Mañana es otro día
El calendario ordena y entreteje la memoria de la existencia. Así, el nuevo año es utopía: de nosotros depende que sucedan las cosas. Nuestros actos hacen grandes o no las fechas.
El futuro no se espera; se construye: es obra inacabada del presente, de un hoy linealmente progresivo. Para hacerlo hay que trabajar. Y no aludo al trabajo que promueve el pensamiento liberal en el que el hombre es pieza de un engranaje dominado por los imperativos del mercado. Me refiero al esfuerzo inteligente, creativo y disciplinado para ser más sujetos y menos objetos.
Siempre he pensado que el tiempo es un concepto indescifrable pero infinito, absolutamente totalitario y cósmico, aunque estático. Lo que le da sentido dinámico y dirección son los propósitos y las acciones, verdaderas fuerzas del cambio. En esa visión, el tiempo es apenas recipiente de una corriente movida por nuestras propias elecciones. Somos en él, pero él no nos predestina. Pasado, presente y futuro son apenas “edades” de la memoria; tramos de la misma línea cronológica. Para el español Llorenc Villalonga (1897-1980) el presente no existe: “es apenas un punto entre la ilusión y la añoranza”. Mientras que el francés Anatole France (1844-1924) decía que el futuro es apenas “un lugar cómodo para colocar los sueños”. Oscar Wilde (1854-1900) escribió: “El único encanto del pasado consiste en que es el pasado.”
El calendario ordena y entreteje la memoria de la existencia. Así, el nuevo año es utopía: de nosotros depende que sucedan las cosas. Nuestros actos hacen grandes o no las fechas. Las huellas las dejan los hombres; el tiempo las borra o las conserva en la memoria de los años. Así, el tiempo no se espera; se guardan en él las decisiones.
Los años no son malos ni buenos; nuestras determinaciones pueden ser asertivas o erradas y son ellas las que finalmente decretan lo que seremos: nos redimen o nos culpan. Pero ¡vamos!, vivamos intensamente la ficción de un nuevo año para hacer rupturas, ventilar sueños, oxigenar la rutina, afirmar la fe, pausar el ritmo, aspirar aire, contar las pisadas, arraigar las convicciones, reordenar los planes y dar altura a las visiones. Sí, apropiémonos positivamente de esa ilusión como coartada para repensar nuestras estrategias y rescatar así tantos planes arrimados y compromisos abandonados. Desempolvemos los pactos interiores; esas intenciones calladas pero perentorias frenadas por la apatía, el miedo o el qué dirán. La vida como oportunidad no siempre regresa ni tampoco se excusa; es una gracia portentosa de Dios (para los que en él creemos) a quien finalmente le debemos las grandes cuentas. El escritor belga Georges Poulet (1902-1991) escribió: “No es el tiempo lo que se os da, sino el instante. Con un instante dado, a nosotros nos corresponde hacer el tiempo”.
Comprar un carro, construir una casa, decidir un matrimonio, “hacerse” los senos, rebajar unos kilos, terminar una carrera o cerrar un buen negocio son puntos de un buen catálogo de planes, pero no nos realizan en nada esencial. Lo que hacemos, tenemos o logramos nos condiciona, pero no nos define; ni siquiera suma a lo que somos. Por más acrobacias y rodeos empeñados, si buscamos en las últimas razones de la existencia nos tropezaremos con la primera verdad: realizarnos en los demás; ese debe ser el propósito de la vida: trascender al yo y ser en el prójimo. El éxito deja satisfacciones; la entrega nos hace felices e inmortales. La vida es más que sus logros. Nadie ha sido recordado por sus bienes, pero sí por su testimonio. La verdadera historia la pueden contar los que recibieron nuestras obras.
Siento fascinación fetichista por el jabón, el papel higiénico y el inodoro; les llamo la “utilería de la futilidad”; su uso nos convoca a la misma razón y altura. ¿Quién ha prescindido de ellos? Cuando me hablan de la grandeza de alquien en fama, fortuna o poder me basta imaginarlo forzando pujos sobre un inodoro, entonces regreso a su talla y ¿por qué no?: a las esencias. Nuestra poquedad es tal que las cosas no solo nos preexisten, también nos trascienden: antes de que fuéramos, estaban; después de ser, permanecen. En su historia somos apenas una arenosa mención perdida en pocas memorias. “Esa casa fue de...”, dirán.
Me provoca esta parábola de Jesús: “También les refirió una parábola, diciendo: La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios” (Lucas 12:16-20 RV1960).
Vivamos hoy con la fe del mañana y mañana con la determinación de hoy, total, como escribía la estadounidense Margaret Mitchel (1900-1949), autora de la novela Lo que el viento se llevó: “Después de todo, mañana es otro día”. ¡Feliz vida nueva!
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