Aborto y Constitución (1/2)
Uno de los temas más controvertidos en el proceso de reforma de la Constitución de 2010 fue el de la interrupción del embarazo. Mientras las organizaciones de mujeres, los sectores más liberales de la opinión pública y un reducido grupo de valientes asambleístas propugnaban porque ese tema se remitiera a la Ley General de Salud, un poderoso sector del clero católico, de la mano de grupos políticos ultraconservadores, llevó a cabo ingentes esfuerzos por lograr la criminalización absoluta de la práctica del aborto en la misma Constitución. Esto sin considerar que el éxito de una iniciativa de esa naturaleza podía comprometer un importante elenco de derechos fundamentales relacionados con la dignidad humana, la libertad individual, la salud, la vida, la integridad y la vida sexual y reproductiva de las mujeres.
En la estructura del Anteproyecto de Constitución que sirvió de base a los trabajos de la Asamblea Nacional, el texto que contenía la indicada pretensión, y que centró la atención del debate durante meses, fue el artículo 30. Dicho texto estaba orientado por el designio expreso de cercenar, imponiendo su prohibición en la Constitución, el necesario debate sobre el aborto en el país.
Pero el debate no pudo ser silenciado. Desbordó el ámbito de la Asamblea Nacional, saltó a las primeras páginas de todos los periódicos, fue objeto de editoriales que reflejaban y defendían las distintas posiciones, alimentó comentarios de toda especie en los programas de radio y televisión, tomó posesión de las plazas públicas, las calles y las avenidas. Y fue consigna cotidiana en los muros y las pancartas de miles de mujeres y hombres que, frente a la sede del Congreso Nacional, se opusieron a la intención de petrificar en una cláusula constitucional una cuestión tan vital para más de la mitad de la población del país.
Ya en el marco de la Asamblea Nacional el debate fue amplio e intenso. Se escenificó en presencia de representantes de los distintos sectores que intentaban hacer valer sus posiciones. Uno de los elementos relevantes en la votación sobre el tema fue el miedo. El miedo que se apoderó de buena parte de los asambleístas frente a las amenazas de un sector de las iglesias católica y protestantes.
De ello dejó constancia, entre otras, la asambleísta Ana Isabel Bonilla. Con pasión y firmeza, esa mujer extraordinaria, que lleva casi 9 años honrando con la luz de su sola presencia a nuestro Tribunal Constitucional, manifestó que, el miedo a ser penalizados por las urnas en las elecciones legislativas de 2010 permeó el debate sobre el tema: “La aprobación del Art. 30 en primera lectura desató una gran movilización social en todo el país, tanto de sectores progresistas, liderados por el movimiento de mujeres, como de sectores ultraconservadores, liderados por la Iglesia católica. Como parte de una gigantesca campaña de desinformación y chantaje político, en todas las misas dominicales de todo el país se leen los nombres de los 32 asambleístas que votaron en contra del Art. 30 en primera lectura y se amenaza con represalias políticas a quienes osen cambiar su voto en la segunda lectura.”
Ese era el clima al momento de la votación. El resultado fue que 128 asambleístas votaron a favor de que se aprobara el texto del artículo 30 tal como se había sometido, mientras que 34 votaron en contra. Ese texto pasó a ser, luego del cotejo de lugar, el artículo 37 de la actual Constitución.
Vale repetir: hubo una intención deliberada de prohibir el aborto en la Constitución pretendiendo que, con ello, la prohibición absoluta y las penalidades de lugar en el Código Penal devenían en automáticas. Pero analicemos el texto efectivamente aprobado.
El artículo 37 constitucional dispone: “El derecho a la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte”. Entender este texto en el sentido de que establece una prohibición absoluta del aborto pasa por alto una serie de cuestiones sin cuya consideración no es posible entender adecuadamente el conjunto de disposiciones constitucionales relacionadas con el tema.
Imaginemos en primer lugar el escenario, lamentablemente frecuente, de que el embarazo de la mujer constituya una amenaza para su propia vida. Si, conforme el texto de referencia, la vida es inviolable desde la concepción hasta la muerte, impedir que la mujer interrumpa el embarazo para poder sobrevivir al mismo, entraña una flagrante violación de su derecho a la vida.
Imaginemos por un momento -y de manera provisional- que el no nacido tiene intereses reales y actuales que deban ser protegidos constitucionalmente desde la concepción. Estaríamos ante una situación de conflicto entre los portadores de un mismo derecho en imposibilidad de disfrutarlo de manera incluyente: llevar a término el embarazo, para proteger los intereses del no nacido, implicaría la muerte de la madre; al tiempo que la preservación de la vida de ésta implicaría la suspensión del proceso de gestación. Si cualquiera de las alternativas posibles implica la violación del derecho a la vida, ningún tercero, ni siquiera el Estado, puede imponer con carácter de obligatoriedad la opción que considera correcta, por la sencilla razón de que ninguna lo sería.
El dilema que esto plantea es de naturaleza ético-moral, no jurídica. Ante esta situación la pregunta que se plantea es la siguiente: ¿cuál es la mejor forma de proteger el derecho a la vida constitucionalmente establecido? La cuestión dependerá del universo de valores éticos y morales que informan la visión del mundo de la madre. Ésta siempre tendrá la opción de sacrificarse, si sus códigos morales, sus creencias religiosas o filosóficas así se lo dictan. Pero debe ser su opción. Su decisión no puede venir impuesta legislativamente, porque en la tradición republicana en la que se inscribe con fuerza nuestro texto constitucional, el Estado tiene un deber de neutralidad en asuntos morales.
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