No es Ramfis, es la democracia

La Junta Central Electoral reconoció el Partido Esperanza Democrática

El pasado día 1º de junio, mediante Resolución número 24-23, la Junta Central Electoral (JCE) otorgó “el reconocimiento a la organización política, Partido Esperanza Democrática (PED), por haber cumplido con todos y cada uno de los requisitos que establece la ley”. Con esta decisión, esa organización se convierte en “sujeto activo y pasivo de derechos y obligaciones, y podrá realizar todos los actos jurídicos que fuesen necesarios o útiles para los fines propios.”

El reconocimiento se produce luego de que la JCE comprobara que “los principios y propósitos que sustentarán a dicha organización no entran en conflicto con la Constitución y las leyes y que los documentos presentados en la solicitud se ajustan en su esencia y forma a las prescripciones legales”. 

Es entendible que haya quienes muestren disgusto ante la decisión de la JCE. Demasiada la sangre vertida, demasiado el horror. Demasiado respeto por los héroes y mártires que con la antorcha de la libertad en alto, transitaron por las fauces oscuras del espanto. Demasiado el dolor de los que aún viven, para que un nieto del tirano venga a revivir tantas heridas. 

Pero esta es una cuestión que va más allá de un nieto del dictador. Es una cuestión que interpela el corazón mismo la democracia y del ordenamiento jurídico. Invito a verlo desde ese prisma. 

El alegato jurídico principal que se ha esgrimido para cuestionar la decisión de la Junta Central Electoral es el contenido de la Ley 5880, dada por el Consejo de Estado en fecha 3 de mayo de 1962. El artículo 1 de esta ley considera como “autor del delito contra la paz y la seguridad públicas”, a “toda persona que alabe o exalte a los Trujillo o su régimen tiránico, en alta voz, o por medio de gritos, discursos, escritos públicos o epistolares, dibujos, impresos, grabados, pinturas o emblemas.” Para tales hechos, prevé sanciones de “prisión de diez días a un año o multa de diez a quinientos pesos oro” o “ambas penas a la vez.” 

Iguales sanciones se prevén para “los que hagan circular rumores relativos al posible restablecimiento del régimen de los Trujillo por estar éste en pugna con el sistema democrático establecido por la Constitución de la República.” 

No voy a analizar la constitucionalidad (a mi juicio muy dudosa) de la Ley 5880. Me limitaré a una breve valoración jurídica del asunto, a la luz de su contenido material. De ese contenido se deriva: I) el establecimiento de un tipo; II) que el tipo se configura cuando una persona (el autor) incurre en cualesquiera de las conductas informativas del ilícito y, III) que la materialización de esas conductas convierte al autor en pasible de las sanciones que el texto indica. 

Se impone la siguiente pregunta: ¿Cómo encaja el conjunto de trámites tendentes al reconocimiento de un partido político, con el tipo establecido por la Ley 5880, y las sanciones que el mismo comporta? La respuesta es: de ninguna manera. Y la razón estriba en que la previsión legal en cuestión está orientada a sancionar actuaciones concretas perpetradas por personas, individuales o individualizables, que distan mucho de las finalidades constitucionales de los partidos políticos. La eventual desnaturalización de esas finalidades no se puede presumir. Debe ser evaluada a la luz del accionar de la organización, con posterioridad a su reconocimiento. 

Más aún, la probabilidad de que algunos miembros del partido en cuestión puedan incurrir en actos reñidos con la ley o, incluso, el hecho de que su principal dirigente comulgue con ideas autoritarias o dictatoriales, no constituyen actos penalmente sancionables por nuestro sistema jurídico, regido por el “derecho penal del acto”, en oposición al “derecho penal del autor.” 

Lo anterior significa, entre otras cosas, que “el acontecimiento objeto de punición no puede estar constituido ni por un hecho interno de la persona, ni por su carácter, sino por una exterioridad y, por ende, el derecho represivo solo puede castigar a los hombres por lo efectivamente realizado y no por lo pensado, propuesto, o deseado, como tampoco puede sancionar a los individuos por su temperamento o por sus sentimientos” (Carlos Gaviria Díaz. Sentencias: Herejías constitucionales, p. 28). 

De lo anterior se deriva una imposibilidad jurídica para negar el reconocimiento a un partido político bajo la premisa de que su cabeza principal comulgue con ideas dictatoriales o autoritarias. 

En una democracia, las ideas se discuten, se confrontan. Son la materia prima de la conversación pública. De una conversación pública en la que todos los participantes le asignan una pretensión de validez a su visión de las cosas que a todos nos importan. Su legitimidad no viene otorgada por el poder que confiere una determinada facultad para prohibir aquellas ideas con las que no comulgamos. Proviene de la autoridad que confiere “la coacción sin coacciones del mejor argumento” (Habermas).

Las ideas no se combaten prohibiendo aquellas que no profesamos. Esa es la práctica común de los autoritarismos en todas partes, y en todos los períodos de la historia política. La forma de combatir las ideas es oponiéndoles, en un debate abierto y sin censura, una visión alternativa cuya autoridad depende de la adhesión que la misma pueda concitar entre los ciudadanos.

Discutir hoy sobre democracia pasa, antes que por una confrontación con los fenómenos que amenazan sus cimientos -el nacionalpopulismo, los autoritarismos de todo signo ideológico, o el trujillismo-, por un examen profundo sobre sus promesas incumplidas. Pasa por reflexionar sobre una forma de gestión de la economía, la producción y la inversión, que contribuya a que los ciudadanos tengan “verdaderamente una voz a la hora de dar forma a las fuerzas que gobiernan sus vidas, tanto en el trabajo como en la política” (Michael J. Sandel). Pasa por el trabajo de tejer los lazos que otorguen cohesión a un tejido social resquebrajado por la exclusión y la marginalidad. Por buscar y encontrar la manera de devolver unos mínimos de confianza ciudadana en las instituciones del Estado. Por avanzar en la construcción de una cultura de respeto a los derechos, y de convivencia pacífica y solidaria, entre otras cuestiones capitales. 

Antes que cuestionar el reconocimiento del Partido Esperanza Democrática, debemos cuestionarnos seriamente en qué hemos fallado como sociedad para que un nieto de Trujillo, constitucionalmente impedido de ser candidato a la presidencia, y aficionado al parecer a silenciar a periodistas críticos, marcara sobre dos dígitos en la intención de voto de algunas encuestas, en el contexto electoral de 2020. 

Porque, hay que recordarlo, el señor Domínguez Trujillo está impedido de ser candidato a la presidencia mientras no de cumplimiento a las previsiones del artículo 20 constitucional. El mismo impone dos condiciones para optar por la presidencia o la vicepresidencia de la República a quienes, “por acto voluntario o por el lugar de nacimiento,” hayan adoptado otra nacionalidad: I) renunciar “a la nacionalidad adquirida con diez años de anticipación a la elección” y II) residir “en el país durante los diez años previos al cargo.” 

Nuestro problema no es Ramfis, es la democracia y sus promesas incumplidas. Enfoquemos nuestro esfuerzo en lo que de verdad importa.

Es entendible que haya quienes muestren disgusto ante la decisión de la JCE. Demasiada la sangre vertida, demasiado el horror. (...) Esta es una cuestión que va más allá de un nieto del dictador. Es una cuestión que interpela el corazón mismo la democracia y del ordenamiento jurídico. Invito a verlo desde ese prisma.