El voto ciego
¿Votamos por quién o por qué?
Un signo de madurez en la comprensión de la democracia electoral es saber por qué votar (más que por quién). Ese criterio de elección supone una transición progresiva del voto subjetivo (por la persona) al voto objetivo (por la propuesta), pero mientras no nos den propuestas seguiremos votando solo por personas.
Desde hace más de treinta años escuchamos reclamos en distintos tonos para que los candidatos presenten planes o programas; que al menos nos digan qué van a hacer.
Hoy se trata de una demanda cansada que convoca muy poco interés en el electorado por la deliberada desatención de los candidatos a lo que debiera ser una obligación básica. Es más, algunos han optado por limitar sus exposiciones formales para evitarse mayores escrutinios sobre lo que piensan o planean sobre un eventual gobierno. Esa misma razón ha impedido la realización de debates electorales.
Por eso ya no causan rubor las recomendaciones de algunos influencers de las plataformas digitales que promueven candidatos por ser populares, empáticos, bonitos, carismáticos o buena gente. Hasta ahí se han reducido los criterios para una elección congresual o municipal idónea.
De esa manera hemos tenido que conformarnos con las consignas de campaña que son vagas insinuaciones conceptuales. Recordemos el “Continuar lo que está bien, corregir lo que está mal y hacer lo que nunca se ha hecho” de Danilo Medina, cuando nunca supimos certeramente qué estaba bien, cómo se iba a corregir lo que estaba mal ni qué era lo que nunca se había hecho. Fue después de consumado su último gobierno que descubrimos la verdad de ese aforismo.
Esta campaña electoral del 2024 ha sido la más pobre de muchas. No hay conceptos ni planes en juego. No es posible construir modelos de pensamiento de los candidatos a partir de sus exiguas exposiciones, mucho menos inferir proyectos ideológicos. Ninguno de los candidatos mayoritarios ha dicho cuáles serán las principales prioridades de sus futuros gobiernos ni las ingenierías comprometidas en sus atenciones; tampoco han esbozado un plan para las reformas políticas, económicas y sociales que orientarán los cambios que hemos esperado por décadas.
El candidato oficialista propone “seguir con el cambio” como noción abstracta, sin más contenido que la aparente diferencia de su gestión con los gobiernos del PLD; los demás candidatos mayoritarios no han podido armar siquiera una consigna que les dé marca distintiva a sus candidaturas.
Leonel Fernández, con el hándicap de tres periodos de gobiernos, obligado a proyectar una imagen renovada —sobre todo para un electorado debutante— apela a un lema sobradamente agotado: “Es palante que vamos otra vez”, reflejando así sus decadentes determinaciones innovadoras. Abel Martínez no tiene nada que lo simbolice porque todavía no ha podido perfilar una identidad electoral orgánica. Al inicio lanzó una leyenda patética: “Aguanta, que ya falta poco”, que felizmente abandonó —me era inevitable asociarla con el apuro del usuario de un baño público ocupado—. Abel sigue siendo un candidato místico, de apariciones episódicas y esquivas, cuyo pensamiento se conoce tan poco como sus ignotas visiones del Estado.
De esta manera vamos ciegos a una elección contando, como coordenadas, con el gobierno de Abinader, los tres de Leonel y la referencia de los del PLD, que, por “default”, encarna Abel Martínez por no presentar nada distinto. Todos los demás son desconocidos. Eso convierte a este proceso en el más aburrido y predecible de tantos; por eso, lejos de reducirse la apatía electoral, crece la abstención —al menos en las elecciones municipales—, muy a pesar del voto “asistido” o “logístico” que supuso llevar a muchos militantes, especialmente del oficialismo, a votar.
Frente a esa grave omisión de los candidatos, los dominicanos tenemos la obligación de financiar sus campañas sin saber de forma racional por qué los elegimos. De esta manera la Junta Central Electoral dispone la repartición de RD$ 2520 millones consignados en el Presupuesto General del Estado sin los ciudadanos poder contar con esa concesión de los candidatos como contraprestación. Presentarnos una candidatura sin planes ni programas es como comprar un artefacto sin manual de uso ni garantía… quizás un timo o al menos una elección a ciegas.
Ninguno de los candidatos mayoritarios ha dicho cuáles serán las principales prioridades de sus futuros gobiernos ni las ingenierías comprometidas en sus atenciones; tampoco han esbozado un plan para las reformas políticas, económicas y sociales que orientarán los cambios que hemos esperado por décadas.
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