Osos hambrientos

Dejémonos de boberías y reconozcamos que la jugada fue maestra. No importa que algunos de nosotros recelásemos, inicialmente, y escondiésemos nuestra incomodidad en la opinión, vertida discreta y respetuosamente, claro está, de que el nombramiento de un sacerdote en un puesto diplomático podía levantar ronchas entre los ortodoxos y tradicionalistas. La vida nos demostró que no teníamos razón y que el Jefe, como siempre, es un genio para los movimientos inesperados y los golpes preventivos.

La verdad es que la situación en New York se nos estaba tornando complicada y los laborantes y conspiradores antipatrióticos iban ganando terreno en vísperas de la primavera, como esos osos que salen de sus madrigueras, tras un prolongado ayuno invernal, macilentos y estragados, buscando comida, a como diese lugar. Así mismo andaban por las calles de esa urbe faraónica los remanentes de los confiteros, los comunistas vocingleros y toda suerte de busca vidas y saltimbanquis que lucran con la política, mucho más si ella está enfilada contra la magna obra del Generalísimo.

Debo ser sincero y reconocer que llegué a perder los estribos al ver que ninguna de las medidas tradicionales daba los resultados esperados, mientras que los reproches e insultos más duros subían de tono en el Despacho Presidencial. Y claro está, sudábamos la gota gorda, parados en atención y mirando al frente, cada vez que nos convocaba el Jefe, quien blandía el rollo con los últimos reportes de inteligencia llegados desde los Estados Unidos, como si fuese una maza de combate en sus manos, con la cual nos machacaba, inmisericordemente, mientras nos llamaba, cuando menos, "lambones ineptos, charlatanes babosos y pendejos, hijos de mala madre".

Y así fue como el presbítero Baltodano fue enviado a esa ciudad que ya creíamos perdida, con sus suaves maneras, sus cuidadas expresiones, su amplia cultura artística y su penetrante mirada, cualidades todas que le habían reservado un lugar entre los intelectuales del país y que supo, de inmediato, poner al servicio de la defensa de nuestra causa.

La primera señal de que no se trataba de una nulidad más, pegada como sanguijuela a la teta de un cargo en el servicio exterior y tampoco un camorrista quebranta-huesos, al estilo Bernardino, la tuve cuando me tocó leer, antes de pasarla al Jefe, la primera carta que le enviase, tras ser nombrado Cónsul General y que tenía fecha del 3 de marzo de este año de 1955.

"Esta es la primera carta que le dirijo -escribía- después de que me honró y favoreció al recomendarme para el puesto de singular confianza que hoy desempeño... Cumplo con informar -concluía, tras pasar revista a asuntos de rutina- que el día 24 de febrero se presentó en mi despacho el señor Armando Facundo González expresándome su vivo deseo de rectificar sus pasados extravíos políticos y le sugerí escribirle una carta".

Lo genial, como percibí de golpe, no era el agradecimiento de rigor y las obligadas muestras de lealtad y gratitud al Jefe. Eso sobraba y no había que ser un genio para prodigarlas. Tampoco que, apenas llegando, había logrado captar la confianza de un adversario, que abjuraba de sus pasadas posiciones políticas y declaraba acogerse al magnánimo perdón de La Persona. Eso no era común, pero tampoco excepcional. Lo verdaderamente nuevo aquí estaba en esa línea final, en la sugerencia, no es difícil imaginar que en tono paternal y con ojos vueltos al cielo, donde se sugería, fíjense bien, sugería, no imponía, ni ordenaba al infractor arrepentido, que debía mandarle una carta personal al Jefe, solicitando su perdón. Como se espera de todo hijo pródigo antes de ser recibido en los brazos de un padre amoroso.

Entrenado como estoy en las labores de inteligencia, graduado como soy en la Academia de West Point, y gozando, como gozo, de la confianza del Jefe, pocas cosas podían sorprenderme ya, pero he de reconocer que la serena eficacia del presbítero Baltodano y su exacto sentido político al tratar a esta caterva de enemigos arteros e hipócritas, forzándolos a dirigirse, directamente al Jefe y por escrito, me hicieron llegar a la conclusión, de un solo golpe, de que estábamos en presencia de un natural, esos seres que nadie ha formado en lo que mejor saben hacer y a los que nadie debe preguntar por qué lo saben. Simplemente, están en estado de gracia.

Y si me quedaba alguna duda, la carta que el tal Armando Facundo González, buena perla, como consta en nuestros archivos, le envió al Jefe, con fecha 17 de abril, terminó por convencerme:

"Dominicano de Montecristi y ausente del país desde 1935 -comenzaba- participé en la guerra como miembro del Ejército norteamericano y fui embarcado por la propaganda falaz de los mercaderes del exilio, participando en las actividades subversivas de Cayo Confites, como instructor militar y como teniente del batallón "Máximo Gómez"... Su obra me ha hecho recapacitar y reconocer mis pasados yerros -continuaba su mea culpa, y no era difícil percibir, tras sus trazos, la dulcemente admonitoria mano del presbítero y su propia prosa decantada y elegante-, arrepintiéndome de los equivocados pasos que la propaganda maligna me hizo dar, y pedir las disculpas correspondientes a la nunca desmentida magnanimidad de Vuestra Excelencia, en la seguridad de que en mí encontrará un decidido admirador y leal amigo. Quiero cerrar filas junto al Partido Dominicano y espero regresar pronto al país para montar en mi pueblo una bomba de gasolina y un taller para autos, si su largueza proverbial me lo permite, con un modesto aporte en metálico que le solicito como adelanto..."

Debo reconocer que, al concluir la lectura de esta carta, aplaudí. Sí: aplaudí en la soledad de mi despacho, causando estupor en mi ayudante, quien jamás presenciaba efusiones en mí, la máquina analítica y flemática que soy, tal y como fui formado y que eran los rasgos que más apreciaba a su lado alguien tan visceralmente pasional, para decirlo mediante respetuoso eufemismo, como era el Jefe.

Detrás de las sutilezas escritas por aquel buen pastor y calzadas con la firma de una oveja descarriada que regresaba al rebaño, aprecié, en su justo valor, la ironía burlona de una mente superior, subyugando, con modales de terciopelo, a un veterano de guerra y hombre de acción; haciéndole inclinar la cabeza ante la majestad del Jefe, sirviéndoselo en bandeja, como si fuese un cordero pascual y todo en la más santa paz y como si se oyese, de fondo, una música celestial.

Como si aquello no fuese suficiente, unos días después recibimos otra carta de nuestro flamante Cónsul General en New York, con precisiones y promesas aún más suculentas. "Este señor González, está estrechamente vinculado por lazos de parentesco con reconocidos militantes enemigos del orden y la paz que Usted ha traído -puntualizaba-. Me ha prometido ponerse en contacto con dichos señores con objeto de ver si los puede disuadir de su actual ciega actitud... Desea ponerse a su servicio".

Volví a aplaudir y no podía menos que hacerlo. Era de esperar, pensaba, adelantándome a los acontecimientos, que los excelentes resultados que se auguraban de la labor comenzada en New York, aplacarían, de una vez por todas, los furores del Jefe y gozaríamos de alguna calma, aunque siempre nos supiésemos, como nos sabemos, en la cuerda floja de sus exabruptos. Pero me equivoqué...

Apenas habían transcurrido diez minutos desde el momento en que, con todos los detalles de rigor y los encomios a su visión estratégica, deposité el dossier del caso sobre el amplio escritorio del Generalísimo, cuando escuché su inconfundible voz colérica, cargada de presagios negativos y antesala de una ineludible escena de pavor, clamando por mi inmediata presencia ante él. Ya, en su despacho, parado en atención, tras rociarme con andanadas de palabras muy duras, algunas dirigidas a su nuevo representante consular en New York, tuve que tomar el dictado de su carta de respuesta, no al tal González, "...con quien ya ajustaría cuentas en casa", sino al presbítero Baltodano, la que rezaba así:

"Aprecio en su justo valor, la política de acercamiento que está Usted llevando a cabo, pero he observado que los que han sido enemigos y se acercan al Gobierno, inmediatamente están necesitados de dinero, a pesar de discurrir su vida anterior, normalmente, por lo que parece que esta gente se acerca con fines especulativos..."

En las palabras finales que pronunció, que por supuesto no me atreví a poner en la carta de respuesta, reiteraba, temblándole la barbilla de cólera mal contenida y con los ojos inyectados en sangre, que "...estos lambones ineptos, charlatanes babosos y pendejos, hijos de mala madre", se habían pensado que a él le caían los cuartos del cielo y no tenía que sudarlos; y que si seguían pidiendo dinero, tratándolo como si él fuese una ruleta o una mesa de bingo, ya les daría su merecido a plomazo limpio.

"...Y de esto no excluyo a los que aplauden las chorradas que leen, como si estuviesen en el circo, carajo, en vez de quitarme de arriba a tantos alacranes" -sentenció, finalmente, mirándome a los ojos.

Detrás de las sutilezas escritas por aquel buen pastor y calzadas con la firma de una oveja descarriada que regresaba al rebaño, aprecié la ironía burlona de una mente superior, subyugando a un veterano de guerra y hombre de acción; haciéndole inclinar la cabeza ante la majestad del Jefe, sirviéndoselo en bandeja, como si fuese un cordero pascual.

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