Ni blanco ni negro, ambos

Si abreviásemos el rosario de asechanzas contra la sociedad democrática, la intolerancia sería el resumen más acabado. Crímenes horrendos, sinrazones espantosas, injusticias escandalosas y, en fin, el grado supremo de estulticia se imbrican en la incapacidad de entender que la diversidad es fuente de riqueza. Y que la diferencia con el otro puede ser tanto aprendizaje como afianzamiento de lo ya aprendido.

Daba en el blanco la princesa Diana cuando decía que el gran problema del mundo era la intolerancia, y servía de eco fiel a Mahatma Gandhi al definirla como falta de fe en la causa propia, y también como forma de violencia y obstáculo al desarrollo de un verdadero espíritu democrático.

No necesariamente la religión es madre nutricia de la intemperancia. Empero, la historia reciente y pasada rebosa ejemplos de crímenes, atropellos y violencia a cuentas de la fe. El convencimiento profundo de que se está en posesión de la verdad absoluta desemboca a menudo en proselitismo. Si fracasa el empeño, sobreviene entonces la pretensión de imponer forzosamente la doctrina o la causa. Sin importar el método.

In illo tempore, asentí a una cena hogareña para uno de esos grupos de oración tan de moda en estos días en que un número creciente busca respuesta a las dificultades cotidianas y aprensiones sociales en los textos bíblicos, y al que pertenecía sin objeción alguna de mi parte la compañera de entonces. Mi padre se cuidó de que la consideración a las ideas del otro, incluida la práctica religiosa o política, estuviese presente en mi código genético. Con el paso de los años, esos genes han adquirido categoría de dominantes. La co-anfitriona había advertido de mi agnosticismo a sus contertulios bíblicos y de que, en consecuencia, no ensayaran conmigo propósito evangelizador alguno, por lo que había de antemano un entendido de respeto mutuo. Pacta sunt servanda. La santidad de los contratos no es extraña al cristianismo y San Agustín lo dejó muy en claro.

No bien me senté cuando mi vecino con amabilidad fingida disparó a quemarropa la clásica pregunta sobre mis creencias, sin reparar en la calidad de los alimentos y los vinos a disposición de comensales en preparación constante para la otra mesa, la celestial. Los entrantes y el plato principal vinieron en la sucesión debida, y la prédica continuaba sin amagos de final, quizás estimulada por la paciencia que todo anfitrión debe cultivar incluso frente al invitado más necio. Me supo tan dulce como el postre la intervención de una señora, cuyo nombre, elegancia y sentido común no olvido, quien piadosamente me salvó del infierno en mi propia casa al llevarse a su mesa mi torturador.

Me ocurrió igual en mi Londres de estudiante y un amigo italiano, aspirante a capitán de cruceros, con quien tenía afinidad. Sabedor de mis preocupaciones sociales, me invitó a una reunión con el pretexto de que se trataba de un grupo de gentes amenas, con formación, y que discutían los problemas de actualidad en una atmósfera relajada. Dije que sí, con la mala suerte de que la fecha acordada coincidió con uno de los días más gélidos de ese invierno de espanto. Había nieve por doquier y la dirección quedaba en un barrio desconocido para mí, muy alejado de donde vivía.

Arrastré conmigo a mi otra compañera del otro entonces a una peripecia de navegación terrestre sin el beneficio del GPS actual. La sorpresa nos enfrió aún más a ambos cuando llegamos a la casa, de dueño evidentemente acomodado y aristocrático. La pseudo reunión consistía en el rito de una comunidad pentecostal. Inmediatamente caí en cuenta de la encerrona y el propósito verdadero detrás de la invitación. Contrario a mis instintos que demandaban un repliegue inmediato, el recuerdo demasiado reciente de la calle helada y los patinazos en la nieve calmó la ebullición de la sangre caribeña. Agotados el cancionero religioso y la torre de babel de la glosolalia de algunos en trance, se sirvió un almuerzo generoso y hasta algunas copitas de jerez manso. Por separado, tanto a mí como a mi pareja nos hicieron la misma pregunta tras asegurarnos que el Espíritu Santo había estado presente: si habíamos sentido la presencia divina. En la Inglaterra educada las respuestas son siempre corteses por lo que la ocasión ameritaba un subterfugio: aún no habíamos llegado a ese grado de perfección en la conquista de nuestras debilidades terrenales.

Esos intentos torpes por cambiar creencias o enrolar nuevos feligreses en una denominación religiosa no pasan de simples molestias. Como la que infieren esos misioneros que un domingo cualquiera tocan a media mañana a las puertas del hogar en paz para ofrecer literatura afín a sus convicciones, o improvisar un sermón sin importar que el cuerpo aún huela a sábanas, los ojos pertenezcan a Morfeo y el Señor haya decretado el descanso semanal. La intolerancia deviene peligro grave cuando sus engendros pretenden uniformar a la sociedad con sus dogmas y reglas, sin dejar espacio alguno a la disidencia o a otros puntos de referencia para la colectividad.

En estos pueblos donde el cristianismo sentó reales al compás de la espada, la cruz fue yugo y el proceso civilizatorio, calvario, se tiene la osadía de apelar a la tradición para encubrir los propósitos de la cruzada. Ya no es Jerusalén, que bastantes problemas tiene con los asentamientos judíos y los reclamos de los palestinos, sino el proselitismo forzoso por vía de las leyes, constituciones y ocupación total de los espacios reservados al diálogo abierto, al intercambio de opiniones, a la búsqueda de soluciones al margen de colores partidistas o religiosos. La intolerancia de siempre aunque el pastor no vista sotana.

Con el correr de los años, la Iglesia Católica se ha vuelto más belicosa en la defensa a ultranza e implantación de sus mandamientos y doctrina. El camino escogido no ha sido el democrático y el respeto al derecho ajeno, que al decir de Benito Juárez es la paz. Se ha decantado, -o por lo menos la sección más vociferante aunque minoritaria-, por la confrontación, el conservadurismo, la denostación del contrario y el púlpito como extorsión y adelanto del infierno. Ahí radica la diferencia con otras denominaciones tan o más cristianas, imbuidas del espíritu pacífico, de hermandad, humildad y paciencia que destila la parte más substantiva de la enseñanza evangélica. Esas iglesias han evolucionado con los tiempos y acomo- dado su liturgia y orientaciones a las corrientes de modernidad y cambios que se deslizan raudas y fuertes en la mayoría de las sociedades occidentales, la cuna y espacio por excelencia del catolicismo.

No es de extrañar, pues, que un obispo diocesano episcopal, el dominicano Julio César Holguín, privilegie la educación sexual y el diálogo. No yerra en su apreciación: el conocimiento de la sexualidad y cómo se manifiesta en las diferentes etapas del ser humano conduce a un ejercicio ciudadano mejorado, con menos embarazos no deseados, menos violaciones y agresiones contra la mujer. Un mormón, caso del fallido aspirante a la presidencia norteamericana, Mitt Romney, apuesta por el matrimonio tradicional pero también por el final de la discriminación por razones de preferencia sexual. Aunque la familia reducida no sea un objetivo deseable en la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días -tiene cinco hijos-, al exgobernador de Massachusetts no se le ocurriría traspasar sus creencias a la esfera pública y patrocinar que en África, por ejemplo, la cooperación norteamericana excluya la repartición de condones con miras a contener la epidemia de sida.

Debo confesar que nunca había oído hablar de Reinhold Niebuhr hasta que mi hija Carla, siempre a la caza de una buena lectura, me enviara la lista de los libros favoritos de Bill Clinton, entre los cuales figura Moral Man and Inmoral Society: A Study in Ethics and Politics. Publicado en 1932, el tratado revela el pensamiento ilustrado de un teólogo y filósofo cristiano profundamente comprometido con su fe, pero también depositario de una apreciación liberal de la sociedad, sus problemas y complejidad. Ideas revolucionarias para su época, marcada por la intolerancia racial y una religiosidad mal entendida. Lo que encontré en el texto desde las primeras páginas fue la exaltación de la libertad como atributo esencial del hombre e indisolublemente vinculada a la creatividad, pero sin dejar de reconocer el enorme potencial de destrucción que albergamos bípedos y bípedas.

Niebuhr atribuye a la grandeza humana los cambios históricos y las innumerables posibilidades de desarrollo. Para él, ese poder creativo, espiritual por supuesto, es la imago Dei, o sea, la imagen de Dios en los seres humanos. De ahí se desprende la capacidad de autotrascendencia, de comprender nuestro entorno, circunstancias presentes y pasadas y proyectarlas hacia el futuro. Residen ahí la libertad, la imaginación, la razón, el juicio y la posibilidad moral. "Porque los humanos son espiritualmente libres de las ataduras de su lugar espacio-temporal (spatio-temporal locus) y así son capaces de lo nuevo, y por tanto, de forzar en cada momento el camino a seguir".

Hay un viejo debate sobre si la razón, para identificar de otra manera a la ciencia, aporta con exclusividad la necesaria objetividad e imparcialidad para el manejo de la sociedad democrática. Surge, como contrapartida argumentativa, la posición de los cristianos liberales como Nieburh que reconocen sin tapujos el daño causado por el dogma y el autoritarismo religioso: libre de esas máculas, tolerante de los puntos de vista de los demás, la religión tiene un espacio en la historia social y una base para el objetivo trascendente de la salvación. Porque también en nombre de la razón se han cometido atropellos mayores y perseguido las causas más abyectas.

Ausentes las posiciones inflexibles o pretensión alguna de poseer la verdad absoluta: "Las esperanzas y expectativas de una sociedad ideal, a través del desarrollo de las capacidades morales del individuo, han sido procreadas e incentivadas tanto por los hombres religiosos como por los racionalistas e idealistas". Ergo, no hay una frontera infranqueable entre la fe y la razón, salvo, apunto con mi atrevimiento inveterado, cuando la primera subvierte las instituciones al pretender insuflarles una moral que es individual y privada, y por tanto inadecuada como regla superior de la sociedad toda. "No hay remedio contra la interpretación de lo absoluto en términos de una perspectiva moral defectuosa; y el error y el vicio humano pueden ser revestidos por la religión con ropajes de magnificencia divina y dotados con el prestigio de lo absoluto". La preferencia de Clinton por ese tomo culto de Niebuhr me ha quedado claro: le ha permitido compatibilizar su fe con posiciones y acciones públicas de vanguardia, como su defensa del matrimonio entre personas de un mismo sexo, la educación sexual, el aborto calificado, los derechos de las minorías y tantas otras causas nobles.

En la aceptación de la diversidad y del entendido que el uniforme no se hizo para la sociedad democrática radica la posibilidad real de superar los conflictos y acomodar las leyes y normas en función de un bien común, sin importar credos o convicciones políticas. Gobernar y legislar en función de una religión, con las falencias propias de toda construcción filosófica o pensamiento fundamentado en la fe, fallas de las que tampoco escapa indemne la razón, es un paso en firme hacia la restricción o abolición de las libertades. La moral religiosa tiene su hogar adecuado en la esfera privada, y de ahí que la separación entre Estado e Iglesia continúe como garantía invaluable en toda democracia.

En la aceptación de la diversidad y del entendido que el uniforme no se hizo para la sociedad democrática radica la posibilidad real de superar los conflictos y acomodar las leyes y normas en función de un bien común, sin importar credos o convicciones políticas.