Despierta dominicano: se hace tarde
Al tejido social apenas le quedan guiñapos de un amplio festín. De ahí la pobreza. De ahí el abandono del terruño hacia tierras extrañas.
Hace algunos decenios en tierras del Cibao se hizo famosa una canción, cuyo estribillo dice: “Ya Santiago tiene lo que no tenía, una planta eléctrica y agua en tubería”. La llegada de la electricidad y del agua potable significó una mejoría inmediata en el nivel de bienestar de los ciudadanos. Dados los magros recursos que existían, aquel fue un gran acontecimiento, celebrado con alborozo por los pobladores.
Con la región fronteriza se pretendió que ocurriera algo similar, para lo cual se aprobó, en 2001, una ley que creó incentivos fiscales para las empresas que se ubicaran allí.
La ley se originó en una buena idea. Pero estuvo mal enfocada y fue aprobada a modo de golondrina solitaria que no hace verano. Partió de la premisa de que prodigar incentivos fiscales lleva a crear empleo de calidad y a utilizar los recursos de la zona. Confundió buenas intenciones con las herramientas necesarias para concretarlas.
Diferente al caso de Santiago, la ley de desarrollo fronterizo, con las consabidas excepciones, no prodigó júbilo en los habitantes de esas demarcaciones, aunque sí distribuyó riqueza a quienes se acogieron a sus estipulaciones. También creó un trato desigual al que se aplica al resto de la industria nacional, por el solo hecho de la ubicación de las empresas.
La ley mencionada no ha tenido como consecuencia el mejoramiento del nivel de vida de la población dominicana que habita en la frontera, ni ha promovido la colonización masiva de esa franja, ni la explotación de sus recursos naturales. De poco ha servido la instalación allí de empresas intensivas en bienes de capital que no contratan en forma masiva población dominicana. Y de poco ha valido que los insumos que se procesan sean ajenos a la frontera y queden sin aprovechar sus vastos recursos naturales.
El criterio básico para conceder incentivos en la zona fronteriza debería ser, en lo adelante, crear empleo de calidad para los dominicanos, con disfrute de salarios dignos, mediante la instalación de empresas con elevada relación trabajo/capital; y el de utilizar intensivamente los recursos naturales de la zona fronteriza y del resto del país. Es decir, generar eslabonamientos. Un tercer criterio pudiera ser que se enfoquen en las exportaciones.
Pero todo eso, si ocurriera, siendo relevante, tampoco bastaría. Habría que complementarlo con un ambicioso plan de desarrollo de la agropecuaria, silvicultura, agroindustria, industria, pesca, artesanía, turismo, minería, servicios.
La frontera merece una acción decidida del Estado para mejorar su infraestructura vial, hídrica, eléctrica, sanitaria, educativa y del espectro electrónico como radio, televisión, teléfonos, internet, así como la seguridad colectiva, lo cual incluye controlar con rigurosidad el borde, evitar la penetración de inmigrantes indocumentados y repatriar a los que se encuentran en el país de forma irregular.
Hacia ese rincón olvidado de la patria deberían dirigirse todos los recursos que estuvieren disponibles, reorientando hacia allí la inversión pública y privada.
Pero no, lo que se observa asusta. Es contra natura que en la zona fronteriza y también en el resto del país, se utilice intensivamente mano de obra haitiana que desplaza a la dominicana. Eso ocurre, por ejemplo, aunque no únicamente, en las vastas plantaciones de guineos para la exportación de la línea noroeste.
Los beneficios para el país de la expansión económica se diluyen. Una parte de los ingresos se traslada al exterior en forma de utilidades y otra parte sale como remesas generadas por trabajadores no dominicanos. Al tejido social apenas le quedan guiñapos de un amplio festín. De ahí la pobreza. De ahí el abandono del terruño hacia tierras extrañas.
La ley de incentivos fronterizos, y otras tantas disposiciones públicas, no están orientadas a lograr el arraigo de los quisqueyanos a su tierra, ni a diseminar la riqueza en la población dominicana.
A eso se agrega que las leyes laborales son rígidas, inducen a la informalidad y a la contratación de inmigrantes; y se incumple la relación de 20 extranjeros documentados como máximo por cada 100 empleados, que debería ser llevada a 10/100, aparejada con drásticas sanciones para quienes la violen.
Se echa de menos la existencia de leyes buenas, que se cumplan a rajatabla, cuello de botella que traba el desarrollo.
La soberanía se encuentra en grave riesgo por el trueque entre negocio y nacionalidad, en beneficio de pocos. En esas lomas y llanos de belleza incomparable de la frontera, reside el destino de la patria. Corresponde conservarlos para siempre. O rumiar en playas lejanas su pérdida definitiva. ¡Despierta, dominicano: se hace tarde!
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