildad, la generosidad, la solidaridad, el compromiso, la participación decidida en la construcción de una mejor sociedad.
Ciudadano de los buenos, su talento y su bondad son reales, auténticos; no resultan de campañas de imagen, de esas tan comunes en estos días, con las que somos empujados al equívoco de valorar positivamente a tanto canalla, a tanto mediocre, a tanto simulador, a tanto mentiroso.
En esta universidad hemos decidido mirarnos y reconocernos en la vida de este académico y humanista irreductible.
¡Ingresa, doctor Tünnermann, en el claustro de una universidad comprometida con la calidad y la excelencia de la educación, con los mejores valores de la Nación dominicana y de la Humanidad!
¡Su presencia entre nosotros, tenerle ahora como uno de los nuestros, nos reafirma, nos enorgullece, nos hace felices, nos engrandece, nos honra!
“¡Bienvenido!”
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