Medio Siglo de Soledad

García Márquez con Cien Años de Soledad.

El 23 abril del 2007, con motivo de la celebración de la X Feria Internacional del Libro de Santo Domingo y del 40 aniversario de la primera edición de Cien Años de Soledad realizada por Editorial Sudamericana de Buenos Aires en mayo de 1967, la dirección de Diario Libre solicitó a un grupo de escritores dominicanos exponer brevemente sus impresiones personales sobre esta obra maravillosa de Gabriel García Márquez (1928, Aracataca-2014, Ciudad México) que ha impactado desde entonces las letras universales, al grado de acreditarle méritos suficientes –junto al conjunto de su prolífica producción literaria- para la obtención del Nobel de Literatura en 1982.

Más de un centenar de ediciones y 50 millones de ejemplares vendidos a lo largo de esta media centuria –sin computar las numerosas impresiones piratas que este fenómeno editorial motorizó, como sucediera con la china de 1984 que se colocó por millones, los sobretiros que practicara la colombiana Oveja Negra que llevaron a un juicio entre el autor y los editores, así como algunas de factura criolla perseguidas también judicialmente- han universalizado en las varias lenguas que parla el planeta la magia subyugante que arropa el mundo garciamarquiano, contenido en ese Macondo alucinante que nos conquistó con fiereza en nuestra ya distante adolescencia.

En 2007, celebrando los 80 años del autor, la Real Academia Española realizó una edición especial empastada con tiraje de un millón de ejemplares, acompañada de varios estudios de especialistas, que se vendió a precio subsidiado, como se ha venido haciendo con otras ediciones conmemorativas. Simultáneamente, en Cuba se llevó a prensa una versión ilustrada de Cien Años de Soledad en homenaje a esta pieza singular de la literatura latinoamericana y como festejo al autor, un escritor vitalista vinculado al proyecto de la Escuela Internacional de Cine y Televisión que opera en San Antonio de Los Baños y quien mantuvo una íntima amistad con el líder de la revolución cubana Fidel Castro, a cuya causa política prestó el prestigio de su nombre en múltiples ocasiones.

El llamado de Diario Libre, con Adriano Miguel e Inés a la cabeza, fue respondido por unos entusiastas Andrés L. Mateo, Avelino Stanley, Carmen Imbert Brugal, Diógenes Céspedes, Freddy Ginebra, José del Castillo, José Mármol, José Rafael Lantigua, Luis Arambilet, Manuel García-Cartagena, Marcio Veloz Maggiolo, Pedro Antonio Valdez y Adriano Miguel Tejada, quienes accedieron a “describir su historia de amor con esta novela mágica”, tal como se consignó en su momento. Concurrieron a realzar la calidad gráfica de ese proyecto de difusión cultural masiva los talentos de los artistas plásticos Danilo de los Santos (Danicel), Said Musa, Mirna Ledesma, José Cestero, Ricardo Toribio y Elizam Escobar, quienes aportaron ilustraciones inspiradas en la temática de la obra de García Márquez. Alentados por los galeristas Juan José Mesa y Fernando Casanova.

El resultado fue la conjugación feliz de texto y arte gráfica en un suplemento especial de singular calidad que llenó el cometido de rendir homenaje a un libro que catapultó en la industria editorial el boom de la narrativa latinoamericana. Poniendo de este modo al alcance del público el testimonio de su calado entre varias generaciones de escritores y artistas locales, tocadas por el embrujo envolvente de esa simbiosis de cruda realidad histórico cultural e imaginación desbordada que caracteriza la narrativa de García Márquez.

Dado que no puedo reproducir el conjunto de los textos y artes de este coleccionable de Diario Libre, remito a mis lectores a la modesta contribución que realizara entonces, titulada “40 Años de Soledad Compartida”. Un relato testimonial condensado de mi experiencia primaria con la obra del Gabo, al despuntar el invierno en el Cono Sur. En aquellos años 60 repletos de contingencias tumultuosas y utopías redentoras.

“Santiago de Chile, junio de 1967. Tenía 19 años y era estudiante de sociología en la Universidad de Chile. Acostumbraba visitar la Librería Universitaria ubicada en Alameda a dos cuadras de mi apartamento. En una mesa de novedades encontré Cien años de soledad recién editada por Sudamericana. Nos hallábamos en período de exámenes y debía concentrarme en repasar textos académicos y notas de clases. Sin embargo, la novela me atrapó y la leí casi de un solo tirón. Desde el primer párrafo sentí la fuerza subyugante de la narración garcíamarquiana. Ante el pelotón de fusilamiento no estaba el coronel Aureliano Buendía, sino mis bisabuelos, los generales Benigno del Castillo y Manuel Rodríguez Objío. Uno ejecutado junto a Sánchez por órdenes de Santana, el otro en solitario por mandato de Báez.

Personajes que desfilaban en la saga macondiana tenían una réplica inmediata entre miembros de mi familia. Úrsula Iguarán era Mamacita, la tía paterna generosa que acogió en su casa grande a los vástagos de sus hermanos, asesinados por Trujillo. O mi hacendosa abuela Emilia Sardá Piantini, criando hijos y nietos. Ambas tenaces, intuitivas, con don de autoridad. Los ayuntamientos endogámicos de Macondo eran los mismos que viví en San Carlos. Primos con primas. Algunos tarados. En la imaginería del autor era el fenómeno de la naturaleza nacido con rabo de cerdo. La fecundidad del coronel Aureliano Buendía –quien tuvo 17 hijos con igual número de mujeres- semejaba la leyenda de padrote multiplicador de un tío.

El contexto de violencia, la plantación bananera, la novelería aldeana y las supersticiones, me remitían a la historia dominicana con sus horrendas dictaduras, a los ingenios azucareros y al espeso contagio de la cultura de barrio de puertas abiertas y sociabilidad amable en la que me formé, con sus historias de muertos y aparecidos. Era como si, de repente, todo el mundo vivido y el contado por mis mayores se me revelaran en las páginas de un libro cautivante y maravilloso, en el cual los personajes circulaban en dimensión atemporal.

Tras el éxito editorial inicial, Sudamericana reeditó otras obras de García Márquez -El coronel no tiene quien le escriba, Los funerales de la Mamá Grande, La hojarasca, La mala hora- que devoré con fruición, bocetos primarios del gran mural que es su obra mayor. Luego vendrían La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, El otoño del patriarca, Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Doce cuentos peregrinos.

Ya entonces el mundo garcíamarquiano era tema de conversación cotidiana en las calles de Hispanoamérica, simiente de cumbias y vallenatos, de debates literarios y estudios académicos. Había nacido el mito que lo catapultó al Nobel.”

Un mito que se forjó desde el primer párrafo de Cien años de soledad:

“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarías con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades...”