Los dobleces de la historia
Aún recuerdo vívidamente aquel episodio de mis años universitarios, en aquella gran aula junto a decenas de compañeros. Asistíamos a una cátedra sobre historia económica, a cargo de uno de los mejores profesores, quien combinaba el conocimiento a fondo de la materia con una dosis generosa de fino humor inglés. Disertaba sobre la expansión británica en el Caribe y el poderío naval de la “Pérfida Albión” luego de la de derrota de la Gran Armada española, cuando se detuvo en la figura de Francis Drake.
Tan solo escuchar el nombre, acompañado del título nobiliario, de mi boca brotó, espontánea e incontenible, una reacción con raíces profundas en mi andadura infantil por la historia dominicana: “¡Pero Drake era un pirata!” Todos me miraron asombrados y las carcajadas se esparcieron por el recinto, rota la solemnidad con que el profesor repasaba magistralmente las turbulencias socioeconómicas en el imperio donde no se ponía el sol.
La historia nunca es una. Tiene tantos dobleces como interpretaciones, siempre en atención a la subjetividad de quien la cuenta. Es un relato de verdades pasajeras, y la firmeza sobreviene casi siempre como producto de un consenso. En discusión no están los hechos, que conste, sino su exégesis. Francis Drake será un héroe en el Reino Unido, el vicealmirante que participó en la batalla exitosa contra la flota española, que enriqueció la Corona con los tesoros conseguidos en sus aventuras marinas y a quien Isabel I colmó de reconocimientos. En cambio, en nuestras lecciones de historia aparecerá como el pirata cruel que sembraba muerte y destrucción a su paso; y sus expolios, el resultado del robo y la violencia contra poblaciones indefensas. Héroe o villano, dependiendo de quien lo juzgue. Mi equívoco fue ignorar momentáneamente dónde aprendía la lección de historia, aprovechable de todas maneras por partida doble.
A colación mi experiencia por los espasmos revisionistas que se expanden por el Occidente en obediencia a razones múltiples, y quién sabe si también por la reclusión forzosa que hemos vivido millones y millones de ciudadanos del mundo. Hasta aquí ha llegado la nueva ola y hay quienes quisieran eliminar del mapa urbano recuerdos de la época colonial, con la estatua de Cristóbal Colón por el suelo. De nuevo, la subjetividad en la narración y la tentación de sufrir la vergüenza ajena. Ya el refrán advierte sobre el peligro que corren los santos cuando los remezones ocurren en los altares. La heroicidad y ejemplaridad en la construcción de la realidad social dominicana son tan escasas como fácil la destrucción de reputaciones en estos tiempos en que las redes sociales garantizan impunidad a muchos desfogues. Para bien o para mal, la revolución en las comunicaciones incentiva los cambios de actitudes y trastoca las creencias. Como resultado, tendencias y espejismos que a menudo escapan al raciocinio. Pero también ha abierto las puertas de par en par al conocimiento y dejado al descubierto múltiples fuentes para entender mejor los grandes y pequeños acontecimientos.
La historia ya no la escriben los vencedores. La revolución tecnológica ha modificado radicalmente el panorama al dar voz a colectivos antes sumidos en el anonimato e impedido de participar en las ágoras internacionales y nacionales. Con esos cambios han llegado apuntes, correcciones y notas al margen para las cuentas históricas. A unos molesta, a otros no. A unos les place la conmoción que ha sufrido la certeza. A otros les duele en el alma el embate contra sus verdades y la inconformidad que causa la duda.
El revisionismo histórico es virtuoso cuando obedece a nuevos hallazgos y la documentación inédita aporta argumentos al debate, a la discusión franca y a un sólido intercambio de pareceres. Aplicado a lo que ocurre en los Estados Unidos, sirve también para una suerte de catarsis al obligar la sociedad a incursionar nuevamente en el pasado con un ojo diferente. Sin justificaciones en mano, sino de lleno en la tarea de entender por qué el presente carga aún tantas tensiones, tantas injusticias, discriminación, marginalidad y odio racial.
Cuidado, empero, con la importación de realidades extrañas y su contrabando como locales. Porque corremos el riesgo de suplantar un relato por otro carente de sustento y debilitar así la conversación pública. Me refiero al acomodamiento de los hechos para que coincidan con determinadas ideas, posiciones y prácticas políticas, sin importar las distorsiones y con el solo propósito de imponer puntos de vista. La esclavitud en los Estados Unidos, por ejemplo, difiere radicalmente de la experiencia dominicana. Por supuesto, en ambos casos hay coincidencia total en la brutalidad y crueldad manifiestas en la explotación, el trabajo forzoso, la privación de libertad, la violación de derechos básicos, el atropello a la dignidad humana y el trato infame. Sin embargo, las consecuencias sociales son diferentes y de ahí que el problema racial norteamericano en modo alguno encuentre paralelismo en la realidad dominicana. Incluir en la misma definición a un negro, moreno, mulato o jabado dominicano y a un afroamericano me parece un dislate mayúsculo, por el simple hecho de que el color no define al sujeto histórico, mucho menos genera pertenencia social y experiencia cultural similares. Podría resultar, sí, que ambos sean víctimas del mismo extravío policial; en eso del uso abusivo de la fuerza, todos los uniformes se parecen.
A mi juicio, otro error adviene cuando se aplican valores presentes al pasado, sin tomar en cuenta las ideas y los consensos prevalecientes en ese entonces. Conductas que hoy tropiezan con el rechazo total, muy probablemente pasaban siglos atrás como normales. La modernidad y posmodernidad han sido el resultado de un largo proceso de cambios en los gustos, el pensamiento y la tecnología, no un hecho fortuito o un fenómeno súbito. Igual ha ocurrido con los derechos humanos y las garantías ciudadanas, en expansión constante y a mucha distancia ya del hábeas corpus y la Carta Magna ingleses. En los países democráticos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos es insuficiente como norma única que medie la relación entre los miembros del colectivo y entre este y los poderes públicos. Quién diría no tantos años atrás que la deportación de un nacional sería un imposible legal.
Ni el más capaz de los historiadores puede desentrañar en su totalidad los claroscuros de los protagonistas que pueblan sus lecciones y textos. Mucho más difícil cuando el relato versa sobre hechos recientes e imposibles de evaluar con más acierto porque aún despiertan pasiones. En el país se ha mantenido vigente una corriente de opinión que reclama mayor relevancia para Francisco del Rosario Sánchez en la historia de la independencia nacional. Hay dos Pedro Santana, uno de febrero de 1844 y otro de la anexión a España, el de las trampas constitucionales y las mañas para quedarse con todo el poder. Seguimos sin definir con cuál de los dos Francisco Caamaño Deñó nos quedamos. Si con el que luchó del lado de los defensores de la Constitución de 1963 en un abril de hace ya 55 años, o el que vino con unos cuantos guerrilleros a imponer mediante la lucha armada un régimen político distante de las normas por las cuales había combatido cuando vestía uniforme militar.
Quizás lo bueno de la historia es que contiene los hechos y las interpretaciones, y que sabemos de antemano que estas rezuman subjetividad. Que aceptarlas o no es una decisión propia. Afortunadamente, la historia oficial dejó de existir.
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