La inteligencia necesita la barbarie
El totalitarismo nazi es un ejemplo fácil. Lo difícil es prever el que se va instalando discretamente en un país determinado, cuando no se toma en serio a un dirigente político extremista, de derecha o de izquierda, a un alto oficial con ideas de poder, a los chauvinistas, racistas, que nos parecen payasos de la política.
Cuando, el 30 de enero de 1933, Adolf Hitler fue nombrado por el presidente de la República canciller de Alemania, lo hacía con la finalidad de poner a prueba la demagogia del exaltado dirigente del Partido Nacional-Socialista Alemán (NSDP o Nazi).
Ahí estuvo el error. En menos de dos meses, en marzo del mismo año, se disolvió el Parlamento alemán y se realizaron elecciones. Para sorpresa de los que creían que los Nazis iban a fracasar, obtuvieron una mayoría abrumadora al tiempo que desaparecía la República de Weimar, la que había reemplazado al imperio alemán derrotado en la Primera Guerra Mundial, y se instauraba el tan funestamente recordado Tercer Reich.
Lo que siguió después, persecución a comunistas, intelectuales, artistas, judíos, homosexuales, gitanos, minusválidos, extranjeros, campos de concentración, una guerra mundial, exterminios en masa con un saldo total de más de 50 millones de muertos de los cuales 23 eran soviéticos y 6 judíos, se había puesto en práctica lo que, desde la fundación del Partido Nazi, Hitler y sus principales seguidores habían enarbolado. De modo que sus actuaciones, desde el poder, no eran una sorpresa.
El totalitarismo, aunque demagógico, no es sutil, porque no esconde sus objetivos. Lo que sorprende es que un país como Alemania, cuyo nivel intelectual era entonces el más alto de Europa, cediera a un discurso vacío y desprovisto de sentido como era el de los Nazis. Freud, al poco tiempo de salir de Viena, dio una explicación de lo que pasaba en Alemania al decir que la inteligencia tenía necesidad de la barbarie.
Pero Hitler no es el padre creador de esas ideas. Desde finales del siglo XIX las ideas que le llevaron al poder circulaban en el imperio. La teoría de una raza pura, el pangermanismo, el nacionalismo, la intolerancia intelectual, el antisemitismo, etc., habían echado raíces en los alemanes. Después, con la derrota en la guerra de 1914-18, la crisis económica que siempre acompañó a la República de Weimar, con argumentos tan infantiles como aquel de que los culpables eran los judíos porque tenían el poder económico; que los culpables eran las naciones vencedoras en la Primera Guerra Mundial y, por consecuencia, el Pacto de Versalles que no era más que una humillación para una nación superior como Alemania; las propuestas del nazismo prendieron con tanta rapidez que en menos de 13 años ya estaban en el poder y, luego, sin perder tiempo proclamaron el Tercer Reich y pusieron en práctica sus teorías.
Hitler no era alemán, era austríaco. Llegó a Munich poco antes del inicio de la guerra de 1914. Hasta la guerra ejercía la profesión de pintor de acuarela. En Viena se había presentado en dos ocasiones al examen de admisión necesario para entrar a la prestigiosa Escuela de Bellas Artes de allí y había fracasado. Y, luego de unos años sin trabajo ni domicilio conocido, huyéndole al servicio militar de su país, se trasladó a Munich en busca de mejor suerte. Paradójicamente, un hombre que había huido de su país para evitar el servicio militar y había sido declarado desertor, se enroló en el ejército alemán como soldado. Durante los cuatro años que duró la “Gran Guerra”, como se le dice en Europa, fue mensajero, lo que, para su provecho personal, le permitió hacer relaciones con oficiales de alto rango.
Desde entonces, la vida y las ideas de Hitler cambiaron. Durante los años de Viena su militancia política no es importante. Las biografías del “Führer” falsifican su pasado. Fue por azar que descubrió su capacidad de orador y completamente influido por las ideas nacionalistas y racistas de la alta oficialidad alemana derrotada, se lanzó a una carrera política exitosa hasta la derrota de Alemania en 1945 dejando a su paso una estela de muertes y destrucción.
El totalitarismo nazi es un ejemplo fácil. Lo difícil es prever el que se va instalando discretamente en un país determinado, cuando no se toma en serio a un dirigente político extremista, de derecha o de izquierda, a un alto oficial con ideas de poder, a los chauvinistas, racistas, que nos parecen payasos de la política.
En la República Dominicana tenemos sólo un caso de totalitarismo, guardando las proporciones, como el de Hitler en Alemania: la Era de Trujillo. Pienso que semejante, porque si se analizan los 31 años de la dictadura vemos que obedecía a los mismos principios del totalitarismo de tipo hitleriano: exterminación de “raza”, asesinato político, nacionalismo exagerado, control absoluto sobre la cultura, intolerancia intelectual, censura, exaltación de la carrera militar, fastuosidad de tipo fascista, etc.
Trujillo también surgió de la nada: un simple telegrafista transformado en militar por el ejército de intervención norteamericano de 1916-24 y el descuido del presidente Horacio Vásquez. Hubo quienes se dieron cuenta del peligro que significaba el coronel Trujillo. Algunos callaron; otros no fueron escuchados. Una indiferencia que nos costó más de treinta años de opresión y muerte. Una triste experiencia que nos debe mantener en constante vigilancia para que no se repita nunca más.
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