Votante, hincha, hooligan
La metamorfosis del votante, de elector a hincha y de hincha a hooligan en la política actual
Tres escenas compiten en mi mente desde hace días. Dos de ellas provienen del documental Al filo de la democracia (2019), dirigido por Petra Costa, cuya primera toma revela el interior del vehículo donde se transportaba Lula da Silva la noche en que se produjo su detención por el caso Lava Jato. Lo que se nos muestra es el golpeteo de las cámaras en los cristales de las puertas del vehículo, flashes detonados por doquier y un montón de periodistas entre incrédulos, atónitos y sobreexcitados por lo que estaban viviendo. La segunda escena que tomo de la maravillosa pieza de Costa es la de Brasil dividido en dos: de un lado, camisetas y banderas verdiazules; del otro, banderas y franelas rojinegras. Como en un partido de fútbol, la imagen la capta un dron que sobrevuela, no el mítico Maracaná, sino las inmediaciones de la Plaza de los Tres Poderes en Brasília, forradas a su vez, no por hinchas cariocas (ni mucho menos por hooligans británicos), sino por electores brasileños.
La tercera escena que retengo es más reciente: se trata de un mítin que celebró Donald Trump hace unas semanas en Carolina del Sur. De no ser por las pancartas y las gorras (MAGA, se lee todavía), podría pensarse que se está ante la cola para un festival de música o un concierto de algún artista global. Las imágenes, ofrecidas a través de un reportaje del New York Times en redes sociales, muestran a miles aglomerándose para recibir el más reciente sermón del mesías. El señor Trump produce en su feligresía una fascinación sin igual. El efecto alienante no pierde un cecé de eficacia hasta que termina el evento. La parroquia no desperdicia chance alguno de escuchar atentamente a su candidato.
El documental de Petra Costa data de 2019, pero se basa en hechos que ocurrieron entre 2016 y 2018. Lo del señor Trump se reedita poco menos de cuatro años después de su salida del gobierno federal, en enero de 2021. Es decir, aproximadamente ocho años de una forma particularmente volcánica de hacer política; una forma que, al parecer, vino para quedarse. Y de hacerlo además a la vista de todo el mundo, porque en pocos momentos de la historia se ha registrado semejante interconexión a escala global. Todos seguimos en tiempo real el deterioro institucional brasileño. Y la campaña trumpista, al igual que la anterior, en gran medida es lo que es gracias a un conjunto de redes sociales a las que tiene acceso cualquier propietario de un teléfono inteligente en Occidente.
Estas escenas, que de por sí proyectan un determinado ánimo político y un particular ambiente comunicativo, reflejan también –y he aquí lo que origina este apunte— una transformación clave: la del votante mismo. Ha cambiado la forma de hacer política y la velocidad del flujo de información. Han cambiado los códigos discursivos que reciben atención masiva y el ritmo de la comunicación política. Encima (y, quizá, producto) de todo ello, también se ha transformado la constitución del votante. Aquella concurrencia de variables, esa singular sinergia, favorece una específica asimilación –intra e intersubjetiva— de la política. La narrativa hiperbólica y semidesinformada que domina estos tiempos, cuando se cruza con la deriva identitaria del discurso político actual, perfila un elector polarizado, híperconectado e híperinformado, disperso y tendencialmente confrontacional. Hay un elector que hoy es fanático de su bando ideológico o partidario, que pasa de ser mero votante (naturalmente politizado e ideologizado) y se convierte en hincha de sus compatriotas y en rival amurallado de su contrincante; que ya no se mueve en el plano de la crítica discursiva, el contraste de ideas y el debate sobre desacuerdos razonables (lo normal), sino en el del choque, la insidia, la bronca y la inquina, por no hablar de aquellos casos en los que directamente renuncia a la verdad y la lógica y se sumerge en una dinámica francamente decadente. En su forma final, emerge un auténtico hooligan.
Como ha explicado Mariano Torcal (a quien no paro de citar por la altísima calidad de su exposición), tras esta evolución del perfil y la constitución del votante anida un notable relanzamiento de la teoría de la identidad social, según la cual los individuos construyen su identidad, e incluso configuran su lectura de la realidad, en función de la pertenencia –auténtica o incluso autopercibida— a uno o varios grupos sociales. El vuelco identitario de la actividad partidaria está, pues, solo a medio paso: tan pronto las convicciones ideológicas se elevan al rango de elementos definitorios de la identidad individual y colectiva, el discurso amigo-enemigo es objeto de un proceso de intensificación que luego degenera en una suerte de pugilato conceptual y programático en cuya base se advierte un instinto primario de autoconservación ante la “amenaza” que supone el bando rival. Porque, claro, todo lo que pone en “peligro” la identidad propia (ideológica, política, doctrinal) merece un rechazo virulento y una derrota contundente. A partir de aquí, cada torneo electivo es una nueva oportunidad de afincar el grupo y recrudecer el combate, ya no al adversario político, sino al rival existencial, al que cabe condenar –en tanto tal— a la hoguera donde arde todo lo maldito.
Parece probable que ese nivel de polarización afectiva (que no solo se da entre votantes, sino también entre líderes) se haya nutrido de diversas fuentes. Podría especularse sobre la incidencia de las estrategias discursivas de los sectores políticos más socorridos, o bien sobre la efectividad de las dinámicas mediáticas de los grupos de presión. Cabría incluso aventurar alguna explicación que impute a las redes sociales un rol decisivo en la amplificación de fobias y prejuicios que quizá ya andaban por ahí. Todo ello, por cierto, está ampliamente documentado. Sea una u otra la razón, hay hechos y sucesos políticos que parecen confirmar la transición del votante al hincha y de este al hooligan. Hay, en efecto, una cadena de eventos que sugiere que esa metamorfosis del votante, no es que sea una realidad palpable (que, de nuevo, pinta que lo es), sino que además aspira a erigirse en el punto de partida de esa aparentemente “nueva” forma de hacer política que convierte a cada elector en lo más parecido a un forofo ideológico.
Sobra decirlo: los niveles de crispación y radicalización varían de país en país. Pero en este punto debería quedar claro ya que la política, como la economía y el derecho (por ejemplo), también se ha globalizado, lo cual propicia que los avatares de una comunidad puedan replicarse en otra, a veces incluso de manera concomitante. Y quizá por ello tampoco sea ninguna sorpresa comprobar que en nuestro caso parece haber tomado forma y color ese peculiar microcosmos en el que el disenso político se identifica con la afrenta identitaria y la rivalidad partidaria se asume como amenaza existencial; donde la victoria electoral es una cuestión de supervivencia y el afán de prevalecer es prioridad de Estado.
En cualquier caso, da la impresión de que se trata de uno de esos problemas cuya sola identificación es en sí misma una primera gran victoria. De ahí el impacto del documental de Costa: es un shock de perspectiva ver a brasileros de a pie sudar clamando por el encarcelamiento de Lula y la “muerte” del Partido de los Trabajadores, mientras las grietas de la fibra social en Brasil se hacen cada vez más anchas y hondas. También es una bocanada de realidad ver a los estadounidenses desmadrarse por un hombre que ha hecho todo y un poco más por poner patas arriba su propio país. Es como si no entendieran de razones ajenas, cual fanático en trance ante una realidad que le supera. O como un hincha llorando goles en el Maracaná. O como un hooligan inglés enrabietado ante su rival.
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