¡Que viva la mediocridad!
Se trata de algo más obsceno: familias casi completas nombradas sin trabajar o con asesorías ficticias; personas sin preparación en dependencias supuestamente técnicas o en posiciones nominales o de fachada
Ejercí por más de dos decenios la cátedra universitaria. Eso da igual en una sociedad desdeñosa con el oficio académico. Una de las pocas compensaciones de ese pasado fue la oportunidad de conocer a jóvenes con aptitudes sobradas: muchachos lúcidos, hacendosos y disciplinados. Puedo citar, a golpe de memoria, los nombres de los más meritorios entre los 6443 alumnos que formé durante veinticuatro años en tres carreras.
Me he tropezado con algunos en París, Madrid, Barcelona, New York, Houston, Miami o Chicago. Otros, a través de las redes, me han contado de sus exitosos proyectos de vida. Siempre me interesa saber qué hacen, cómo lo lograron y por qué se marcharon. Sus historias están entretejidas por los mismos traumas: la falta de oportunidades en un país de exclusiones gratuitas. Les he inquirido sobre sus expectativas de retorno; la respuesta me la devuelven con una pregunta: ¿y para qué? La mayoría piensa que el sistema se ha degradado de forma irreversible y que les cuesta readaptarse a unos estándares de convivencia ya superados. Entonces confirman la pertinencia de sus decisiones.
La historia de los que se quedan es más sinuosa. Una buena parte termina en ocupaciones muy alejadas de las vocaciones que empujaron sus sueños. La que logra su inserción productiva lo hace a expensas de condiciones muy afortunadas y la otra sortea opciones menos loables, pero más realistas: quedarse como inmigrante ilegal en el extranjero, afiliarse a Uber, concursar para el magisterio primario, explotar un comercio menudo o aceptar un empleo “provisionalmente” definitivo. Si con suerte no se graduaron en maternidad prematura, algunas muchachas tientan horizontes más retributivos según los nuevos códigos urbanos de prostitución, aceptados socialmente y recogidos en la obra más vendida del pasado año: El manual de la chapeadora.
En las franjas sociales bajas, donde se apila la mayoría de nuestros muchachos, rigen premisas inéditas de sobrevivencia. Lo cruel es que a esas generaciones les ha tocado vivir en una sociedad sin lazos solidarios, de débiles arraigos y poseída por fuerzas ciegas de consumo, que les seduce con las mismas ofertas que les niega. No hay nada más provocador para un joven de este tiempo que permitirle ver sin tocar o desear sin tener; porque, además de sensorial, la cultura que los abriga se embelesa con los patrones del éxito material, ese que nuestros pobres muchachos no pueden replicar en sus vidas. Entonces buscan atajos más seguros: la delincuencia o la política (para el caso, la misma cosa); solo cambian los formatos y las consecuencias. El sistema les martilla la condena a ser nadie en una sociedad de pocos pero muy grandes.
Cuando estos chicos miran en las galerías las marcas globales, las nuevas tecnologías o los últimos modelos de coches; cuando ven a un político de sus propias raíces moverse en un vehículo de 250,000 dólares; cuando en el cuchicheo oyen de la suerte de una excompañera ahora amante de un pesado del Gobierno; cuando leen la historia de éxito de un contratista del Estado parido por las mismas cunetas, se sienten frustrados.
El mensaje transmitido es ruinoso: legitimar la política como una carrera empresarial y base de rotación social; crear en la juventud la torcida expectativa de que el activismo político es la oportunidad para escalar a una realización negada por una profesión fallida o un negocio fracasado. En esa encorvada visión se deforman las imágenes, se trastornan los valores y se desorientan los referentes. Es siniestro un “orden” cultural que “cuantifica” el éxito político con el mismo patrón que el de los negocios. Una carrera política se “cualifica” por aportes perdurables de ideas, compromisos y ejemplos.
En estos días circula en las redes sociales una antología del espantoso nepotismo del Gobierno. Imágenes, sueldos y nombres de familiares de funcionarios que “trabajan” en la administración pública al amparo de un solo o determinante criterio: su parentesco. No es reprochable que un familiar de un funcionario ocupe un cargo para el cual haya probado competencia o acreditado cierta preparación, siempre que en su contratación medien criterios abiertos, estándares y racionales. De hecho, muchos hijos de funcionarios se beneficiaron de becas para estudiar fuera del país. La mayoría regresó para prestar su servicio al Estado y lo está haciendo legítimamente, pero ese no es el grueso.
Se trata de algo más obsceno: familias casi completas nombradas sin trabajar o con asesorías ficticias; personas sin preparación en dependencias supuestamente técnicas o en posiciones nominales o de fachada; sujetos cobrando en varias dependencias mediante modalidades distintas de contratación. Eso, sin considerar la parte más degradante y jugosa de la práctica: funcionarios que contratan ellos mismos servicios, obras y bienes con sus dependencias a través de sociedades comerciales controladas por personas vinculadas. Ese es un modelo ya “legalizado” de negocios. Si se auditan como debe ser la nómina y los criterios de las contrataciones públicas encontraremos arácnidos, batracios y reptiles.
Cuando leo, escucho o veo las necedades cotidianas de nuestros funcionarios, los dispendios de sus fantoches vidas y su pálido desempeño, pienso en esos miles de talentos proscritos. Imaginar que otras sociedades están aprovechando sus notables capacidades es enojoso. Soportar a funcionarios que, como bestias rudamente domesticadas, no tienen una puta idea de lo que deben o tienen que hacer es una prueba dolorosa de resignación; tolerar impotentes que nuestros impuestos sustenten graciosamente a sus familias, dependientes y amantes es pecaminoso. La sociedad es la mala. Ese parece ser el tributo de nuestras ausencias. ¡Que viva la mediocridad!
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