RAZA Y NACIÓN

RAMÓN L. SANDOVAL

En algún momento antes de la terminación de la Dominación Haitiana el joven Juan Pablo Duarte se expresó diciendo, más o menos, que así como los haitianos habían logrado constituirse en nación independiente, de la misma manera los dominicanos tenían derecho a hacer lo mismo y que por eso había que luchar para separarse la parte oriental de la isla de Haití.

Antes que él, de otro lado de la isla, el general haitiano Guy Joseph Bonnet le había expresado al Presidente Jean Pierre Boyer que los dominicanos y los haitianos constituían entidades socioculturales muy disímiles y que sería muy difícil, sino imposible, fusionarlas para constituir con ellas una sola nación.

Cuando se leen los documentos dominicanos de la llamada Separación de Haití y de la Guerra de la Independencia, así como los relatos haitianos sobre estos procesos, el discurso subyacente en casi todos ellos es que los dominicanos sentían que eran una comunidad diferente a los haitianos y querían crear un Estado independiente para darse leyes propias conforme a su psicología nacional, su religión, su lengua y sus costumbres.

Esos sentimientos nacionales venían cristalizando desde hacía más de un siglo, esto es en el siglo XVIII, pues comenzaron con las luchas que sostenían españoles y franceses por el control de los territorios fronterizos.

Los historiadores de ambas partes de la isla conocen que desde mediados del siglo XVIII los criollos de la colonia española se llamaban a sí mismos dominicanos y se sentían tan diferentes de los franceses del lado occidental como lo hacían los habitantes de la península ibérica en relación con sus vecinos francófonos en Europa.

La guerra dominico-haitiana consolidó esos sentimientos nacionales a partir de las diferencias más evidentes entre ambos pueblos, y estas diferencias, según eran percibidas entonces, descansaban más en el contraste cultural que en la raza pues, para entonces, la mayoría del pueblo dominicano era mulato o negro y solamente una minoría podía considerarse como blanca.

Si usted lee el documento fundacional de la República Dominicana, esto es, el manifiesto de los pueblos de la parte oriental de la isla en el que explican las causas de su separación de Haití, emitido el 16 de enero de 1844, ahí usted encontrará que en las razones expuestas para justificar la ruptura con Haití se referían a cuestiones que no tenían que ver con argumento raciales, sino más bien a la tiranía política de los gobernantes haitianos, al respeto a la religión, al respeto los derechos ciudadanos y a las libertades públicas, y al respeto a las costumbres tradicionales, entre otros.

Para los dominicanos de entonces, como para los haitianos de aquella época, lo que hacía la diferencia entre ambos pueblos era la nacionalidad, entendida ésta como conjunto de costumbres, ideas, valores y proyectos de dos colectividades que tenían orígenes culturales distintos y poseían instituciones económicas y sociales también distintas.

Hubo personas, sí, como lo han demostrado los historiadores Vetilio Alfáu Durán, Víctor Garrido, Alcides y Leonidas García Lluberes, que en los días en que los trinitarios conspiraban para dar el golpe de Estado separatista expresaron sus reservas y preguntaron qué pasaría en la proyectada nueva república con aquellos que habían sido esclavos.

Los más preocupados por el estatus de los antiguos esclavos eran los hermanos José Joaquín, Eusebio y Gabino Puello. Todos ellos, junto con sus amigos, familiares y partidarios del vecindario capitaleño, fueron tranquilizados cuando Ramón Mella y Tomás de Bobadilla les garantizaron que en la República Dominicana nunca más se restablecería la esclavitud.

En la masa de documentos oficiales y privados que han quedado de aquellos difíciles años de la llamada Primera República la construcción de la nación dominicana aparece como un proyecto fundamentado en valores superiores como la libertad, los derechos ciudadanos, la independencia, la familia y la religión.

Esos valores, independientemente de la cultura política prevaleciente que justificaba o promovía el ejercicio de la dictadura, los fusilamientos, la represión y la violación de los cánones democráticos, esos valores superiores, repetimos, no eran cuestionados (más bien, eran compartidos) por la gran mayoría de los dominicanos, según puede observarse en todos los textos constitucionales desde el 1844 en adelante.

En pocas palabras, la nación dominicana no nació con una fundamentación ni con un discurso racial o racista pues para ser dominicano, tanto al principio como durante todo la historia posterior, nunca fue ni ha sido necesario ser definido como blanco, criollo, negro o amarillo, sino simplemente como nacido en esta tierra.

En las constituciones haitianas, en cambio, la nacionalidad plena quedó definida en función del estatus racial y por eso en 1805 y 1806 les fue vedado a las personas blancas ser ciudadanos de Haití, y a los extranjeros ser propietarios de tierras o negocios en Haití.

Estas distintas concepciones de los fundamentos de la nacionalidad entre haitianos y dominicanos contribuyeron a forjar pueblos y naciones distintas en ambos lados de la isla, y marcaron dinámicas políticas muy diferentes hasta estos mismos días.

Sabemos que en Haití, durante los siglos XIX y XX, los partidos y los movimientos políticos, aparte de los tintes regionales que ocasionalmente han adquirido, generalmente se han constituido y se han conducido a la largo de las líneas del color de la piel. Ha habido épocas en que han aparecido partidos más abiertos e incluyentes, pero la tradición política prevaleciente ha sido la de organizar los movimientos políticos según las líneas de color.

No así en la República Dominicana pues en el lado oriental de la isla, tanto en el siglo XIX como en el XX, la política fue siempre una actividad incluyente en donde los partidos contenían gentes de todos los colores y extracciones sociales, así como de todas las regiones, aunque hubo épocas en que el corazón de los liderazgos políticos tenía un fuerte tinte regional.

Lo mismo puede decirse de las actividades productivas. Terratenientes los ha habido siempre de todos los colores en la República Dominicana, lo mismo que campesinos, comerciantes y profesionales, pobres y ricos, sin que ello quiera decir que no hubiera prejuicios raciales o de color, pues éstos también siempre los hubo, y todavía los hay, como una herencia de la época colonial y del mundo de las plantaciones.

Esos prejuicios se exacerbaron después de la matanza de haitianos de 1937 y, sobre todo, a partir de la campaña de dominicanización de las tierras fronterizas que comenzó en 1942, pero nunca hasta llevar al extremo de crear castas o líneas de separación política basadas en el color de la piel, como ocurría en Haití.

Una prueba de ello es la enorme ascendencia política de hombres de color como Gregorio Luperón, Ulises Heureaux, Rafael Trujillo y José Francisco Peña Gómez, para mencionar sólo a los más sobresalientes que, por momentos, encarnaron la nación dominicana o sus más altas aspiraciones.

De haber existido castas raciales en la República Dominicana, estos hombres, y muchos más como ellos, nunca hubieran ascendido a las posiciones señeras que ocuparon, y nunca habrían dejado las huellas que dejaron en la formación de la nación dominicana.

¿Puede decirse, entonces, que en la República Dominicana existe una "democracia racial", como en un tiempo se llegó a argumentar, impropiamente, que existía en Brasil?

La respuesta es negativa por muchísimas razones que tendremos que exponer en un próximo artículo pues el espacio disponible para éste se nos ha terminado.

La guerra dominico-haitiana consolidó esos sentimientos nacionales a partir de las diferencias más evidentes entre ambos pueblos, y estas diferencias, según eran percibidas entonces, descansaban más en el contraste cultural que en la raza pues, para entonces, la mayoría del pueblo dominicano era mulato o negro y solamente una minoría podía considerarse como blanca.

En pocas palabras, la nación dominicana no nació con una fundamentación ni con un discurso racial o racista pues para ser dominicano, tanto al principio como durante todo la historia posterior, nunca fue ni ha sido necesario ser definido como blanco, criollo, negro o amarillo, sino simplemente como nacido en esta tierra.