El agradecimiento nunca olvida, ni se olvida
En el caso no aplica la greguería de Ramón Gómez de la Serna, que ingeniosamente atribuye el recuerdo a una memoria tan pésima que hasta olvida el olvido. Encaja más bien la advertencia de Cervantes por boca de su personaje insigne, Don Quijote, cuando predica a unos galeotes a los que recién liberaba y que luego le pagarían con crueldad, que "de gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más a Dios ofenden es la ingratitud". Una decisión, controversial aún para quienes se detienen más en la causa que en las consecuencias y que el grueso de los dominicanos desconoce, nos ha ganado el reconocimiento eterno de un pueblo admirable y decidido a evitar que la memoria corta posibilite la reedición de sus sufrimientos inmemoriales.
No vacilé en aceptar la invitación de la amiga Dina Siegel, al frente del Instituto Latinoamericano y Latino del Comité Judío Norteamericano (el influyente American Jewish Commitee) para hablar durante la presentación de un documental sobre una obra de teatro que persigue mejorar la relación entre las comunidades judías e hispanoamericanas en los Estados Unidos, precisamente la meta de mis anfitriones en aquel acto memorable. Sosúa: Make a better World (Sosúa: construye un mundo mejor). Con una dosis de cinema verité, el filme explora la diversidad y rompe la frontera entre dos comunidades en Washington Heights, unidas por la historia en un episodio que los judíos se niegan con rotundez a relegar al calendario del olvido, cuando varios centenares de la raza perseguida encontraron refugio en el norte de nuestro país. Con ligeras licencias, estas fueron mis palabras:
Vine a enterarme de los judíos de Sosúa, como se les llamaba sin asomo alguno de nota discriminatoria, cuando crecía en un rincón semi rural del Cibao bendecido por la naturaleza. En esos días, la mantequilla era un bien escaso en el país, y la que consumíamos esporádicamente en casa era importada de Dinamarca en una lata media rosada y que al abrirla dejaba primero al descubierto un papel encerado, la última protección. Un día, papá trajo una mantequilla diferente y nos dijo que era producida por "los judíos de Sosúa", y que le habían asegurado era tan buena como la danesa. La calidad escapaba a toda discusión, porque ninguno osaba contradecir al padre autodidacta cuya autoridad nunca estaba en duda.
Hay otros dos momentos incrustados en mis recuerdos inmunes a los borrones. Quizás quince o veinte años atrás, reparaba en un spa en Miami Beach cuando un señor mayor se me acercó sabedor de que era dominicano, y con lágrimas en los ojos me dijo en un inglés con acento que delataba su procedencia de algún país de Europa Oriental: "Yo soy judío, y quiero agradecerle desde lo más profundo de mi corazón lo que ustedes hicieron por nosotros durante la guerra". Me tomó por sorpresa y por unos momentos no supe qué responder, empantanado en el silencio que provoca el desconcierto. Hasta que pude musitar unas gracias por recordarme la hospitalidad dominicana.
El otro ocurrió recientemente durante una visita al Museo del Holocausto, en Jerusalén, invitado junto a un grupo de colegas embajadores en Washington. Pocos lugares evocan tantos sentimientos encontrados, angustia, desamparo y conmiseración como esa galería cargada de testimonios punzantes de la tragedia del pueblo judío, descrita con sobrada maestría por la guía que acompañaba mi grupo. La pregunta surgió cuando ella hablaba de los esfuerzos desesperados de quienes huían del terror de Hitler en Europa y buscaban un refugio en cualquier esquina del mundo: "¿Saben ustedes cuántos de los países aquí representados aceptaron a los judíos europeos?" Pausó y luego mencionó varios países en tono inquisitorio antes de concluir: "Ninguno de ellos, solo la República Dominicana, cuyo embajador en Washington hoy nos visita". Más que rubor, lo que sentí de repente fue una invasión masiva de orgullo cuando los colegas me miraron sorprendidos. Tampoco ellos conocían la historia olvidada de los judíos refugiados en la República Dominicana, precursores de nuestra industria láctea pese a que casi todos eran intelectuales y artistas, sin experiencia agrícola y desacostumbrados a los rigores del trópico.
Mucho se ha dicho sobre esa decisión tomada por Rafael Trujillo, el dictador que gobernó el país con manos de hierro durante tres décadas. La opinión más socorrida asegura que el tirano buscaba cortejar el favor norteamericano después de su desamparo internacional tras la masacre de los nacionales haitianos que vivían en la República Dominicana, especialmente a lo largo de la frontera, en 1937. Otra explicación liga el asentamiento judío con la política trujillista de blanquear racialmente el país y así mejorar la herencia hispana en oposición a la cultura haitiana y la negritud.
Las dos explicaciones se acomodan al tablero trujillista, al igual que su propósito de desarrollar el país y ensanchar el mercado interno para sus industrias. Sin embargo, la primera explicación cojea porque antes del genocidio ya Trujillo había efectuado una oferta similar para atraer judíos hacia la República Dominicana. En desmedro de la segunda emerge el hecho de que años después, en la década de los cincuenta, la dictadura aceptó varios centenares de familias emigradas de Japón, país que participó junto a Hitler en la Segunda Guerra Mundial y para ese entonces en ruinas. Refugiados políticos unos, económicos los otros. Dos etnias diferentes y con posiciones enfrentadas en la conflagración de mitad del siglo pasado. Hoy en día, aún residen en el país japoneses o sus descendientes, mientras quedan pocos representantes del asentamiento de Sosúa.
Aparte de la paradoja racial -bienvenidos por atributos étnicos los judíos perseguidos por las mismas razones en el esfuerzo funesto para "arianizar" Alemania-, lo cierto es que hay muchas instancias de presencia judía en La Española desde su descubrimiento por Cristóbal Colón, como pude apreciar en un artículo escrito por el fraterno Ubi Rivas hace tres años en el periódico Hoy y del cual he copiado datos muy ilustrativos. Incluso, hubo un factor judío en los momentos cruciales de la formación de la República Dominicana. En 1808, la rebelión contra los franceses fue encabezada por Juan Sánchez Ramírez, un judío sefardita, igual origen racial del progenitor del patricio Juan Pablo Duarte. La goleta en la que el Padre de la Patria retornó de Curazao poco después de la independencia pertenecía a Ibrahim Coén, un judío.
Durante la Guerra de la Restauración, de 1863 a 1865, las fuerzas patrióticas que se oponían al restablecimiento del dominio español contaron con el respaldo económico semita. Probablemente fue esa la razón que animó a la figura militar y política más carismática de nuestra historia, el general Gregorio Luperón, a iniciar una serie de negociaciones con la finalidad de traer israelitas a la República Dominicana desde Rusia.
Una de las narrativas más poderosas contra la futilidad de la guerra y la violencia se encuentra en un libro que leí hace ya meses y que fuese publicado casi dos siglos atrás: Memorias del Sargento Bougogne 1812-1813. Me sorprendió que ese testimonio brillante de los horrores de la campaña de Napoleón en Rusia y su retirada desde las puertas mismas de Moscú, contenga trazas de anti-semitismo. Conclusión inevitable es que los pogromos ejecutados por las fuerzas del zar y que tanto alarmaron al general Luperón forman parte de un continuum en la historia europea de persecución y estigma de los judíos. En contraste, la República Dominicana apostaba por pioneros hebreos unas pocas décadas después de su independencia, un signo claro de que el anti-semitismo ha estado ausente de nuestra vida organizada desde la génesis republicana.
Los primeros campos de concentración y las leyes que prohibían a los judíos participar en el servicio civil surgieron en Alemania tan pronto Adolfo Hitler devino canciller, en 1933. Como resultado, a los descendientes de Abrahán les estaba vedado el ejercicio de la medicina y la abogacía, enseñar en las universidades y las escuelas y, posteriormente, cualquier actividad profesional. Dos años después de la ascensión de los nazis al poder y antes de la abominable matanza haitiana, en 1935, Trujillo hizo su primera oferta formal para aceptar en el país a refugiados semitas. A la interacción entre los sefarditas -uno de los cuales llegó a la presidencia-, y los dominicanos, sumado el papel protagónico de aquéllos en nuestra historia inmediatamente posterior a la independencia, habría que atribuir la corriente de simpatía hacia la causa sionista que tradicionalmente nos ha distinguido, entre otras razones. Como bien señala la literatura acerca del asentamiento de Sosúa, nosotros, los dominicanos, llamamos a alguien judío de la misma manera que americano, francés o blanco a cualquier otra persona. Judío no es un insulto en el hablar dominicano.
Los judíos que empezaron a llegar a Sosúa en 1940 encontraron un refugio no solamente frente a la barbarie nazi sino también a la cobardía y obstáculos burocráticos en muchos países. En cambio, nosotros, los dominicanos, subdesarrollados y maldecidos con una dictadura sangrienta, los recibimos con calor, sin prejuicios, como amigos de una cultura e historia diferentes, pero, sobre todo, como seres humanos dignos. La historia del asentamiento y el por qué nunca llegaron los 100,000 refugiados que Trujillo dispuso recibir está suficientemente aclarada en múltiples fuentes. Pocos o muchos, los que recalaron en Sosúa, incluso aquel niño cuyo padre lo escondió en una maleta para eludir al oficial de inmigración europeo, estaban condenados a muerte. La eficiencia alemana garantizaba el exterminio; y la media isla caribeña, el áncora de salvación.
Como visitante regular a Israel, concuerdo con el juicio de las autoridades dominicanas en 1940: los judíos trabajan duramente, son gentes decentes, portaestandartes de una larga tradición de contribución a la ciencia y a las artes y, añadiría, amigos queridos de la República Dominicana. Mucho antes, en 1882, el general Luperón les reconocía sus virtudes en una correspondencia a hebreos en Nueva York cuando se refería a "los hábitos de organización, trabajo y economía que contribuirían grandemente a la prosperidad de un país preparado para recibirlos con la hospitalidad más sincera".
Marion Kaplan, que ha escrito extensamente sobre la experiencia de Sosúa, dice en su libro recomendado por Bernardo Vega, Dominican Haven, The Jewish Refugee Settlement in Sosúa 1940-45 (Paraíso dominicano, el asentamiento de refugiados judíos en Sosúa 1940-45) que sin la ayuda local, los refugiados judíos no hubiesen salido a camino. Quienes mejor atestiguan ese aprecio y hablan con mayor entusiasmo de la hospitalidad oportuna del pueblo que los acogió cuando otros, incluido el norteamericano, los rechazaban, son los judíos que se asentaron en Sosúa y sus descendientes. Uno de ellos, nacido en Alemania, respondió con orgullo cuando le ofrecieron el pasaporte europeo: "No, muchas gracias, me basta con el dominicano".
Segundas partes sí pueden ser buenas. Porque las emociones que me invadieron cuando el viejo judío soltó las amarras de su gratitud en Miami y la guía del Museo del Holocausto exaltó a la República Dominicana, retornaron con ímpetus renovados a mi espíritu cuando leí esa respuesta en la literatura consultada para corresponder a la invitación en esa noche del Washington primaveral.
Nosotros, los dominicanos, subdesarrollados y
maldecidos con una dictadura sangrienta,
los recibimos con calor, sin prejuicios, como amigos
de una cultura e historia diferentes, pero, sobre todo,
como seres humanos dignos.