Duarte: ¿políticamente incorrecto?
De los fundadores de naciones cuyas biografías conozco, no he encontrado uno que haya sido más empequeñecido y maltratado que Juan Pablo Duarte.
Ha sido el suyo un destino apesarado. Una obstinada actitud de desmedrar su obra en la construcción del ideal que dio nacimiento a la República. Una tarea que se ha sostenido sobre rieles alevosos desde los momentos iniciadores del proceso conspirativo en procura de la separación del estado haitiano, hasta nuestros nublados días cuando intentar elevar los valores de la nacionalidad parece un juego de filorios apestados, y cuando nombrar a Duarte parece en no pocos círculos de influencia, una actitud políticamente incorrecta.
Tiempos no lejanos hubo, y tal vez subyacen aún, en que se intentó, desde cenáculos historicistas, darle un lugar menos relevante en la ilustre lista de los fundadores y restauradores de la patria. (Patria, por cierto, otro vocablo innombrable, que se asume a veces como un simple evento de la retórica). Y fue así como Duarte fue casi desterrado, para dar paso a otras figuras sobresalientes de nuestra historia. Era como si buscásemos guerreros y no idealistas, machos probados en los campos de batalla a fuego y sangre, y no hombres forjados en altos ideales y en principios que han sido sustanciales -¿o tal vez no?- en la forja de la nación y su destino.
Me sacude mis fibras de dominicano que sigue creyendo en la fe que impulsó el padre fundador y que germinó hace ciento setenta y un años, escuchar a mi vera que Duarte y la nacionalidad es un tema a postergar para un mejor momento, y que estemos propagando desde distintos escenarios públicos y privados, que la defensa o contradefensa de esa nacionalidad habrá de ser tema de campaña electoral, como si estuviésemos aún en los tiempos clandestinos de los trinitarios, cuando aprovechando las festividades marianas de la Virgen del Carmen juraron promover el ideal separatista y fundar la República en la casa de Chepita Pérez.
No debiéramos haber llegado tan lejos. El legado duartiano ha debido ser intocable. A menos que la prédica contra el destino nacional y el ideario del padre fundador haya logrado traspasar la barrera del tiempo y hacerse escuchar a través de mucho más de una centuria. Humillado, apocado durante tanto tiempo, hemos seguido la línea trazada por quienes le adversaron desde temprano y le colocaron grilletes a su voluntad patriótica y a su ideario reformador.
En Duarte se cumple un destino insano y malévolo, a pesar de que ante los flechazos de heridas profundas e incurables, pudo este mártir del ninguneo histórico, del destierro no solo humano sino político, sobreponer un pecho de acero que aunque no pudo, o no supo, o no quiso, detener el morbo del dardo punzante, del agravio constante, sí logró retener junto al dolor de las lesiones injuriantes una humanidad inexpugnable que siempre fue puesta al servicio del hombre y de la patria.
Decía el olvidado Julio Genaro Campillo Pérez que Duarte fue “uno de los libertadores más inmaculados y menos ambiciosos” y tal vez este sello no ha sido visto con beneplácito por representativos sociales de distintas procedencias que nunca han tenido a Duarte en su altar. Digámoslo ya sin ambages: Duarte nunca ha sido santo de la devoción de algunos de nuestros compatriotas, entre los cuales hay de prosapias y trayectorias sin dudas relevantes.
Desde siempre, el patricio tuvo enconados detractores, virulentos opositores, sañudos adversarios que les proporcionaron muchos momentos desagradables, hasta verlo morir desilusionado, pobre y alejado de la patria que fundara. Algunos de sus enemigos jugaron roles descollantes en el sostenimiento de la independencia, aunque en casos destacados buscando el patrocinio extranjero, indecisos como estaban de que aquí pudiese fundarse y sostenerse una república independiente, criterio que a veces parece que todavía cohabita entre algunos sectores.
Los “orcopolitas” no han desaparecido. Las castas que heredaron ese descreimiento en la soberanía nacional tienen un propósito común: “Destruir la nacionalidad aunque para ello sea preciso aniquilar a la Nación entera”. Palabras del patricio, pronunciadas entonces, válidas todavía.
El problema no es si somos pro o anti haitianos. Confieso sin reticencias que tengo un hondo aprecio por decenas de amigos haitianos. En mi casa materna, se apreciaba a muchos nativos del país con quien compartimos la isla. Mi abuela ayudó a salvar a personas que conocí en mi infancia y adolescencia temprana del corte del treinta y siete. Una de nuestras mejores vecinas era Estelita Canó, muy querida en todo el barrio, que sabíamos era una haitiana salvada del estropicio sangriento de la matanza. El hombre que traía el pan a la casa cada tarde era Juancito Pié, que también logró salvar la vida gracias a la piadosa actitud de dominicanos,que han tenido siempre, antes y ahora, una especial conmiseración con nuestros vecinos y su destino trágico, un destino que han labrado sus elites gobernantes a través de su cruenta historia. No muchos pueden ufanarse, como yo, de haber buscado acercamiento con los gestores de la cultura haitiana, firmando tres convenios para ensanchar relaciones e intercambiar propósitos en esta área, que poca cosa lograron los mismos a causa de las rebatiñas y cambios constantes de los gobiernos haitianos. Incluso, la única antología de poetas dominicanos y haitianos que se ha publicado en nuestra historia, la alentamos y producimos nosotros desde el Ministerio de Cultura.
No es cuestión de establecer distancias, ni de promover designios que atormenten las necesarias relaciones que hay que impulsar con un país que no puede sostenerse sobre sus lomos, que no logra poner freno a su desgarramiento interno, que ni siquiera posee líderes capaces, mediadores efectivos, elite intelectual ajena a desvaríos y prejuicios, tropas de sensatez para intentar encauzar y revivir las dormidas esperanzas de una población cargada de lamentos y ultrajes, de aquelarres en los báratros de sus oscuras noches, de dolores ancestrales y de la befa que se origina entre su clase privilegiada y su larga clase baja. Es cuestión de ayudar a levantarse a ese país sin menoscabar nuestra soberanía y sin que nadie nos empuje hacia el despeñadero.
Algunos febreristas renegaron del ideal duartiano y traicionaron. La cosa es vieja, pues. Juan Isidro Jimenes-Grullón aseguraba que contrario a muchos que actuaron en el acto culminante de febrero, Duarte “no puede ser acusado de un solo acto de traición”. Su patriotismo fue inmaculado y permanente, como “permanentes fueron también su liberalismo y su espíritu de sacrificio por sus ideales y la patria”. Jimenes-Grullón recordaba que Duarte prefirió irse al exilio para siempre, antes que mezclarse “en la lucha partidista de los grupos patricidas”. Fue un hombre coherente con sus principios en contra de la “chismografía” que cercena las buenas intenciones y agrieta la pureza de los ideales.
“La ley suprema del pueblo dominicano es y será siempre su existencia política como Nación libre e independiente de toda dominación, protectorado, intervención e influencia extranjera” y en este sentido, “todo gobernante o gobernado que lo contraríe, de cualquier modo que sea, se coloca ipso facto y por sí mismo fuera de la ley”. No digo nada propio. Copio sencillamente las palabras del Padre de la Patria, que por no enseñarlas debidamente en las escuelas, parecen hoy olvidadas e ignoradas. El patriotismo pues, no puede ser fragmentario sino global. No es tomar partículas del ideario duartiano a conveniencia, es situarnos en su epicentro para moldear la patria que queremos y que hemos venido construyendo todos desde hace poco más de medio siglo.
Duarte luchó por la soberanía completa de la nación. Es el motivo que anima “su ardua tarea de profesión de fe nacionalista” y que marca el paso de su incansable labor revolucionaria”, en palabras de Carlos Federico Pérez. El objetivo de Duarte es que no se transija con ninguna medida “encaminada a privar el país de un jirón cualquiera de su independencia o su soberanía”. La doctrina política del fundador de la República se nutre de esta irreductible posición nacionalista, concebida y mantenida inclusive en momentos en que ese ideal no constituía un propósito común.
Fue Juan Bosch el que escribió en Vanguardia del Pueblo en 1976 lo siguiente: “Juan Pablo Duarte tuvo el coraje de creer que en un territorio pequeño, deshabitado e incomunicado interior y exteriormente podía establecerse una república. Para creer eso era necesario tener una fe inconmovible en la capacidad de lucha del pueblo dominicano, y Duarte la tuvo”. A esa “fe inconmovible” debemos respeto los dominicanos, incluyendo aquellos que, en buena lid, han hecho suyo el gentilicio asumiendo nuestra nacionalidad. El país y sus dirigentes de todas las esferas, anda mal, si permitimos que sea políticamente incorrecto ser duartista y defender nuestra soberanía. Ningunear a Duarte es una actitud bárbara y un desliz imperdonable. Y si ha de ponerse sobre el tablero electoral esta disyuntiva que se vea clara la distinción entre los que siguen teniendo fe en el ideario duartiano y en el ideal independentista, y los orcopolitas. Nada más ni nada menos.