¡Que viva el aburrimiento electoral!
Superando el fatalismo electoral
He oído a ciertos opinantes de los medios decir que esta campaña ha sido una de las más tediosas. A pesar de que tal percepción parece basarse en los márgenes escasamente competitivos que las encuestas les dan a los candidatos, pienso que subyacen motivos aún no descifrados. Y creo que tienen que ver con los pocos sobresaltos que este proceso ha generado hasta el momento. Si esa apreciación es correcta, entonces hay motivos para celebrar el aburrimiento.
No pocos estudiosos políticos entienden que una democracia madura es sintomáticamente aburrida. En ella las instituciones funcionan, los actores desempeñan sus roles, los procesos pasan con normalidad y las elecciones no alteran la vida de los ciudadanos. Es, en general, un sistema dominado por procedimientos, patrones y certezas que en países políticamente civilizados no dan lugar a creatividades ni espontaneidades.
En la democracia formal no hay espacios para la épica ni para los paladines. No ofrece nada distinto al orden que ella provee; lo que encontramos es, al decir de Gonzalo Castro Marquina (2019), “una aburrida, aunque agradable previsibilidad”. “Si la política es aburrida, es estable, sin grandes sobresaltos, y, por lo tanto, sin alteraciones interesantes. Es… más democrática” (Ricardo Dudda, 2018). Para el escritor rumano Roman Manea (2009), “La democracia es imperfecta por naturaleza, no es un proyecto maravilloso… es compromiso entre partes, tratos, negociaciones... muy aburrido, sí, pero mejor que cualquier otro sistema”.
En ocasiones he paseado plácidamente por los centros históricos de algunas capitales del mundo sin enterarme de que ese día se celebran elecciones. Esa no ha sido nuestra historia: cada consulta ha sido una prueba tensa y dura de pasar. Basta recordar las aprensiones que históricamente generaba la inminencia de un año electoral. Durante ese trance se aplazaban planes de vida e inversión, se reservaban decisiones de negocios y se proyectaban escenarios de riesgo en la planeación de todo tipo de proyectos.
Y es que últimamente y redimiendo el trauma de las suspendidas elecciones municipales del 2020, cada experiencia electoral ha sido menos perturbadora. En otras palabras, ha habido una progresión cualitativa hacia una democracia electoral “aburrida”, cada vez con menos sorpresas o traumas.
En este proceso se incorporan por fin los debates electorales, en los que por primera vez los candidatos confrontan ideas, visiones y planes. Este precedente diluye la práctica de vender de contrabando a algunos sin ninguna exposición y con una imagen construida solo con vallas, spots, teleprónter, filtros digitales y make up.
Pasamos casi medio siglo viendo a candidatos rehuirle al debate como “el diablo a la cruz”. Es más, conocimos muchos de ellos cuando ya eran presidentes; entonces nos lamentamos de no haber tenido la oportunidad de conocerlos. Por eso es meritorio que por primera vez en la historia electoral un presidente, aun favorecido con las proyecciones del voto, “asuma el riesgo” —dirían algunos— de debatir. Ese aval del presidente Abinader fortalece la naciente institución del debate y es seguro que con su estreno el electorado lo exija de forma natural en los venideros procesos o se imponga alguna legislación que lo establezca como obligación.
Debemos aspirar a hacer de la campaña electoral y las elecciones una aburrida rutina democrática: sin la idea de la catástrofe que se aloja en el fondo de nuestras incertidumbres, sin necesidad de que el día de las votaciones tenga que ser no laborable, sin las prohibiciones que constriñen y enrarecen la vida colectiva desde el día antes, sin la suspensión de la normalidad y sin la sensación de que el país vive un estado de excepción. Tan simple como un día cualquiera o como sacar dos horas del trabajo para ir a votar… y punto. Debemos superar la idea cultural de que el mundo termina y comienza en cada elección como sombra de un rancio fatalismo nacido en épocas superadas.
Aunque no lo sintamos, hemos madurado. Basta con considerar que la estabilidad política que hemos resguardado nos ha retribuido con la posibilidad de ver crecer por tres nuestro PIB en algo menos de cuarenta años. Sé que eso no es suficiente, pero al menos es un indicador de que el aburrimiento político puede aportar festividades económicas. ¡Que siga entonces el tedio!
Debemos aspirar a hacer de la campaña electoral y las elecciones una aburrida rutina democrática: sin la idea de la catástrofe que se aloja en el fondo de nuestras incertidumbres, sin necesidad de que el día de las votaciones tenga que ser no laborable, sin las prohibiciones que constriñen y enrarecen la vida colectiva...
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