Hablemos hoy del mañana

Por qué el crecimiento económico no es suficiente

Un vocablo clave que recoge con rigor lo que quisiera para este país es concentración. Se trata de un acto derivado, ya que supone, como ejercicio previo, la atención, acción que discrimina lo céntrico de lo periférico. Desde esa perspectiva, la concentración es la focalización de la atención hacia un objetivo determinado.

El desarrollo no es un estatus espontáneo: es un proceso dirigido y secuenciado hacia objetivos estratégicamente ideados.  Uno de los problemas que arrastra la gestión del subdesarrollo es la falta de planificación, es decir, la indisposición de gobernantes y gobernados para ordenar esos objetivos y atarlos a estrategias de consecución.  

Nuestras carencias en ese plano son primarias, pues nacen de dificultades básicas de atención para generar la concentración que demanda la planificación del desarrollo. Nos situamos, pues, en el punto de inicio: la concentración. Y no nos concentramos porque socialmente adolecemos de un déficit de atención como condición que nos priva “sostenerla” más allá de lo cotidiano y así discernir lo esencial de lo accidental, lo perentorio de lo no apremiante, lo superficial de lo estructural.

La falla adquiere dimensiones inabordables cuando cada Gobierno se instala con sus propias atenciones, compromisos e intereses, que no siempre armonizan con las prioridades sociales.  De hecho, esa es la costumbre tácita en la mayoría de las gestiones. La discrecionalidad de los gobernantes es culturalmente abrumadora. Tal libertad da vasto espacio a la improvisación y al casuismo.

El desarrollo es un todo armónico, unitario e integral. Responde a una ingeniería social en la que todas las demandas colectivas e institucionales se encuentran alineadas e interrelacionadas. El desarrollo no es efecto, es causa: hay que idearlo, planificarlo, convenirlo y trabajarlo. Es una arquitectura viva, dinámica, diacrónica y sostenible de realización. Corresponde a “la inteligencia” de una nación para preverse en el futuro en función del diseño de hoy. 

De poco nos sirve el crecimiento económico cuando este solo aprovecha a los que controlan la economía. En ese contexto, la cuestión crítica es quiénes crecieron.  En medio de la desigualdad que nos aleja, el crecimiento es delirio cuando solo beneficia a quienes dominan uno de los mercados más concentrados de Latinoamérica. 

La economía podrá crecer y provocar un progreso que dé la apariencia material del desarrollo, pero no lo hay ni lo habrá sin una afectación positiva al factor humano. El objeto y sujeto del desarrollo es la persona; es un estado de realización colectiva en acceso a recursos, oportunidades y condiciones de vida. El desarrollo articula, fortalece y sostiene el progreso. Pasó el tiempo de conformarnos con el progreso y ocuparnos del desarrollo. La autocomplacencia casi erótica con las cifras macroeconómicas y las comparaciones regionales ya no provoca excitaciones. Cada día descubrimos la hondura de nuestras insuficiencias estructurales.

No tenemos experiencias relevantes en planificación del desarrollo. Lo más próximo ha sido la aprobación de una Estrategia Nacional de Desarrollo 2030 hace casi trece años, impuesta por la Ley número 1-12. Si bien este instrumento identifica sus ejes estratégicos con los correspondientes objetivos y líneas de acción, se trata de un cuerpo de formulaciones genéricas y abiertas sin concreciones enteramente coherentes con sus objetivos.  Es solo un mapa de ruta o un plano de coordenadas. Creo que sobre esa misma estrategia debemos sentarnos y dialogar socialmente.

Sé que los llamados diálogos nacionales no fueron experiencias de grata memoria en nuestra historia reciente porque la mayoría se armaron como tratos de cúpulas para solventar situaciones de crisis. Pienso, sin embargo, que nuestra democracia ha madurado y que podemos entrar en un ciclo de “concentración deliberante” para, mediante pactos sociales horizontales, diseñar las bases de nuestro futuro. De esos pactos nacerán los planes quinquenales, decenales y treintañales para sectores claves del desarrollo, incluyendo el modelo económico y la política fiscal.

Es obvio que para llegar a ese escenario habrá que vencer muchas resistencias, como las intolerancias de los propios líderes políticos, quienes lo boicotean cuando son convocados por los gobiernos porque creen que con su participación validan sus ejecutorias o fortalecen su aprobación. La nación ya sabe discernir las intenciones políticas de las legítimas. Y creo que la abortada reforma fiscal fue una muestra de ello. La mayoría favorecía una reforma que fortaleciera la sostenibilidad financiera del Estado; en lo que no estaba de acuerdo era con la propuesta presentada por el Gobierno.

Pienso que un segundo mandato de una administración ya probada es más que ideal para empujar ese esfuerzo.  De hecho, personalmente le he hecho saber al presidente mi desconcierto con el abandono de un pacto fiscal sustentado en un diálogo de amplia base. Las preguntas son críticas: ¿Qué se pierde? ¿Qué importa dejarlo correr sin reparar en el tiempo? Tarde o temprano ¿no lo tendremos que hacer?

Debemos cambiar de ruta y tomar la nación en serio. Hay intereses que quieren vernos como somos: entretenidos con lo superfluo; así se evitan ejercicios pensantes que despierten conciencias. Existen centros anestésicos que fabrican tramas, espumas y tramoyas para darle sentido de espectáculo a la rutina. El repertorio es infinito. Un evento tumba al otro en caída de dominó. Los escándalos de hoy son densa columna para tapar a los de ayer. Nos han acostumbrado a contentarnos con las migajas y a negociar por bagatelas. Gobiernos van y vienen, y los problemas de base siguen sin tocarse. Todos se acusan de ser responsables: los que estuvieron y los que están. Mientras, las atenciones se postergan y las soluciones se encarecen. Esa inconciencia ha debilitado la voluntad colectiva para autoestimarse y exigir otros rumbos. Estamos atrasados. Debemos concentrarnos.

Abogado, ensayista, académico, editor.