Pedro Peix: anécdota, obra y leyenda
Con Pedro Peix se va una de las plumas más potentes y disidentes de nuestra historia literaria. Fue un rebelde motivado y consciente. Vivió para luchar, desde su escritura, contra los paradigmas que consideraba que estorbaban la existencia. Hizo de su pensamiento literario un escudo contra los fantasmas sociales e ideológicos que poblaban permanentemente su territorio de rebeldía. Escritor completo y cabal, pudo haber sido en cualquier latitud fuera de nuestro cerco isleño, un ensayista celebrado. Poseía todas las cualidades para serlo, las mismas que acompañaron su escritura narrativa.
Pedro Peix es anecdotario y leyenda. Su historia personal está llena de sucesos, de variados matices, con los que se construye una biografía que en el ámbito de la sociedad de escritores nuestra probablemente no tenga parangón. Esos anales edifican el carácter del hombre frente a su escenario social y de cara a los convencionalismos y acomodamientos humanos con los cuales nunca pareció sentirse a gusto. La leyenda que forjó la hizo a pulso durante años de intenso discurrir sobre las grietas de la multitud que pasó a su lado sin que él ni siquiera se inmutase; sobre los veleidosos trajines del tiempo contra los que, con sus protagonistas, blandió siempre su látigo verbal; y con una cólera andarina que caminaba con él por todos los reductos de la ciudad con cuyas frivolidades nunca buscó reconciliarse.
El anecdotario queda pues para escribir, algún día, su biografía humana. La leyenda que estuvo viva con él durante su existencia, y que no muere con su muerte, reúne la carga de su carabina de sueños, que los tuvo, de su explosiva montadura en los rieles de sus fulminantes relámpagos, y del paredón ético que aplicó contra su propio entorno social y literario, frente a linajes, fullerías, timos y fulguraciones que solía llamar impías. Ahí están y estarán: anécdota y leyenda como contraparte humana, e ideológica si pudiese llamarse de este modo, a un ejercicio literario que en él fue recostadero para ignorar la befa de la pequeñez ignara, lidia para sacudir cimientos y oficio cáustico para desestimar las avenencias y las conveniencias.
Ningún escritor, empero, trasciende su leyenda, y el anecdotario que la construye, sino es dueño de una obra literaria trascendente. Si esta última no existe lo que queda es un clown, un cotilleo para la tertulia gozosa o una procacidad para la chercha. Y ese no es el caso de Pedro Peix. Prefiero quedarme con su obra, que siempre me ha parecido sustanciosa y elevada. Y en esa obra inscribo su leyenda como un acopio complementario que engrandece y hace perdurable el oficio que signó su vida, sus luchas interiores, sus combates, sus esencias. Sola, la leyenda no se sostiene. Se levanta, erguida, con sus ascensos y descensos, solo cuando la obra otorga carácter de permanencia a esa leyenda. Y a esta obra, vamos.
Nadie reparó el año pasado que Pedro Peix cumplió cuarenta años de ejercicio literario. Se estrenó como escritor en 1974 con una novela erótica, “El placer está en el último piso”, una pieza que estructuró sobre lo que él mismo denominó “el vasto universo del sexo” y “el goce ilimitado de los sentidos”. No hay otra igual en nuestra literatura. Tres años después aparece su primer volumen de cuentos bajo el título “Las locas de la Plaza de los Almendros” (1977) y comienza a situarse su nombre entre los cuentistas importantes de esa época, tarea que irá ampliando con otros títulos que casi adquieren la categoría de memorables, porque en ellos se encuentran piezas que hoy deben figurar, con todo derecho, entre los más altos de la narrativa corta dominicana. Citamos: “La noche de los buzones blancos (1980) y “El fantasma de la calle El Conde” (1987). Hay dos libros que Pedro quiso llamar novela corta, y créanme que casi estoy convencido que sí lo son, aunque no pocos ripostaron que no eran más que cuentos largos. ¿Y qué más da? Para mí, dos joyas de esas que quedan en nuestra literatura para el disfrute, el debate y el análisis, que para eso y no otra cosa se ejerce el oficio de la escritura. Se trata de “Los despojos del cóndor” (1983) y “Pormenores de una servidumbre” (1985). En ese momento, Pedro Peix está ya en la cresta de la ola. Es objeto de la atención crítica, lectura obligada de su tiempo, centro de discusión; comienzan a llegarle las diademas pero también las llamas. De pronto, el ambiente se enrarece, surgen conflictos donde casi corre la sangre. Pedro sabrá defenderse. A capa y espada.
Seguirá incidiendo. El aire sesentista lo arropa, pero su debut es en los setentas y los ochentas es su jubileo. Es su década consagratoria. Rey indiscutible de los premios anuales de Casa de Teatro, alcanza otros lauros importantes. Junto a sus libros mencionados, publicará su otra novela, “El brigadier”, subtitulada “La fábula del lobo y el sargento”, su único poemario, “El paraíso de la memoria”, y su célebre antología de cuentos “La narrativa yugulada”, un auténtico acontecimiento, donde figuran los que debían figurar, en una selección que, todavía hoy, es referencia obligada. En ese mismo decenio, como si de un tropel apresurado de conquistas se tratara, publica junto a Tony Raful otro libro referencial: “El síndrome de Penélope en la poesía dominicana”, una antología básica de poesía dominicana.
No faltaba más. Eso parecía. La obra literaria de Pedro Peix estaba hecha. Cuando llevaba años sin publicar hizo su aparición “El clan de los bólidos pesados”, una novela (quiero llamarla así) salida de cauce. Decir experimental es trillar una cursilería. Delirante, irreverente, el “capo imaginante, liquidador de quimeras” biografiaba su rebeldía, sus dolencias y sus tormentas siderales. En un volumen exquisitamente editado por el propio autor, encerró con el texto demoledor un conjunto de imágenes jacareras, indecorosas, profanas, de esas que producen regurgitaciones, flujos y tembladeras. Fue su despedida de la literatura. Corría el 2010. Cinco años antes de salir de este mundo. Justo allí preludió su final. Esto dijo: “Es un hecho cierto que Pedro Peix llegó al planeta a mediados del siglo XX y que murió o deberá morir en el 2010 o en los primeros lustros del nuevo milenio. Si después de esta fecha alguien lo ve con vida o caminando por la Zona Colonial, seguro que ya se convirtió en ‘El fantasma de la calle El Conde’, un prófugo del amor, un seductor de quilates embriagado entre el sudor y la hez de la Maligna, para otros un misántropo urbano dando vueltas en su enloquecido mapa de tugurios, y para otros más un mito abyecto, ya descristianizado por el Index de la Cólera, o finalmente un romántico y altivo alter-ego de la muerte”.
Hace unos días decidió partir. Es un decir. Pienso que hace tiempo que había hecho mutis para la sociedad literaria y para el país cultural dominicano. Desde que se encerró en sus laberintos y puso punto final a sus figuraciones públicas. Ahora ha muerto con certeza para que comience a crecer la gran obra que su vida y su trajinar produjo. Una obra narrativa que está ahí para ser releída y evaluada con justicia y sin empequeñecimientos que no merece. Y una obra ensayística, distribuida fundamentalmente en periódicos y, en los últimos años, en sueltos que distribuía en la calle El Conde, que merece ser recogida porque es tan sustancial y valiosa como sus cuentos, largos o cortos. Hace rato que alcanzó un puesto de honor en nuestra narrativa y en nuestra ensayística. Como hace rato que merecía el Premio Nacional de Literatura que iba a llegarle, con toda seguridad, muy pronto. Creía desde hacía años que moriría joven. Y casi parecía anhelarlo. Hace más de veinte años me dejó como legado un archivo fotográfico con sus textos, de tono controversial pero con su perspicacia avasalladora, para que yo los publicase después de que él muriese. Impresionado por su muerte, cuando hace apenas un par de semanas que murió su madre a quien él tanto atesoraba, he de recordarlo, al igual que debe hacerlo toda la comunidad literaria del país dominicano, con su más valiosa virtud: su capacidad y brillantez como escritor y los aportes que hizo, sin reproche alguno, al decurso de nuestra narrativa. De Pedro Peix habrá de seguirse hablando por mucho tiempo.
Sugerimos la lectura de “El amor es el placer de la maldad”, una reunión de todos sus cuentos, incluso los no publicados en libro, compilada por Jimmy Hungría. Ediciones Ferilibro, 2006; 576 pp.
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