La adaptación de Cien años de soledad
En el siglo XIX se adaptaban novelas al teatro. Desde hace más de un siglo el cine ha reemplazado al teatro en darles “vida” a los personajes de papel que se pasean entre las páginas de Los Miserables, Los tres mosqueteros y de El Conde de Montecristo.
Gabriel García Márquez se opuso siempre a la adaptación cinematográfica de Cien años de soledad, aunque autorizó que Crónica de una muerte anunciada, El amor en los tiempos del cólera, Cándida Eréndira... y relatos de Los funerales de la mamá Grande fueran adaptados al séptimo arte.
Poco después de su fallecimiento, sus herederos, según se ventiló en la prensa, dieron su autorización a Netflix de realizar una serie en streaming de Cien años de soledad. El formato utilizado por Netflix que por su división en episodios y posiblemente en temporadas daría más libertad a la imaginación del o los guionistas que tendrán la responsabilidad de adaptar el mundo real-maravilloso que millones de lectores de la afamada novela recrearon en su imaginación, como lo hace cualquier director de cine cuando adapta y/o dirige una obra de ficción. Los efectos técnicos para recrear el mundo de Cien años de soledad el cine los tiene. Los límites son otros. García Márquez lo sabía. Supongo prefería que Aureliano Buendía tuviera las características físicas que cada lector le atribuyera y mantener al antojo del lector la representación del lugar, los personajes, etc.
Cuando leí La hora veinticinco (1967), no me imaginaba a Iohann Moritz con la cara de Anthony Quinn. El actor que Henri Verneuil escogió como personaje central era su representación de Moritz.
La novela francesa del siglo XIX en general, sin ser histórica, se basa en acontecimientos históricos. Balzac elaboró un ambicioso proyecto novelístico que comprende varias centenas de novelas bajo el título genérico de La comedia humana dividiéndola en “estudios”: de costumbres, de la vida privada, de provincia; parisiense, campesina; filosóficos y analíticos. Un mundo que para Karl Marx constituye el mejor estudio sociológico de la Francia de entonces con muchas más características de novela histórica que, por ejemplo, La fiesta del chivo de Mario Vargas Llosa que, sin pretender que su novela sea histórica, recrea los acontecimientos que preceden al exitoso atentado que dio al traste con la vida y dictadura de Trujillo en República Dominicana.
Los dominicanos consideran que tienen el monopolio de la muerte y de todo lo relativo a la Era de Trujillo y al ajusticiamiento del tirano, arremetieron contra la novela olvidando que era una ficción que sólo tenía de histórico ese episodio de la historia dominicana reciente, pero sin el rigor que exige la Historia. La fiesta del chivo, como toda buena novela, no analiza, no interpreta, crea un marco de referencia que hace el relato verosímil. Al autor no le preocupa la historia a menos que beneficie la ficción. Digamos que la novela de Vargas Llosa simplemente es verosímil. En sus paginas evolucionan los reales protagonistas del ajusticiamiento del tirano: Antonio de la Maza, Imbert Barreras y los demás miembros del grupo de acción, por ejemplo, junto a personajes ficticios como Urania y Cerebrito Cabral que, por el apellido, se le identifica con Mario Fermín Cabral es un recurso para crear el efecto de real de la novela.
La novela es el mundo en que la mentira debe parecer verdad. El Enriquillo de Galván a pesar del subtítulo leyenda histórica dominicana se considera y se lee como histórica. Manuel de Jesús Galván para lograr que pareciera histórica se apoya principalmente, en la Historia de las Indias de Bartolomé de las Casas; principalmente porque Gonzalo Fernández de Oviedo, cronista oficial de la Corona española, no correspondía con lo que el ingenioso escritor dominicano necesitaba para contar la historia del primer indígena del Nuevo Mundo que enfrentó al Imperio español. Por la destreza y habilidad con que utilizó las referencias históricas su “leyenda” se lee como histórica desde su edición definitiva de 1909 en América Latina.
Volviendo a nuestro corderito, la adaptación de novelas al cine tiene la particularidad de que los personajes adquieren el rostro del actor que, según la época, los haya interpretado. En el vocabulario del teatro se considera que cuando un actor interpreta por primera vez un personaje de una obra dramática lo “crea” porque le da vida.
Para mí Iohann Moritz tendrá siempre el rostro de Anthony Quinn en La hora 25, el de Zorba el griego en la novela de Níkos Kazantzákis; el de Barrabás en la adaptación al cine de Barrabás de Pär Lagerkvist. Mientras Netflix termina la serie Cien años de soledad, tanto el coronel Aureliano Buendía como los demás personajes de la novela serán como el lector se los imagine al poner en escena el mundo maravilloso de Cien años de soledad.
En la historia del cine abundan extraordinarias adaptaciones de novelas cuya puesta escena no pretende ser exactamente la obra adaptada. En el cine una sucesión de imágenes constituye una historia. En la novela el lector transforma en imágenes una historia.
En el siglo XIX se adaptaban novelas al teatro. Desde hace más de un siglo el cine ha reemplazado al teatro en darles “vida” a los personajes de papel que se pasean entre las páginas de Los Miserables, Los tres mosqueteros y de El Conde de Montecristo. Las adaptaciones de estos clásicos de la literatura universal son tan numerosas que podemos tener preferencia por una de ellas y que la próxima sea mejor. Mientras llega la serie Cien años de soledad el lector puede hacerse su propia escenificación de la extraordinaria novela que su autor nunca quiso ceder a los productores de Hollywood.
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