En recuerdo de Galdós
El novelista penetra en los entresijos del pueblo
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós es una novela de prosa llana, descripción minuciosa de la ciudad y costumbres del Madrid de la segunda mitad del siglo XIX, diálogos fluidos, con un dejo de filosofía y de crítica mordaz de la sociedad de su tiempo. Al leerla surge la tentación de comparar aquella España de entonces con la República Dominicana de ahora.
Para Galdós, “Madrid no tenía de metrópoli más que el nombre y la vanidad ridícula. Era un payo (aldeano) con casaca de gentil hombre y la camisa desgarrada y sucia”.
El Santo Domingo de hoy con sus lujosas torres erigidas al borde de calles estrechas y casi sin aceras, luce como una gran metrópoli si nos circunscribimos a sus cuadrantes principales y si nos abstraemos de la acumulación de desperdicios, el ruido, los interminables tapones, la abulia para hacer cumplir las normas.
Para que el progreso pusiera sus manos, el novelista afirma, “fue preciso que todo Madrid se transformase: que la desamortización (expropiación de bienes de la iglesia) edificara una ciudad nueva sobre los escombros de los conventos…; que las reformas arancelarias del 49 y del 68 pusieran patas arriba todo el comercio madrileño; que el grande ingenio de Salamanca idease los primeros ferrocarriles; que Madrid se colocase, por arte del vapor, a 40 horas de Paris; y por fin, que hubiera muchas guerras y revoluciones y grandes trastornos en la riqueza individual”.
Aquella era una transformación que procuraba el traspaso de renta desde una clase ociosa y con títulos nobiliarios hacia otra que no lo era tanto, desprovista de dignidades, que no acertaba a tomar con firmeza el timón de la revolución industrial.
En el caso nuestro se está a la espera de la decisión que acabe con el hábito del déficit por inercia, del subsidio por conveniencia, que encarrile las demandas del sector productivo hacia enlaces verticales y horizontales más integrados, y los haga compatibles con la formalización del trabajo y la permanencia del dominicano en su suelo patrio sin ser desplazado por el trabajador haitiano indocumentado.
El cotilleo y la charla eran comunes: “No había tienda sin tertulia, como no podía haberla sin mostrador y santo tutelar”. Claro, también estaban los cafés: “No todo es frivolidad, anécdotas callejeras y mentiras. El café es como una gran feria en la cual se cambian infinitos productos del pensamiento humano”.
¿Sería exagerado pensar en que los colmadones de Santo Domingo se asemejan a los cafés del Madrid de antaño?
El escritor apunta a que “La moral del pueblo se rebelaba, más entonces que ahora, a considerar las defraudaciones a la hacienda como verdaderos pecados…lo que la hacienda llama suyo no es suyo, sino de la nación, es decir, de Juan Particular, y burlar a la hacienda es devolver a Juan Particular lo que le pertenece”.
Esta mentalidad es un calco de lo que ocurre en nuestro país. Como también lo es: “Esto de que todo el mundo sea amigo particular de todo el mundo es síntoma de que las ideas sean solo un pretexto para conquistar o defender el pan… La moral política es como una capa con tantos remiendos, que no se sabe ya cuál es el paño primitivo”.
El novelista penetra en los entresijos del pueblo: “Hay dos mundos, el que se ve y el que no se ve (visión puesta de moda por Juan Bosch en la década del 60 del siglo XX). Las diferencias de educación y de clase establecen siempre una gran diferencia de procederes en las relaciones humanas. En cosas de moral, lo recto y lo torcido son según de donde se mire”.
Y agrega: “Es que esta pícara raza, que no conoce el valor del tiempo, tampoco conoce el del silencio. No podrá usted meterle en la cabeza a esta gente la idea de que la persona que se pone a pegar gritos cuando yo escribo, o cuando pienso, o cuando duermo, me roba. Es una falta de civilización como otra cualquiera.”.
Lo anterior aplica muy bien para nuestro país en el que el derecho al silencio peca de obsceno.
La pinta del personaje llegado a España desde Iberoamérica la describe así: “A más del trajecito azul, se había encasquetado un sombrero de paja de ala ancha. Su camisa, de rayas coloradas, parecía la bandera de los Estados Unidos; y para recalcar más su facha americana, llevaba una joya en la corbata y una cadena de reloj interminable, que le daba muchas vueltas de una a otra parte del pecho”.
Cualquier parecido con la actual imagen del dominican york puede que sea una casualidad.
Uno de los personajes, atormentado por el decoro y las apariencias, insiste en que: “Los principios son una cosa muy bonita; pero las formas no lo son menos. Entre una sociedad sin principios, y una sociedad sin formas, no sé yo con cuál me quedaría”. Y, usted, ¿lo sabe?
Vale la pena leer o releer a Galdós.
El novelista penetra en los entresijos del pueblo: “Hay dos mundos, el que se ve y el que no se ve (visión puesta de moda por Juan Bosch en la década del 60 del siglo XX). Las diferencias de educación y de clase establecen siempre una gran diferencia de procederes en las relaciones humanas”.
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