Cuando el patriotismo mueve la quijada

Inauguración de los Doce Juegos en 1974. (fuente externa)

El Gringo Torres ingresó majestuoso al recién inaugurado Estado Olímpico. Nunca antes, ni después, vi a un hombre correr con tanta elegancia. Lo vimos y comentamos todos los que desde uno de los palcos observábamos la ceremonia. Iba rumbo hacia el pebetero mientras treinta mil personas, en silencio y conteniendo la emoción, veían llegar ese momento inolvidable. Alberto Torres de la Mota era un inmortal. Esa tarde de febrero de 1974 alcanzaría la gloria eterna.

Cuando, al fin, El Gringo encendió la antorcha votiva de los Doce Juegos, yo vi muchos ojos llorosos en mi alrededor. Pocos, tal vez, pudieron contener las lágrimas. Confieso haber visto a uno de los más combativos enemigos del gobierno de turno, que estaba sentado en las gradas, justo debajo del palco donde me encontraba, bajar la cabeza para que no vieran sus ojos aguados. Diez años antes, Torres de la Mota –para entonces el atleta más querido del país, un caballero en toda la extensión del término con quien tuve el honor de compartir en varias ocasiones- había portado por primera vez la bandera nacional en unos juegos olímpicos, celebrados en 1964 en Tokio. Era una leyenda. Sólo El Gringo Torres y Wiche García Saleta, el padre del olimpismo nacional, representaron al país en esos juegos. No hubo un solo atleta más. La bandera que portó El Gringo entonces debiera ser hoy una reliquia olímpica.

El patriotismo tiene distintas fases y distintas avenidas. Y la bandera es su presea, su antorcha. Si a la bandera se le agrega el canto a la patria, los nervios se agitan y las conciencias perciben la llegada de una inusual carga de efluvios indescifrables de identidad. A algunos les resulta difícil descifrar este código. No entiendo el por qué. El patriotismo es una esencialidad del ser nacional. En cualquier latitud. Sobre quebrada, andén o vereda de cualquier pueblo. El norteamericano canta God Bless America lo mismo en el patio de un high school, mientras siembra manzanas o cuando el sentimiento nacional necesita ser agigantado para enfrentar adversidades (“Mientras las nubes de tormenta se reúnen al otro lado del mar/ vamos a jurar lealtad a una tierra que es gratis/ seamos todos agradecidos por una tierra tan hermosa/ a medida que elevamos nuestras voces en una oración solemne”). Es otro canto patrio como el himno nacional. Cuando la multitud arropada de respeto a sus símbolos inalterables lo entona (“Oh, say can you see by the dawn’s early light...”), el patriotismo tiene un sentido de unidad colectiva, de razonamiento emocional del instinto de supervivencia nacional.

El patriotismo no es sólo cosa de héroes en campos de batalla, de héroes en predios de gloria sobre los cimientos de la historia. Ya pocos han de recordar al Gringo Torres, pero los que vivimos la época de aquellos primeros Juegos Centroamericanos y del Caribe en Santo Domingo, sabemos lo que fue la Patria en aquel atleta escalando la gloria con una antorcha que nos representaba a todos en ese instante supremo y con una llama que coronaba esfuerzos que parecieron infinitos para poder alcanzar un puesto en la historia regional del deporte. Entonces, República Dominicana llegó en décimo lugar en el medallero, con veinte medallas y una sola de oro que fue alhaja de primogenitura, celebrada como acontecimiento mayor en la fuerza y coraje de Amaury Cordero. Así sonó el canto patrio y subió al tope la bandera nuestra. Por única vez. Y volvieron a aflorar las lágrimas, la sensación de triunfo, ese temblequeo que comienza en la quijada –como lo ha descrito Luisín Mejía- y se extiende por todo el resto, por el resto de todo el cuerpo.

Han pasado cuarenta y cuatro años de aquella efeméride deportiva. Los dos héroes (exceptuemos los héroes de la manigua que ya no existe, o de los libros de historia donde se veneran, sin dudas, que hay otros héroes de estirpe distinta que merecen honra elevada) de aquella cita en Tokio, abrieron un camino anchuroso. Los Doce Juegos, como fueron denominados popularmente, apuntalaron el deporte olímpico en el país. Y entonces hoy, ahora, en Barranquilla 2018, pudieron sumarse 107 medallas, de las cuales 25 fueron de oro. Es una hazaña tan memorable como aquella que protagonizó Amaury Cordero. En veinticinco ocasiones, sonó el himno nacional y subió la enseña tricolor a las alturas. Esto tiene mayor importancia que la que puedan asumir las autoridades olímpicas, con todo entusiasmo y derecho. En cada una de esas preseas está estampada una noción de patria. No la podemos encontrar en otro espacio mejor que en el de la soberanía del músculo y el laurel consagratorio. No la busquemos en las calzadas, tantas veces agreste, de la cotidianidad que duele. Encontrémosla en el hondón de la sangre, en la fuerza de la fe que mueve montañas, en la grandeza del débil y del ciudadano de a pie, que vive a caballo entre las limitaciones económicas y los sueños, en esa población deportiva de hombres y mujeres jóvenes que llenan al país de honores y luego de los aplausos y las banderas van a vivir a casuchas y a ver consumir sus vidas entre la pobreza y la esperanza. Para mí, esos son héroes diamantinos, sin escoltas ni rangos, logrando lejos de la tierra propia que su bandera se eleve –Oh, Deligne, quien la viera más arriba, mucho más-, que el canto a la patria resuene en sus estrofas inmortales y que el patriotismo dominicano, del que tanto necesitamos en estos tiempos y siempre, salga a relucir como fuente nutricia de nuestros desvelos, como alhaja de oro, plata o bronce que hace destellar la necesaria cobija de la Patria.

En medio de las rencillas políticas, de las inquietantes desnutriciones de la conciencia civil, de las armaduras viles de la delincuencia organizada, de las diatribas y los recelos y las agujas sobre la espalda y los ramalazos de una realidad que a veces no presenta su mejor rostro, estos jóvenes atletas se enorgullecen de su bandera y de su himno, nos dan de lejos una lección de patriotismo y nos declaran, hablando sólo con sus fortalezas y virtudes sobre el campo de juego, que ellos están haciendo por otros, por nosotros, lo que no pocos consideran dolorosamente inútil: ser patriotas. Luisín Mejía, el rector del olimpismo nacional, lo dijo muy gráficamente: cuando la bandera de los trinitarios sube al tope en una premiación olímpica y resuena el “Quisqueyanos valientes alcemos” la quijada comienza a moverse para contener el lagrimar, porque entonces desde la mandíbula sube la sangre a la cabeza y el ser dominicano levanta su identidad orgulloso. Del Gringo Torres a Luguelín Santos, de Wiche García Saleta a Luisín Mejía, corre una historia de dignidad ciudadana que, antes y ahora, es la que sigue manteniendo viva, sin más ni más, la cara de Febrero, la historia épica de los filorios de la Puerta del Conde.

En honor de los héroes deportivos dominicanos de los XXIII Juegos Centroamericanos y del Caribe 2018, muchos de los cuales necesitan, sin publicidad barata, que les otorguen rápidamente viviendas y salarios dignos para seguir manteniendo vivos los símbolos patrios.

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