Cuando la pelota nos delata
Supersticiones y estrategias, el alma del béisbol en República Dominicana
Mi cuñado es español y, para más, andaluz. Reside temporalmente en la República Dominicana. En una ocasión lo llevé al Estadio Cibao con la romántica expectativa de animar en él algún interés por el béisbol. A pesar de sus disimulos, la lenta trama del juego terminó por aburrirlo. Además, no lograba entender las reglas implicadas en su casuística.
A José María Pascual le frustraba no poder ganarle emoción a un deporte en el que un bateador agota un turno de hasta cuatro minutos en el plato. Tampoco le provocaba un juego sin tiempo medido y en el que el empate hace impredecible el desenlace. Entre los pocos detalles que lo distrajeron, apenas se cuenta la anatomía escasamente atlética de los pitchers. Todavía no se explica lo de las panzas de algunos.
Mi cuñado no quedó con deseos de volver al escandaloso estadio de los santiagueros, donde un rutinario strike es razón para agitar la delirante ovación de las gradas. Y es que, como escribía Thomas Boswuel, aquel legendario columnista deportivo del Washington Post, “más que cualquier otro deporte, el béisbol crea la adictiva ilusión de que casi puede ser entendido”. Se trata de un juego intrincado, estratégico y sorpresivo.
Otro amigo extranjero, un suizo residente, tampoco termina de entender cómo a los dominicanos, gente de carácter pasional y poco reflexivo, les apasiona un deporte de complejo diseño técnico. Junto al fútbol americano es una de las disciplinas con más reglas y “situaciones de juego”, sin considerar su pausado desarrollo.
Es comprensible la lectura de estos dos extranjeros: el béisbol no es un deporte de emociones intensas: es un entretenimiento de suspenso sostenido. Tal condición quizás pudiera ser más compatible con el temperamento inglés (que tiene en el críquet su pasión equivalente) o con el genio circunspecto japonés, país donde, junto al sumo, es deporte nacional.
Uno supone que deportes como el fútbol, de permanentes movimientos, o el basquetbol, de continuas anotaciones, debieran ser más afines con una emotividad de rápida combustión como la nuestra, pero el béisbol, lejos de soportar la competencia de otras disciplinas organizadas, afirma su tradicional predominio en la cultura dominicana.
La gestión del juego requiere inteligencia táctica y un dominio emocional templado, quizás como en pocas disciplinas, independientemente de las pericias para generar estrategias ofensivas o eliminar riesgos de anotaciones. El equilibrio de esas habilidades supone una mente desconectada de las pasiones que suele desatar el suspenso de la trama.
A pesar de todo, hay una conexión indescifrable del béisbol con nuestra idiosincrasia. Y creo que una de las propiedades que ligan ambas cosas es la imprevisibilidad. En el juego se da una concurrencia variada de condiciones que hacen impredecible, como en pocos deportes, su desenlace. Eso hace que los registros estadísticos sean valiosos instrumentos para mitigar tal circunstancia y, aun así, es difícil crear patrones predictivos.
Como contrapartida, la vida de la mayoría de los dominicanos se desenvuelve igualmente en un carrusel de contingencias. La subsistencia es una carrera del día a día. Esto hace que la planificación no sea una de nuestras mejores virtudes. Dependemos culturalmente de lo fortuito -o lo providencial-, de ahí que lo aleatorio, como en el béisbol, sea un factor siempre ponderable en la proyección de cualquier decisión rutinaria o de vida. Ese sentido casi instintivo de que “solo Dios sabe” no necesariamente es un acto de fe; es un abandono a la fuerza ínsita de las cosas, a un fortuismo de factura casi mística. Así es el béisbol, intensamente contingente, tanto que en su historia cobró celebridad aquella famosa expresión de la gloria de los Yanquis, Yogi Berra: "Esto no se acaba hasta que se acaba".
La imprevisibilidad del juego alienta por demás el espíritu supersticioso, otra estampa de nuestra matriz identitaria. El dominicano lleva “la suerte” a todos los planos de su vida. De ahí que las apuestas sean razón cotidiana de sus expectaciones. Eso explica por qué tenemos 71,000 bancas registradas y cerca de 100,000 en la "clandestinidad" que mueven aproximadamente ocho millones de dólares diarios y seis sorteos cada día operados por igual número de concesionarias. Paralelamente, pocos deportes han creado una antología tan rica de cábalas. Tales sugestiones han afectado a organizaciones, dirigentes, técnicos y jugadores.
La lista de jugadores supersticiosos en el gran circuito es interminable. Recordemos a Minnie Minoso que se bañaba con su camiseta interior para atraer la buena suerte, a Ozzie Smith cuando entraba al campo interior dando vueltas de maroma, a Wade Bogs que se comía un pollo entero antes de cada juego, a Ichiro Susuki que guardaba sus bates en papel de seda, a Craig Baggio que no cambiaba el casco ni lo aseaba, al igual que Manny Ramírez, a Nomar Garciaparra cuando con extraños movimientos tocaba los cierres de sus guantes antes de cada lanzamiento, a Moisés Alou cuando mojaba sus manos con su propia orina para reforzar el agarre del bate, a Jason Giambi cuando se ponía y repartía en el club de los Yanquis tangas doradas para salir de las malas rachas, a Roger Clemens cuando conversaba con la estatua de Babe Ruth en el Yankee Stadium o a David Ortiz cuando arrojaba saliva en sus guantes antes de batear.
En la fanaticada dominicana las cábalas son un compendio inédito. En lo personal, por más resistencia a consentir en ellas, soy fanático de un equipo que me obliga. Se trata de las Estrellas Orientales, con un desempeño formidable en las series regulares, pero desastroso en los playoffs. Una de mis desesperadas atenciones para “evitar” sus reveses es no asistir al Estadio Cibao cuando vienen, porque vivo en Santiago y soy parte del club de los 33 estrellistas organizados de la provincia. Es increíble, pero he asistido once veces en los últimos ocho años y en todas mi equipo ha perdido; así, he sacrificado la asistencia para ver ocasionalmente el juego por televisión con mejor suerte. Pienso, que este año ganarán la serie regular, por lo que me aseguraré en lo sucesivo de no ver televisión ni leer prensa deportiva en ningún medio. Quizás así logro ir a la Serie del Caribe. Pero, créanme, que no simpatizo con las supercherías (lol).
La imprevisibilidad del juego alienta por demás el espíritu supersticioso, otra estampa de nuestra matriz identitaria. El dominicano lleva “la suerte” a todos los planos de su vida. De ahí que las apuestas sean razón cotidiana de sus expectaciones. Eso explica por qué tenemos 71,000 bancas registradas y cerca de 100,000 en la “clandestinidad”.
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