Un tranvía llamado Deseo
Blanche Dubois no era un caso trágico. Era un caso clínico. Afligida por amores irremediablemente perdidos, y sacudida por el drama de una vida cargada de secretos y de dudosas certidumbres, ella habrá de pervertir la memoria para percibir sueños incontrolables en un ambiente donde se pierde el control de todas sus falacias y se atizan temores y pesares que terminarán escribiendo el epitafio de sus vanos ensueños y de sus ruindades.
Estamos en 1947. Broadway recibe una sacudida violenta. Tennessee Williams estrena “Un tranvía llamado deseo”. La crítica, salvo alguna pasajera excepción, aclama el estreno arrolladoramente. El teatro norteamericano estaba cimentado entonces sobre piedras angulares de gran fortaleza. Thornton Wilder ha triunfado con “Nuestro pueblo” (1932), una comedia en tres actos que arrastra la característica de toda su producción dramática o humorística: el debate entre el tiempo de vivir y el tiempo de morir. William Saroyan sigue la ruta de la comedia con “El momento de tu vida” (1939), pero su planteamiento dramático eleva los valores de la vida humana desde los entresijos de la cotidianidad. Su objetivo es hacer que la vida se vea con ojos de felicidad. Williams llega con otro reto y remueve la escena norteamericana, alcanzando un estadio superior frente al teatro representado durante los años cuarenta y estimulando la renovación provocada por la llegada del tranvía a Broadway. Todo lo que vino después estuvo alentado por la desafiante autoridad de Williams, que entonces solo contaba con treinta y tres años de edad. Arthur Miller descollaría dos años después con “La muerte de un viajante” (1949) sus impactantes “conversaciones privadas en dos actos y un réquiem”. William Inge, en la mejor tradición de la comedia norteamericana, entra a los cincuenta con “Picnic” (1953) y John Patrick realiza una formidable adaptación de la novela de Vers Sneider “La casa de té de la luna de agosto” (1954).
El nuevo teatro norteamericano está servido. Los comensales llegan al banquete sacudidos por propuestas que, sobre todo a partir de Williams, se internan en el terreno poético con un alcance dramático, incluso desde la comedia, de una esencialidad fértil y reflexiva. Tennessee Williams triunfará fundamentalmente por sus comedias, pero “Un tranvía llamado deseo” no es una comedia aunque contenga momentos que produzcan la irreprimible hilaridad que los acosos de la vida generan. El dramaturgo la tituló tragedia, pero la crítica de la época y la muy posterior, no sin razón, prefirió llamarla “melodrama”. Y eso es lo que, en verdad, termina siendo.
Blanche Dubois, como la definió el crítico Brooks Atkinson, es una mujer refinada que “huye alocada de la catástrofe de un modo de vida que ya no puede sostenerla en un mundo animalizado”. Las características humanas y psicológicas de Blanche han sido formidablemente dibujadas por Williams, un autor que sabe describir a las mujeres de su dramaturgia desde sus ensenadas enfermizas, desde sus pasiones amatorias más insensatas y desde sus aventuras más desesperanzadoras. El relato de la historia de la Dubois merodea por el melodrama, o sea un paso menos que la tragedia y un paso más que el simple drama. Ella es, simplemente, una criatura perdida en el laberinto de la vida, perseguida por una historia perversa y arrebatada por crear un mundo de ficción sobre el nervio vital de sus ocasos.
Para contar esta realidad no hay otro camino que el de la poesía. Williams abre, con otros dramaturgos norteamericanos, las posibilidades líricas en la narrativa de sus historias. La fuerza de los parlamentos está tocada por la manera con que el autor realiza el montaje de este drama clínico sustentando su narración con sentido poético. Si asumimos la lectura de la obra, antes de su puesta en escena, descubriremos que hasta en las explicaciones de cada cuadro Williams trasluce un espíritu poético. En el cuadro tercero que él titula “La noche del póquer”, introducirá:
“Es como un cuadro de Van Gogh de una sala de billar por la noche. La cocina sugiere ahora esa especie de luminosidad espeluznante y nocturnal, los crudos colores del espectro de la infancia”.
Y a los jugadores los definirá del siguiente modo:
“Son hombres en el cenit de la virilidad, tan crudos, rotundos y vigorosos como los primarios colores de sus camisas”.
Y luego, la música. La música no es un telón de fondo ni una pieza sonora para cerrar los cuadros. La música es otro personaje más de la obra, y quizá tan importante como la presencia misma de Blanche Dubois. La música rodea y cubre toda la obra de Williams. Estamos siguiendo un drama desde Nueva Orleáns. Hay jazz y blues por todo su contorno. Y el escritor teatral lo deja patentizado. Está La Varsoviana “que se insinúa dulcemente” y está Xavier Cugat. Hay un piano discordante, desvencijado, distante y melancólico que ha de sonar con insistencia. Música interpretada por músicos negros en un bar de esquina, que saben extraer la melodía con jugosa persistencia. Entre los ruidos de la calle de un barrio de cafetines y refriegas, hay trompetas y tambores, una música de polca que suena con fuerza, y las baladas de Blanche en el baño, y una música que surge tronante y luego se amortigua. Toda la obra se sumerge en este latir sonoro que llega desde fuera y penetra toda la modesta estancia de Stanley y Stella Kowalski. Sin esa penetrante presencia musical, la obra pierde una de sus esencias más simbólicas (No debe descuidarse que Williams pertenecía a una escuela teatral donde el simbolismo jugaba un papel estelar).
Blanche Dubois –que la obra no es más que ella y el resto sus súbditos- es bella sin dudas. Una belleza ocultada entre los pliegos de sus excesos. Llega a Nueva Orleáns huyendo de su pasado. Atormentada, termina atormentando a los demás con sus secretos, su lascivia reverberante y sus señuelos disolutos. Encontrará de frente a Stanley Kowalski (“superviviente de la edad de piedra”), el esposo de su hermana Stella, que terminará arrojándola al abismo que ella misma se creó. Ha llegado en el tranvía llamado Deseo, después de que, a los dieciséis años, hizo el descubrimiento del amor “de repente y de manera demasiado rotunda”. Todo lo que vino después fue tragedia que ella convirtió en melodrama. La tragedia personal que se va trocando en una pieza donde el humor agrio abre un camino tosco a la dura realidad humana, a las vidas que instalan sus dilemas sobre la superficie del deseo y la patraña de las dolencias y los miedos. En Laurel ella termina siendo más famosa que el presidente de los Estados Unidos “solo que no la respeta nadie”, como lo explica Stanley. Célebre, agregará, “no por rara, sino por rematadamente loca”. Cuando ella advierte lo que se le viene encima, la historia entra en su difícil ámbito melodramático que las numerosas representaciones que 67 años después de su estreno siguen escenificándose a través del mundo, han mostrado en las ambiguas proporciones que la tragedia expone, en ese crepitar humano donde se posa la insatisfacción, la falsía, el desencanto, la mismidad transpuesta de Blanche Dubois.
Cuando la distante música del piano se quiebra en hético rumor, como describe la letra teatral de Tennessee Williams, Blanche Dubois sentencia, frente a Mitch que ríe, lo que podría ser el resumen de su vida y, con toda lógica, la clave central de la pieza:
“No me gusta el realismo. ¡Me agrada la magia! ¡Sí, sí, la magia! Yo procuro darle eso a la gente. Simulo cosas en su beneficio. No, yo no digo la verdad; digo lo que debía ser verdad. Y si eso es pecaminoso, ¡entonces que me condenen por ello!”
. A ella, cuya juventud “se la llevó una tromba”, la que entendió en algún momento que Mitch era “como una concavidad en la áspera roca del mundo” y en esa concavidad ella pretendió guarecerse, terminará acogiéndose, como siempre fue, a “la amabilidad de los extraños” mientras la conducen a la nueva, definitiva, estancia de su locura. Williams describe así el final, sin abandonar nunca el lirismo que acompaña toda su escritura teatral:
“Los lujuriantes sollozos y los sensuales murmullos se hacen audibles ante la creciente intensidad de la música procedente del desvencijado piano y de una trompeta con sordina”. ¡Qué rol más hermoso juega la música en la historia fatal de Blanche Dubois donde se cuece “la fragilidad del amor y el hambre del alma”.
----
(En recuerdo del doctor Rubén Vásquez, de don Julio Jaime Julia y de Aída Cartagena Portalatín, que me introdujeron en el conocimiento del teatro estadounidense cuando apenas tenía diecisiete años de edad. Conservo el libro con el teatro norteamericano completo que me obsequiaran el 15 de junio de 1966).
www. jrlantigua.com