Mariano Lebrón Saviñón: el fuego de la palabra peregrina (1 de 2)

La fuerza del poema radica, sustancialmente, en su lenguaje y en la forma en que ese lenguaje transmite una esencialidad y una visión del mundo y de la vida. El poema es un diálogo cruzado entre la palabra y la revelación. El poeta crea una realidad desde el conocimiento y desde este entorno de la conciencia facilita el surgimiento de otra realidad, la de la revelación. No se podrá comprender el alcance del poema, su entidad, sino se alcanza a poseer su unidad, la palabra que crea sus signos y oferta su velo creador.

La trascendencia de un poema y la estatura de un poeta no deben medirse nunca bajo el rasero de las formas y tal vez mucho menos con la aplicación de mecanismos estilísticos, simbólicos, psicológicos o comparativos con otras disciplinas. El poema es mucho más. Es la sustanciación del Yo y sus alcances. Es la transformación del ethos del poeta para transfigurar su relación con la vida y sus trasuntos, y compartir desde la perspectiva de su revelación los envites y cultivos de sus fuegos interiores y el flujo de sus imágenes. “El poema nos revela lo que somos y nos invita a ser eso que somos”, ha dicho Octavio Paz.

Cuando leo un poema, cuando me integro a la lectura de una obra poética, no reparo en formas ni estilos ni en las siempre odiosas e inútiles comparaciones que es propia de algunos ejercicios críticos, de insertar el poema a clasificaciones que creo ajenas al orden poético. Busco lo que el poeta ha deseado transmitir desde su mismidad, la convocatoria que el poema construye para invitarme a descubrir su imaginario, desde el ser y su imagen, desde las coyunturas propias, íntimas y entrañables del hombre o la mujer que, en la poesía y su ritmo, encuentran la manera de transfigurar su existencia y referir la historia de su gravitación humana.

Independientemente de que pueda leerse bajo esas formas y lenguajes, y de que uno termina siendo influido por el estilo y la retórica en la lectura poética, yo leo el poema al margen de psicologismos o sociologismos, incluso sin detenerme en hermetismos o en lo que Paz llama “nomenclaturas tradicionales”. Yo busco en el poema lo que su creador transmite, lo que revela, la biografía que me brinda, el sueño, las afrentas, las escapatorias, las afluencias, la perspicuidad, los resplandores, el ensamblaje de silencios, soledades, sombras, vacíos y estrépitos que la existencia crea y disemina. Un poema o toda la poesía de un poeta pueden no alcanzar las alturas del Machu Picchu, pero puede permitirme conocer la biografía humana y sentimental del hombre o de la mujer que edifica su obra. O puedo conocer sus vaivenes vitales, sus desiertos, su desiderátum, sus quebradas, sus desafíos, su lealtad a un decir y a una querencia resistente. Decía Gerardo Diego que la poesía es un “lenguaje incorruptible”. Y no se corrompe porque es el lenguaje del ser que la habita, del ser que la construye, del ser que la levanta. De ahí, sus incógnitas, sus misterios. En el poema yo descubro la tintura del sujeto que lo enuncia, se me revela el acarreo del que carga sus sentimientos, me conduce al conocimiento de su torrentera. Es hermosa esta definición de Lorca: “La creación poética es un misterio indescifrable, como el misterio del nacimiento del hombre. Se oyen voces, no se sabe de dónde, y es inútil preocuparse de dónde vienen”.

Mariano Lebrón Saviñón hizo del poema una forma de enunciar sus vínculos con el amor. Y esa es su biografía. Su poesía es su biografía desde los caminos devocionales, galantes, estimativos del amor. Es uno de los poetas más coherentes de la poética dominicana. Toda su poesía, hasta la que se interna en las angustias y dolores de la realidad social, está contemplada desde el amor y sus vías. El romanticismo llenó sus alforjas. Y en ese fuego abrasador, sustentó toda su peregrinación poética desde que a los quince años de edad comenzara a dar a conocer sus primeros sonetos. (“No era nadie:/ era el susurro/ de tu voz en la rosa [...] No era nadie,/sólo el fulgor/ de tu recuerdo en la ausencia”.) Y a esa edad tempranera, adolescente en cierne, proclama desde ya lo que fue tema y esencia de su poesía, desde las distintas perspectivas de su abordaje. (“Canéfora de amor/ yo tengo un sueño. [...] Y tremolar de canciones/ y flores en mi cancionero/ y tengo tesoros tuyos:/ los de tus ojos, los de tus senos,/ los de la comba radiante/ de tu vientre pregonero./ Y aún tengo más,/ tengo un sueño”.) Es una proclama. La percibo como un edicto de lo que habría de ser su poesía, del tema, fondo y sustento de la poesía que irá construyendo, paso a paso. Quince años y el peregrinaje inicia teniendo a los “Versos sencillos” de Martí, a la gloria de Antonio Machado y a la muerte de uno de sus íconos irrenunciables, Federico García Lorca, como motivos para levantar su poesía. Cuando cumple los dieciocho, la forma varía, el estilo se ensancha, pero el tema lo persigue, lo arropa, lo conduce. Es la conciencia de su conciencia. Su identidad. Una plenitud que sólo está lista para continuar su derrotero, no para abandonarse a otras cuitas, a otros desafíos. (“Se asombrará la tarde./ Tocaré tierra con mi cara de extraño/ peregrino./ Todo estará igual:/ el rosal, el recuerdo, mi mirada/ y mi anhelo de ayer./ Tendrá el cielo cadencia de ternuras/ Y tú,/ y tú/ ¡quién sabe si me habrás olvidado!”.)

El amor, la soledad, las ausencias, el mar, la muerte: todo lo que a los románticos les fue materia imprescindible de expresión y dominio, serán elementos constantes en la configuración de la poesía de Lebrón Saviñón. A su decir romántico, se le agregará uno propio: el trópico. Un fuego que delinea su peregrinaje, su camino, el fragor de sus canciones. Tiene ya veinticinco años y sigue en sus quince, creciendo. (“Bajo el álamo en flor te di mi beso./ Tú estabas como el canto de la tarde,/ iluminada y pálida y rendida./ Y temblamos los dos en el estanque”.) Es sorprendente, pero cuando tiene apenas diecisiete años, cuatro años antes de que surgiera La Poesía Sorprendida, Mariano Lebrón escribe el que, a mi juicio, es su poema más representativo y una de las piezas que forman parte del conjunto histórico de la poesía dominicana. Con “Me duelen estos hombres”, el poeta parece variar su identificación persistente con la escuela romántica. Empero, el dolor por la observación del drama social se une desde su clamor, al amor por los humildes, aquellos del “montón salidos” que poetizara Federico Bermúdez, otro de los poetas admirados por Lebrón Saviñón. (“Estos hombres me duelen. Vestidos de sudor/ comerán pan amargo y agrio como la vida,/ amasan la caricia del trigo y del amor/ y recogen la ofrenda de un trabajo perdido/ en el vientre fecundo del engaño y el dolor./ Pero ya están pegados a la tierra/ como su complemento [...] Y por eso me duelen estos hombres [...] me duelen en el alma,/ me duelen en el pecho su canto y su mirada”. Y he aquí uno de los trozos poéticos más emotivos y fundamentales de la poesía dominicana: “¡Ay! Esos hombres tristes, montón de piedra dura,/ (arteria de cantera formando su nervura),/ no saben de la dicha, no saben de la gloria. Me duelen en el alma, me duelen en la historia. [...] Y en tanto que ellos sigan sin mañana ni sol,/ me seguirán doliendo, seguirá mi dolor.”)

El peregrino seguirá su camino. Y a los veintiún años –sigue siendo un adolescente- se produce un fenómeno que reseña la historia de nuestra literatura sin otorgarle la importancia que tuvo, en términos simbólicos y creativos, el hecho. Yo lo conté del siguiente modo, hace cuarenta y dos años, cuando salía de la adolescencia, en mi biografía de Domingo Moreno Jimenes. El poeta postumista me lo contó tal cual en su humilde morada del Barrio de Mejoramiento Social. Lo resumo: En 1943, Moreno Jimenes va a ser copartícipe de una experiencia poética muy singular. Se trata de un experimento lírico tridimensional, en el que tres voces actúan de forma conjunta, aunque con acento individual, pero siempre alternada y concurrente. Sus creadores –Mariano Lebrón Saviñón, Alberto Baeza Flores y el propio Moreno- le llamaron Los Triálogos. En Los Triálogos se intenta una poesía de tres caras, de tres posibilidades, según lo definiera el chileno Baeza Flores, donde se va a cuidar mucho la estética expositiva y se va a poner en juego la sensibilidad de los poetas actuantes, una especie de test valorativo del coeficiente creativo del poeta, quien para crear ha de meditar con una rapidez que quepa dentro de la sensibilidad propia de un creador original y trascendente. “Empezamos a caminar –dice Baeza- siempre hablando, como si no existiera el día del pan y de la necesidad. Transfigurados, nos transfiguraba también”, queriendo significar la acción influenciadora de Moreno. “Mariano Lebrón Saviñón –alto, vehemente, escuchador y discurseador. Moreno Jimenes, profético, sentencioso, brillante, augurador-. Yo, bastante hechizado por ese frenesí que iba a desembocar en Los Triálogos”.

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