Lupo, el último de los grandes que nos queda

Lupo Hernández Rueda

Hay una foto de 1948 donde un grupo de alumnos de la entonces Escuela Normal de Varones, que posteriormente sería Liceo Secundario Juan Pablo Duarte, rodea al profesor Carlos Curiel, escritor y periodista muy reconocido, hoy casi olvidado. Con sus uniformes de color caqui y enchalinados, los estudiantes ignoraban al momento en que el fotógrafo pulsaba el obturador que, de alguna manera, esa instantánea iba a tener luego valor histórico, aunque sea una imagen poco divulgada.

El grupo, en los finales del bachillerato, estaba conformado, entre otros, por Guillermo Sánchez Sanlley, Francisco Amiama Castillo, Manolo Tavárez Justo, Marino Vinicio Castillo, Pompilio Bonilla Cuevas, Lupo Hernández Rueda, Juan Alberto Peña Lebrón y José Oliva. Son más, pero mencionemos éstos solamente para darnos cuenta de los distintos que fueron los caminos posteriores de estos jóvenes con edades entre los 17 y los 19 años de edad. Casi todos se graduarían de abogados, pero varios entre ellos alcanzarían notoriedad años después por diversos motivos: participación en la expedición de junio de 1959, liderazgo político, sacrificio guerrillero, oficio castrense, o por el propio ejercicio como profesionales relevantes del Derecho. Pero, todos tuvieron algo en común que hoy prácticamente se desconoce: escribieron poesías. El profesor Curiel los introdujo en el conocimiento de la obra de Manuel del Cabral, Domínguez Charro, Rubén Darío, Gabriela Mistral, Lorca, Elliot, entre otras cumbres de la literatura local y universal. Y además de Curiel, tenían otros profesores de lujo: Pedro Mir, Livia Veloz, Bienvenido Mejía y Mejía, Tulio H. Arvelo (que saldría hacia el exilio para regresar en la expedición de Luperón en 1949), Ciriaco Landolfi y Andrés Avelino, el intelectual del Postumismo que era profesor de Lógica y quien les presentara a Domingo Moreno Jimenes.

De todo ese convite, dos de ellos pasarían a ser parte de la denominada Generación del 48, pues en ese mismo año se fundaba el diario El Caribe y doña María Ugarte, que apenas tenía ocho años de haber establecido residencia en nuestro país, le abrió las puertas a los jóvenes que constituían ese taller poético al través de la Página Escolar que coordinaba en ese periódico. Ellos son Hernández Rueda y Peña Lebrón, a los que se unirían Máximo Avilés Blonda, Ramón Cifré Navarro, Abel Fernández Mejía, Juan Carlos Jiménez, Rafael Lara Cintrón, Luis Alfredo Torres, Rafael Valera Benítez, Abelardo Vicioso y Víctor Villegas, aunque hay otros tres que abandonaron el grupo pero que fueron parte integrante del mismo: Guarocuya Batista del Villar, Rodolfo Coiscou Weber y Francisco Carvajal Martínez.

Del grupo central, solo dos están vivos: Lupo y Peña Lebrón, por cierto los únicos que aparecen en la fotografía señalada. Ambos tenían entonces 18 años de edad. Se llevan poco más de un mes de diferencia, pues Peña Lebrón había nacido en Estero Hondo, Puerto Plata, el 23 de junio de 1930, y Lupo en Santo Domingo el 29 de julio del mismo año. De modo que hace poco acaban de cumplir 86 años de edad. Peña Lebrón, que luego se radicaría en Moca al casarse con una distinguida dama de esa comunidad donde aún reside, solo publicaría un libro, hoy inencontrable, Órbita inviolable en 1953. Se dedicó a su profesión y a la cátedra universitaria. Es probable que haya escrito otros libros, pero nunca los dio a conocer y ha decidido no reeditar el único que se dio a la luz pública. Manuel Rueda dijo de él que “su extremado concepto del rigor motiva lo reducido de su obra”.

Lupo, por el contrario, hizo una obra extensa y se ha mantenido activo como poeta prácticamente hasta años recientes, independientemente de su amplia bibliografía sobre derecho laboral, que es su especialidad profesional. Desde la aparición de su primer libro, Como naciendo aún (1953) hasta hoy, son más de sesenta años de ejercicio poético y de presencia sobresaliente en nuestras letras. “Maestro de la vida y la muerte”, le llamó Antonio Fernández Spencer, para referirse a los temas que han signado su discurrir en el oficio de la poesía. Un primer libro que, por cierto, tiene su historia, que contó en su tiempo este poeta sorprendido. Sobre el jurado del Premio Nacional de Poesía se ejerció cierta presión para que en el certamen fuese premiado un poemario en honor a Trujillo. “Después de secretas deliberaciones mutuas”, Fernández Spencer encontró respaldo en el crítico literario por excelencia de esa época, Pedro René Contín Aybar, y entre ambos, contraviniendo la disposición del presidente del jurado, premiaron el libro de Hernández Rueda.

Desde entonces, nacería una carrera poética que ha dejado sobre las huellas de lo que denomino la generación mayor, el sello individual de una poesía de valiosos alcances. La generación mayor, la que forman las grandes voces de cada una de las generaciones poéticas dominicanas –postumistas, sorprendidos, independientes del 40, incluso esa generación intermedia de los sesenta que comenzó a proyectarse desde los cincuenta, pero que terminó insertándose en la producción generada por la guerra y la posguerra- tiene un solo nombre vivo aún, en términos biológicos: Lupo Hernández Rueda. Sin vacilación alguna, él es el único gran poeta dominicano viviente que nos queda de esa generación mayor.

Fernández Spencer escribió que “si Hernández Rueda fuese un poeta británico, con Círculo su fama se habría expandido por todo lo vasto del planeta, y estaría comentado en muy diversas lenguas”. Elogios parecidos hizo a otros poemas suyos como Definición de un árbol (“uno de los poemas de mayor significación en la poesía dominicana”), Fonso (“uno de los poemas de mayor intensidad escritos en América en el decenio del 60”), El pez rojo (“uno de los más intensos poemas simbolistas escritos de este lado del mar en el siglo XX... un poema mandálico”), y del propio Círculo dijo que no pasaban “de los dedos de una mano los poemas que pueden hombrearse” con éste. “Sus poemas se escriben dentro del reino del tiempo en que se produce nuestra mejor poesía”. Tal el juicio consagratorio de un autor que como Fernández Spencer fue cauto para el elogio y muy proclive a las condenas. (Yo no dejaría fuera su Crónica del sur, 1964).

Del grupo de adolescentes que aparecen en aquella fotografía de 1948, solo Lupo Hernández Rueda ejerció la poesía como un oficio permanente por más de cinco decenios. Alcanzó la estatura de los grandes de esa generación mayor. Y defendió y promovió, como debía, con pasión y certeza, la obra de sus colegas generacionales, los de la Generación del 48, la “integradora” como la llamó uno de sus integrantes más productivos y memorables, Víctor Villegas; la de posguerra, como la denominó –por la segunda guerra mundial- el que fuera motor y atizador del ejercicio de todo el grupo, Rafael Valera Benítez. A sus ochenta y seis años recién cumplidos, el país cultural dominicano debiera mirar hacia Lupo Hernández Rueda, su obra, su proyección, su contribución a la poesía dominicana, y honrarlo como el último gran poeta vivo que nos queda, entre los grandes de la literatura nuestra. Un patrimonio cultural viviente.

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