La banalización del control
La función contralora del Estado y la relevancia de la Cámara de Cuentas
La lectura que se hace de la realidad política tiende a ser bastante ilustrativa, no solo de como una comunidad se ve a sí misma (y como se conciben entre sí sus distintos componentes), sino también de la consideración que merecen los conceptos, formas, mecanismos y procedimientos que rigen la vida pública. De hecho, puede sostenerse el argumento de que no existe democracia en el mundo a la cual le resulten ajenas las narrativas y concepciones que sus participantes construyen con respecto a los mecanismos e instituciones del sistema. Si de dichas narrativas se construyen identidades, ¿por qué no habrán de influir, también, en la efectividad de las instituciones de la democracia? Pueden, incluso, ser determinantes para su mismísima existencia.
Si lo anterior es cierto –y parece que lo es—, entonces cabe alguna reflexión sobre la situación actual de la Cámara de Cuentas, órgano constitucional de control externo del erario. Lo que allí acontece por estas fechas sin duda reproduce un mal compartido por las democracias occidentales de hoy, que no es otro que el deterioro de los frenos del poder (alimentado por vectores y variables de diversa índole). En nuestro caso, sin embargo, el problema parece venir acompañado de cierta lectura problemática; lectura que, por la bisoñez del sistema político y por los rasgos específicos del presente, resulta especialmente inquietante: aquella que tiende a la banalización de los mecanismos de contrapeso y las instituciones de control.
Es útil recordar ante todo que, según la ley, la Cámara de Cuentas es el órgano superior del Sistema Nacional de Control y Auditoría. Con la reforma de 2010, el material legal preconstitucional pasó a condensarse en el artículo 248 de la actual Constitución. Vale decir que la constitucionalización de la posición institucional de la Cámara de Cuentas no es un fenómeno menor en un ordenamiento jurídico como el dominicano. Muy por el contrario, supone garantizar, desde la Constitución (con todo lo que ello implica), la necesaria separación entre el poder político y la función de control, con el valor añadido que supone su designación congresual en un régimen presidencialista. Se asegura constitucionalmente la necesaria equidistancia entre la autoridad política democráticamente legitimada –expuesta, en tanto tal, a los vaivenes normales de la política ordinaria— y el máximo órgano de control externo sobre la gestión de la cosa pública, revalorizándose así su rol constitucional y su misión institucional.
Es claro que la función contralora del Estado tiene en la Cámara de Cuentas un actor fundamental, cuya tarea es, por cierto, de amplio alcance y profunda relevancia sistémica. El material constitucional y legal pone de manifiesto su peso específico en el esqueleto institucional que cristaliza la función de control en nuestro paradigma. La dimensión y relevancia de ese peso es, sin embargo, directamente proporcional a la realización efectiva de sus competencias, a su cumplimiento o ejecución eficiente. Por ello, cuesta digerir la polémica que hoy se cierne sobre la Cámara. Pero –de nuevo— no por novedosa, sino por la específica proyección que ahora parece traer consigo, nada más y nada menos que con respecto a uno de los principales ejes del régimen de control y contrapeso en nuestro sistema democrático.
Naturalmente, la cuestión debe ser ponderada en su justo contexto, en su merecido marco histórico. No obstante, y dejando momentáneamente al margen lo ocurrido en el pasado, así como con independencia de los méritos de las pesquisas y juicios planteados en fechas recientes, insisto en que hay una lectura sobre la situación que me parece debe ser evitada o, al menos, detectada con tiempo. Y es que por momentos parece dominar el ambiente cierto aire de trivialidad con respecto a la Cámara, como si cogiera impulso el feeling de que el órgano está sumergido en un proceso “irreversible” de deterioro. Desde aquí, solo resta medio paso para terminar de triturar la imagen del órgano: primero, deslegitimándolo en sí mismo (más allá de la coyuntura concreta) y, a continuación, banalizando su función. Convendremos que entre esto último y el menosprecio total por la función de control no hay mucha diferencia. ¿Qué importa la Cámara –podría pensarse— si, a fin de cuentas, todo lo que a ella concierne tiene demasiado tiempo vuelto del revés, ahora de forma aparentemente irremediable?
La historia es la que es; no se puede pasar por alto. Pero creo que aquella lectura, en esos específicos términos, tiene un cariz peligroso en democracias jóvenes y –como la nuestra— volcadas hacia el presidencialismo. La función de control en un sistema democrático tiene una explicación que no admite soslayo: como la autoridad política tiende a corromperse, es absolutamente fundamental (i) dividir o separar el poder, y (ii) limitar y controlar su ejercicio. Y en el trasfondo de todo ello se encuentran nuestras mismísimas libertades. La separación y control del poder y nuestros derechos están unidos por el mismo cordón umbilical. Dicho de otra manera: si tenemos derechos y libertades, cuyo pleno goce y ejercicio es deseable, es precisamente porque el poder político está repartido (para evitar su concentración) y limitado y controlado (para sortear cualquier atisbo de arbitrariedad). En el límite, la separación, limitación y control del poder son presupuestos para la garantía de la libertad.
Así que banalizar la función de control, o directamente menospreciarla, plantea un escenario perverso que además trae consigo dos consecuencias intolerables. De un lado, conduce a cierta caricaturización de los mecanismos e instituciones que sirven de contrapeso al Gobierno, lo cual comporta una suerte de negación tácita sobre el necesario control que –en tanto garantía de la libertad— ha de existir en todo esquema político-institucional, en especial de aquellos en pleno desarrollo. De otro lado, implica una especie de efecto lámina sobre los propios frenos al poder, que a su vez conduce a una peligrosa expansión del radio de acción del Gobierno, ampliación que también amenaza la libertad y, de paso, el principio de separación de poderes. Es decir, machacadas (por banales) las instituciones de control, entra en escena el riesgo de que el Gobierno ocupe más espacio del que le toca, se desembarace de sus propios contrapesos y campe a sus anchas. Estaremos de acuerdo en que, al menos en nuestro singular régimen (con sus específicas tendencias), esto es francamente inasumible.
El presente sugiere que la Cámara de Cuentas permanece en disputa consigo misma y con las sensibles misiones que pone a su cargo la Constitución. En todo caso, y al margen (otra vez) de las valoraciones que cabría formular al respecto, conviene separar la lectura sobre el órgano y su coyuntura –que es la que es— de la lectura sobre el órgano como tal. La función de control sigue siendo necesaria en nuestra democracia. Hay que tomarse en serio las instituciones de control, sobre todo en este momento histórico. Tolerar la banalización del control equivale a negar las potencialidades de nuestro (imperfecto, pero preciado) sistema democrático, lo que a su vez implica privarnos a nosotros mismos del trabajo que nos corresponde como comunidad política. Toca, pues, repensar (y no negar) los mecanismos de control, repensar nuestra particular cultura política y, con ello, repensar –y ajustar— la propia democracia. Lo que no toca (ni sirve) es apagar la luz y trancar la puerta.
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