Cuestión de resultados, no de intenciones
El costo de las regulaciones laborales
En asuntos laborales, lo político suele imponerse sobre lo económico. Buscando el bienestar de los trabajadores (y su voto…), y que sea “justo” lo que se les pague (para que les alcance a cubrir sus necesidades), los políticos que nos gobiernan dictan leyes que exigen un salario mínimo, tantas semanas de vacaciones al año, el pago de horas extras, un equipo de seguridad cuando se trata de actividades riesgosas, y que sea complicado despedirlos.
Y esto es políticamente correcto y popular.
El problema es que pasa por alto cómo funciona la economía en la realidad. Y en la realidad, los empleados constituyen un costo para una empresa. Mientras más alto sea ese costo, menos empleados se contratan, ya sea porque no “cuadre” seguir creciendo o porque se busque la manera de sustituirlos con algún tipo de máquina. En estos tiempos de robots e inteligencia artificial, esta sustitución es cada día más fácil (de hecho existen ya comercios donde los recepcionistas son pantallas con gente de mentira realizando la función).
Entonces leyes que se concibieron para ayudarlos, terminan perjudicándolos, porque los encarece como insumos, y los convierten en cargas.
En la muy regulada Europa, por ejemplo, el desempleo ha estado siempre muy por encima de Estados Unidos, donde el proceso de contratación y desahucio es mucho más simple, y donde no se exige tanto al empleador.
Su situación es más grave aún cuando de jóvenes se trata. En España, el 45 pc de los mismos está tristemente desempleado, incluyendo esto a los muy preparados. Se les niega la posibilidad de trabajar como principiantes, por poco dinero, con el simple objetivo de ir ganando experiencia y destrezas, porque si no les pagas el mínimo más otras prebendas te multan. Y mientras, los años se les van viniendo encima…
Gracias a la tanta regulación, en Europa se han ido eliminando también muchos empleos de personas con baja calificación (o sea, los más desfavorecidos). Y así vemos que los parqueadores y cargadores de maletas brillan por su ausencia en cada vez más hoteles. A pesar de lo mucho que facilitan la vida al turista. Y a pesar de que estarían dispuestos a trabajar por mucho menos de lo que dice la ley.
Recibir un salario alto, y que sea muy difícil despedirte, es maravilloso para el que ya está empleado. Pero es nefasto para el que no lo está, porque es más difícil que lo contraten.
Y es terrible para la economía en su conjunto, porque se llena de un ejército de parados y desesperanzados, y porque se mantienen contratados a los que no necesariamente son los más productivos (es decir, a los que es “obligado” tener).
Si el Gobierno no obligara a nada, los empresarios pagarían según qué tan valiosos y productivos fueran los empleados, y competirían entre sí para conquistar a los mejores talentos. Esto premiaría a los mejores prospectos. Y sería mucho más justo que tener a incompetentes en nómina…solo porque es muy difícil sacarlos.
El mismo principio económico se aplica a los sindicatos. Grupos de empleados bajo un líder se unen para ejercer presión sobre la empresa para la cual trabajan, y logran un sinnúmero de beneficios a cambio de no paralizarla. Entonces sus competidores en otros países, donde los sindicatos están prohibidos, y no tienen que pagar tanto a su mano de obra, pueden vender más barato, y la llevan a la quiebra.
Es el caso de la industria automotriz en Estados Unidos, que en el 2006 terminó siendo desplazada casi en su totalidad por la japonesa. A buena parte fueron a parar sus sindicatos, y todos los empleados que “supuestamente” estaban protegiendo. Y se lo creyeron.
La autora es economista y empresaria
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