Los desafíos del Imperio de la Ley
A Magaly Caram, cuyo trabajo en Profamilia siempre he admirado.
A Machi Maldonado, mi abogado de causas perdidas y ganadas.
Cambian el mundo y las circunstancias, las monarquías se modernizan, presidentes van y vienen, el largo de las faldas avanza y retrocede, las revoluciones se extinguen y el incesante ciclo de la vida nos aprisiona sin que nunca logremos bañarnos dos veces en un mismo río. La adaptación de las especies es, más que regla biológica o de simple supervivencia, la descripción más completa sobre la dinámica del ser humano y la colectividad en que se guarece para satisfacer su instinto primario de gregarismo.
No sorprende, pues, que en un país civilizado como los Estados Unidos, su presidente y la primera dama hayan sido los primeros en felicitar a la estrella deportiva Jason Collins cuando pocos días atrás salió del clóset. La elección sexual de un afroamericano poco importa, no así que un atleta destacado tenga el valor de asumir públicamente que es gay, y, de paso, despeñar el mito del macho fortachón, de físico impecable y cultor del cuerpo sano, como el epítome de la tradición heterosexual tan cara a los dogmas religiosos y a las antiguallas mentales.
A la cadena de reconocimiento se sumó prontamente toda una pléyade de artistas y políticos, como Bill y Hillary Clinton y otro deportista mundialmente conocido por sus hazañas en el baloncesto: Kobe Bryant. Su tuit recoge como ningún otro mensaje la trascendencia de un gesto aparentemente tan personal: "Por la ignorancia de los demás no sofoques quién tú eres".
Por un camino diferente pero igualmente aleccionador y a tono con el calibre del debate abierto y enriquecedor sobre la sexualidad y los derechos de las minorías, se enrumba la cuenta conocida como FLOTUS, por las siglas en inglés de Primera Dama de los Estados Unidos: "¡Muy orgullosa de ti, Jason Collins! Este es un gran paso adelante para nuestro país. ¡Te cuidamos las espaldas!" Retaguardia bien protegida, porque la historia de los grandes países transita por el reconocimiento de principios básicos como los que escuché al juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos, Anthony M. Kennedy, desplegar ante un auditorio tan absorto como yo ante tanta sapiencia y raciocinio. La ley es una promesa, pero hay que trabajar para convertirla en una garantía. Precisamente, es ese el espíritu que inspira el tinglado de legislaciones para proteger los derechos de las minorías y de la mujer y que, desafortunadamente, anda cojo por estos trechos caribeños de ideas tan extremas como el clima en agosto o la temporada de huracanes.
Contaba el juez Kennedy de su desazón cuando escuchó a uno de sus personajes más admirados sentenciar en un discurso de graduación en la Universidad de Harvard que los países que se definen a sí mismos en términos legales están condenados a la mediocridad. Tras reflexionar salió del anonadamiento, y años después, ya en la Suprema Corte, aprehendía en toda su dimensión la pregunta que le hiciese un estudiante en China: "¿Qué es la ley?" Claro, el término tiene acepciones diferentes, de acuerdo a las sociedades donde se define. La ley, para aquel ponente, era el conjunto de decretos arbitrarios que apuntalaban la opresión en su país natal. Se entiende sin necesidad de explicación adicional la razón de la otra interrogante, aparentemente tonta, por el contexto político en donde fue formulada.
El presupuesto esencial es que, no importa la relatividad de la ley, hay principios universales y que por tanto aplican en todas las latitudes, sin importar el idioma, la cultura o la práctica política. Solo es cuestión de que sean reconocidos o que adquiera plenitud la lógica implacable de que si una ley pierde su significado, vale decir, deja de ser una garantía, debe ser modificada o abolida. La ley como seguridad y también yugo. Bajo esa lupa habrá que examinar más tarde o temprano todo nuestro sistema legal, Constitución incluida, para lograr que la igualdad de género, la diversidad sexual, el derecho de la mujer a reproducir o no complementen el imperio de la ley.
El imperio de la Ley, en mayúscula, resplandece sin máculas en las tres explicaciones fundamentales que el juez Kennedy ha escrito y generosamente repartieron los anfitriones del evento:
1) La Ley es superior al gobierno y sus normas obligan al gobierno y a todos sus oficiales.
2) La Ley debe respetar y preservar la dignidad, la igualdad y los derechos humanos de todas las personas. Por lo tanto, la Ley debe establecer y proteger las estructuras constitucionales necesarias para crear una sociedad libre en la cual todos los ciudadanos tienen una voz significativa en el desarrollo y la promulgación de las reglas que los gobiernan.
3) La Ley debe crear y mantener sistemas para informar a todas las personas de sus derechos y debe darles poder para satisfacer las expectativas justas y procurar la reparación de daños y perjuicios sin temor de castigo o represalia.
De no ser un baloncestista destacado, el caso de Jason Collins se inscribiría en una realidad que en la Europa engendradora del Renacimiento y en los Estados Unidos ya no enarca cejas, provoca comentarios burlones o gestos de desagrado. En los cruceros de mayor lujo, en los vuelos hacia los destinos turísticos de relumbrón, en autobuses y lugares públicos se pasean y actúan con la naturalidad que les ha proporcionado la extensión de la franquicia ciudadana de derechos y un cambio de mentalidad, a contrapelo de prejuicios de larga data asentados en un pretendido código de alta moral y la inflexibilidad legal. Los homosexuales son cada vez más miembros de pleno derecho de la sociedad, pese a los reductos de hipocresía y cerrazón que han impedido, incluso, la protección de la Ley.
Están por todas partes, en las actividades más diversas y sofisticadas. Y no se ocultan sino que parecen proclamar con orgullo su diferencia sin temor a la censura pública. Para un caribeño e isleño, dos hombres tomados de la mano o abrazados en público, intercambiando arrumacos en la intimidad de un restaurant o un bar iluminado a medias, transmiten una imagen que violenta las nociones sobre las relaciones de amor, decididamente heterosexuales de acuerdo a la práctica social de su micromundo. Las circunstancias cambian en este y otros sentidos, como la reivindicación de la mujer y el respeto a las minorías oprimidas, para bien. ¡Benditos tiempos, benditas costumbres que permiten al presidente de los Estados Unidos y a su esposa celebrar que un baloncestista aclare su preferencia sexual!
En una imitación aguerrida de la lucha por los derechos civiles en los Estados Unidos, los distintos colectivos de hombres y mujeres con preferencia por el mismo sexo han enfrentado por décadas los viejos paradigmas y recompuesto el concepto tradicional de la pareja y la familia con tal de incorporarse a la vida ordinaria sin levantar ronchas. Se ha llegado muy lejos en tiempo relativamente corto y el matrimonio gay forma parte del concierto legal en un número creciente de estados. En el norte poderoso y la Europa cuna de los derechos humanos, ya la política ni el uniforme les están vedados y los candidatos se cuidarán de no ofender a los homosexuales, asegurarles sus derechos y cortejar su voto para las elecciones.
Su alto poder adquisitivo, además, los hace favoritos de la tentación consumidora que se esparce por doquier en el capitalismo moderno. Es una oportunidad que un país cuya economía depende en gran medida del turismo no puede desperdiciar. Razones de peso y no ideas preconcebidas se imponen ante estadísticas que dicen más que meras palabras: los homosexuales y las lesbianas viajan más, tienen más carros y casas, gastan más en electrónicos y poseen el nivel más elevado de ingreso disponible en cualquier nicho de mercado.
Estos hallazgos estadísticos son viejos, y las cifras actuales probablemente resultan más atractivas:
a) el ingreso de los gáis de ambos sexos es de $81,500 al año, casi un 80% por encima del hogar promedio en los Estados Unidos, que es de $46,326;
b) el 83% de los homosexuales norteamericanos tienen pasaporte, en comparación con solo el 34% de los ciudadanos adultos;
c) los homosexuales viajan más dentro de los Estados Unidos y en el exterior que sus contrapartes heterosexuales, y aquellos con ingresos más elevados lo hacen con más frecuencia, especialmente por placer.
Por supuesto, la homofobia y el escándalo mediático porque haya bares dirigidos a consumidores diferentes no conducen a una mayor cuota de ese segmento del mercado turístico que ha reportado miles de millones de dólares a ciudades y países que publicitan una atmósfera de tolerancia. Los ejemplos de conducta desordenada son más comunes entre heterosexuales que gáis y, sorprendentemente, el 53% de estos últimos tienen una pareja estable en nuestro primer mercado turístico, los Estados Unidos. En el caso de las lesbianas, la estabilidad es mayor: el 63% tiene una compañera fija.
El juez Kennedy anda con la Constitución de los Estados Unidos en el bolsillo y mente. La presenta como la definición de quiénes son los norteamericanos, como un bien inapreciable. Confieso que nunca había escuchado una interpretación tan exacta, estimulante y profunda a la vez. Ciertamente, el sistema legal forma parte de la infraestructura capital, pero también es el espejo y la expresión más acabada del alma de un país.
La Constitución dominicana en su versión más reciente define el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer y de ahí se derivan derechos implícitamente negados a la pareja del mismo sexo. Al legislador se le olvidó adicionar en el artículo 39, que versa sobre los derechos de la persona, una prohibición expresa contra la discriminación por razones de inclinación sexual. Esa omisión revela la prevalencia de un prejuicio en contradicción con la adhesión dominicana a declaraciones en los foros internacionales. En cambio, la violencia de género está claramente proscrita en referencia a la mujer. No hay, empero, dos prejuicios más parecidos: ambos se hermanan en la relación de poder que se da en nuestras sociedades. La supremacía corresponde al hombre, al macho viril que al menor estímulo eyacula millones de espermatozoides cuando solo se necesita uno para la reproducción. Ergo, no es casual que al homosexual se le defina como "afeminado". A la mujer se la tacha de débil, impropia para tareas relevantes que reclaman vigor, concentración mental y disposición para enfrentar las circunstancias más adversas. Y hasta se le niega el derecho a decidir qué hacer con su cuerpo en estado de gestación.
Más temprano que tarde, habrá decisiones de carácter constitucional que reparen o empeoren la orfandad de garantías para la mujer y las minorías con preferencia sexual diferente. En el último informe del Departamento de Estado al Congreso sobre la situación de los derechos humanos en el mundo, se hace referencia a la homofobia dominicana.
Y si la Constitución es la definición de un pueblo, para usar la idea feliz del juez Kennedy, ¿será la intolerancia representación del dominicano? ¿Quedaremos estampados como una sociedad prejuiciada, anclada en el dogma religioso, marginada de las ideas liberales y del imperio de la ley?
Más temprano que tarde, habrá decisiones de carácter constitucional que reparen o empeoren la orfandad de garantías para la mujer y las minorías con preferencia sexual diferente. En el último informe del Departamento de Estado al Congreso sobre la situación de los derechos humanos en el mundo, se hace referencia a la homofobia dominicana.