Don Juan Marichal. Infancia de una pasión (1)

Entonces tenía 8 años, una edad fecunda para la fantasía y para erigir modelos

Juan Marichal (Fuente externa)

Cuando tenía 8 años, a mi padre le prestaron dos libros. Uno era una especie de tratado moral de género epistolar, titulado Vislumbres de esperanza. Cartas a mi hijo, escrito por el pastor adventista, poeta y predicador salmantino Braulio Pérez Marcio. El segundo, una historia del béisbol cuya portada me impresionó vivamente. Era la fotografía de un lanzador cuyo rostro apenas se adivinaba a través de una suerte de rendija, abierta entre la punta de su pie izquierdo y su guante. “Ese hombre es como un Dios”, dijo mi padre al ver mi estupor, para luego traducir: “es el pitcher más grande que ha dado la pelota en toda la historia”.

Hace unas semanas volví a sentir la misma impresión de mis 8 años, cuando entré al apartamento, de estancias amplias y luminosas, en el que vive don Juan Marichal en un céntrico ensanche de Santo Domingo, para tener con él la conversación de la que luego brotó (sí, brotó) el texto para esta columna.

Pasó su infancia en Laguna Verde, el pueblo de Montecristi en el que nació. Fue el menor de los cuatro hijos procreados por don Francisco Marichal y doña Natividad Sánchez. No tiene recuerdos de su padre. Una muerte sin diagnóstico lo separó de su infancia de tres años. Más de veinte, duró el riguroso negro del luto de la madre que luego, por recomendaciones médicas, atenuó con un gris que conservaría por el resto de su vida. A ella le tocó la crianza de los cuatro hermanos que con él integraban el clan familiar, y que completaban María Altagracia, Gonzalo y Rafael.

Desde muy pequeño le gustó la pelota. Desde los 6-7 años era seguidor del que, para él, fue equipo más famoso del país por esa época, el equipo cibaeño cuyos integrantes perdieron la vida el 11 de enero de 1948 en un accidente aéreo que pasaría a las páginas de historia y de la crónica deportiva como “la tragedia de Río Verde.”

Aún recuerda con emoción las transmisiones radiales en amplitud modulada en las que escuchaba los juegos de su equipo, así como los anuncios de sus victorias y trofeos. Eso era “lo máximo que yo podía recibir de ese gran equipo”, me dice con los ojos perdidos, como si buscara algún paisaje perdido en la lejana memoria de su infancia.

Muy pronto, la pelota suplantó la escuela. Ocho kilómetros era el trayecto diario de ida y vuelta al aula. Extraviar el camino, demorarse en el primer solar baldío que encontrara para cambiar las horas de la gramática y de los números por la práctica de su temprana afición, se convirtió en el hábito más temprano y más esperado.

Al reclamo de su madre por las quejas insistentes de la maestra, la respuesta siempre fue la misma: “ay mamá, no se preocupe, yo voy a ser pelotero.” Para entonces no sabía nada de las Grandes Ligas. No alcanzaba a imaginar que “con la pelota se podía ganar dinero”. Su horizonte de miras no traspasaba los límites de ese equipo mítico cuyos integrantes terminaron sus días en las lomas de Río Verde, en Yamasá.

No mucho tiempo después, descubrió un modelo. Para entonces, su posición preferida era la de short-stop, porque le permitía batear. Pero un día ocurrió un hecho que marcaría el resto de su vida. Fue en el juego de la tarde, uno de esos domingos de béisbol en los que acompañaba a su cuñado, Próspero Agustín Villalona, por los pueblos y parajes de la línea noroeste. En ese juego -lo recuerda como una epifanía-, le tocó lanzar a un señor llamado Bombo Ramos. “Picheaba como nunca imaginé que alguien pudiera hacerlo” me dijo, para luego añadir: “yo lo vi, y me enamoré de su estilo.”

Entonces tenía 8 años, una edad fecunda para la fantasía y para erigir modelos. Así que cuando regresó a Laguna Verde, juntó a sus amigos de extravíos escolares para anunciarles la decisión crucial: “yo no voy a ser short-stop, yo voy a ser pitcher, como Bombo Ramos.” Así empezó todo.

Todavía recuerda las pelotas de su infancia como lanzador. Las hacía la muchachada entusiasta de beisbolistas artesanos, esos que le esperaban en los áridos descampados por los que sustituía las aulas. Las fabricaban con las “bolitas perdidas de un pequeño campo de golf” que para entonces había en Manzanillo, y con las medias que descuidaban los adultos, en las que las liaban. Y “cuando las teníamos del tamaño de una pelota, hacíamos una colecta para llevársela a un zapatero para que le pusiera el cuero.”

Tampoco había guantes, pero el encandilamiento es una llave maestra que abre todas las puertas de la imaginación. Se volvieron expertos en encontrar trozos de una lona robusta que llegaba del puerto de Manzanillo, para improvisar las trochas que permitían que, al menos el cácher, pudiera atrapar los lanzamientos del pitcher principiante.

Con 15 años participó, como miembro del equipo de Montecristi, en el primer campeonato nacional de béisbol amateur, organizado por la Secretaría de Estado de Deporte. Luego de ganar la ronda regional, y la del Cibao Central, en la eliminatoria contra el equipo de Santo Domingo, su equipo se coronó campeón bajo la dirección de Don Papo Santos, que fue una persona clave en su proceso de formación.

En el 1956 lo reclutaron para el equipo de Manzanillo y se repitió la misma experiencia del año anterior, con idéntico resultado. Entonces ocurrió otro evento clave. En la eliminatoria final de aquel año, a don Juan Marichal le tocó picharle al equipo de la Aviación Militar Dominicana, que para entonces era el mejor equipo del país. Le ganó el juego de la mañana.

El lunes por la mañana, a la puerta de una casona frente al mar en la que se estaba quedando, llegó un teniente con un sobre en la mano dirigido a Juan Marichal. Era un telegrama escrito en el áspero y escueto lenguaje de los militares, en el que se le ordenaba reportarse “de inmediato a la Aviación Militar Dominicana”. Venía bajo la firma de Rafael Leónidas Trujillo hijo (Ranfis).

Luego de las primeras reticencias de la madre, y tras un segundo telegrama inquiriendo su presencia, partió hacia Santo Domingo. Lo había recomendado el mánager del equipo de la Aviación, Acevedo Burgos, tras verlo lanzar en el juego que le había ganado. Fue una época de mañanas y tardes diarias de intenso entrenamiento, bajo la dirección de Don Francisco (Biruta) Pichardo que “para mi, fue el mejor entrenador que conocí en mi carrera amateur” y que tenía “un ojo clínico para los buenos prospectos”.

Al año siguiente, en 1957, firmó un contrato con el equipo de los Leones del Escogido. Tenía 18 años, y una buena estrella alumbrándole el camino: para entonces el equipo del Escogido había arribado a un acuerdo con los Gigantes de San Francisco, donde le esperaba la gloria que le traerían sus casi 16 años en las Grandes Ligas.

Entonces tenía 8 años, una edad fecunda para la fantasía y para erigir modelos. Así que cuando regresó a Laguna Verde, juntó a sus amigos de extravíos escolares para anunciarles la decisión crucial: “yo no voy a ser short-stop, yo voy a ser pitcher, como Bombo Ramos.” Así empezó todo.