El estado benefactor desde 1601 hasta 2022
El estado benefactor tiene una larga historia
El estado benefactor (es decir, la estructura social por la cual los gobiernos asumen la tarea de brindar protección contra riesgos de bajos ingresos, enfermedades u otras adversidades), tiene una historia larga. Su punto de partida moderno quizás se encuentra en la Ley de Pobres, aprobada por el parlamento inglés en 1601, que ordenaba a cada parroquia socorrer a los indigentes de su comunidad mediante ayudas financiadas con impuestos locales. De ese modo, la lucha contra la pobreza dejó de ser materia de caridad privada para convertirse en algo regulado por el poder político. Ese tránsito generaría efectos colaterales que, en los alrededores de 1800, inquietarían a algunos economistas: David Ricardo opinó que las transferencias a los pobres encarecían la mano de obra, Thomas Malthus consideró que eran la causa de un problema demográfico porque permitía a los pobres reproducirse con mayor intensidad y Jeremy Bentham anotó que podrían incentivar la disposición al trabajo de los beneficiarios. Ese tipo de preocupación llevó a que, en algunos momentos, la concesión de ayuda se condicionara a que los receptores vivieran en albergues donde tuvieran limitada la actividad sexual, con el propósito deliberado de evitar que se acomodaran a la supuesta dependencia.
En el siglo XX, la estructura estatal de protección social se expandió hasta alcanzar grandes proporciones. En los Estados Unidos, esto fue resultado de una secuencia de eventos, como la aparición de un buen número de desamparados tras la Gran Depresión en los años treinta, la difusión de la visión keynesiana que responsabilizaba al gobierno de garantizar pleno empleo en los cincuenta, y la estrategia de cohesión racial y social en los sesenta. La introducción de Medicare y Medicaid, en 1965, junto a otras formas de seguro social, han sido objeto de debate en cada proceso electoral desde entonces, y han generado frases perturbadoras, como cuando Reagan declaró que “el gobierno no es la solución, sino el problema”, o cuando Dan Quayle afirmó que “un cheque del gobierno no sustituye a un marido”. A su vez, los países del norte europeo se convirtieron en modelos de estados benefactores por antonomasia. Aun en el Reino Unido se creó una estructura de apoyos estatales que resistió casi incólume los embates obsesivos de Margaret Thatcher.
En nuestro país, el sistema de seguridad y asistencia social tuvo un alcance limitado en las cuatro décadas que siguieron a la dictadura de Trujillo. El aseguramiento solo alcanzaba a un bajo porcentaje de la población y la asistencia social era un instrumento casi discrecional de la Presidencia, como en el caso, a mi juicio patético, de la Cruzada del Amor. La situación actual refleja dos cambios trascendentes: la Ley de Seguridad Social, aprobada en 2001, y la puesta en marcha de programas de transferencia monetarias condicionadas, a partir de 2004. Además, la Constitución de 2010 estableció que la educación, salud y seguridad social son derechos esenciales y que el Estado debe velar por su disfrute.
Creo justo decir que se ha avanzado mucho pero las expectativas no han sido satisfechas: la cobertura del sistema de seguro de salud es casi de 100%, tras la afiliación masiva al régimen subsidiado en el contexto de la pandemia, pero el servicio es de baja calidad, costoso e inequitativo. El sistema de pensiones cubre a una buena parte de los trabajadores pero no garantiza una vejez digna para casi ninguno. En el caso de asistencia social a los más vulnerables, no está claro que las transferencias hayan servido para desarrollar las capacidades para garantizar la autonomía de los beneficiarios, y un tercio de la población permanece de forma hasta ahora ilimitada bajo dependencia de un subsidio que le convierte en potencial prisionera del juego político.
La necesidad de cambios es ineludible, por razones fiscales, laborales, distributivas y morales. Se requiere avanzar con más ganas hacia una reestructuración del modelo de atención de salud, fortalecer la calidad de la gestión hospitalaria, ampliar el catálogo de servicios y garantizar medicamentos a más bajo costo. En el caso de las pensiones, un retiro digno para todos requiere un mecanismo efectivo de solidaridad, pues no es razonable esperar que los de menores ingresos puedan autoprotegerse para el futuro cuando apenas tienen para sostenerse en el presente. En el sistema de asistencia social, es imperativo que la sociedad reciba los insumos necesarios para evaluar la efectividad de los programas y los impactos generados (o no generados), para que el éxito de los programas pase a medirse por la cantidad de hogares que dejan de necesitarlos y no por la cantidad de hogares que depende de ellos. Esas aspiraciones no podrán concretarse sin resolver restricciones fiscales, sin modernizar el código de trabajo, sin plantearse nuevas políticas laborales para que los aumentos de productividad se reflejen en mejores salarios, sin trazar una línea que separe la solidaridad del clientelismo, o sin enfrentar intereses creados. Es probable que la calidad de nuestra vida futura dependa de estos temas más que de cualquier otro. La agenda que describo no es una tarea del Gobierno, sino de la sociedad.
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