Hilda de las Flores

Poco después de conocerla, se me infló el corazón de emoción y orgullo cuando vi su foto en la icónica exposición “Mujer”, para la que cien mujeres célebres del país fueron fijadas por el experimentado lente de Nicole Sánchez. Fue un emotivo tributo a la mujer dominicana patrocinado por el Grupo MercaSid.

La conocí el 8 de enero de 2007, el mismo día en que abrimos las puertas de la oficina de abogados en la que todavía desarrollo mi ejercicio profesional. Cuando llegamos al número 202 de la Benito Monción con Juan Sánchez Ramírez, en Gascue, hacía ya varios años que ella había plantado sus lirios y astromelias, sus rosas ecuatorianas y los coloridos follajes con que adornaba sus arreglos, en la esquina sureste de esa intersección. 

En ella todo era impresionante, la sonrisa plena, que ni bajo el más inclemente de los soles de agosto la abandonaba, su don de gentes para tratar del mejor modo con los artistas y cantautores, médicos y abogados, jueces y fiscales, políticos y viandantes que a toda hora llegaban a su esquina, demandando una rosa, o un minuto de sosiego y buena conversación. Pero sobre todo, impresionaba su extraordinaria capacidad para el trabajo. No hubo un día que llegara a la oficina, o fin de semana que pasara rumbo a la Zona Colonial, que ella no estuviera sentada ante sus flores, como una eterna centinela del color y la fragancia. 

Trabajaba 365 días del año, Viernes Santo y primero de enero incluidos. Era la responsabilidad que le imponían su doble condición de mujer humilde y de madre de 4 hijos que le correspondía bien criar. Y la asumió sin dobleces y sin pesar, incluso después de que sus hijas empezaron a entregarle títulos universitarios olorosos a lirios frescos, y nietos para prolongar su estirpe de matrona irrepetible. 

 Mucho antes de que se instalara en la esquina, recorría todo Gascue, con sus aceras rotas y sus ruinas señoriales, empujando un carrito y pregonando sus flores de estación. Así la retrató esa artista inmensa que es Xiomara Fortuna, en una hermosísima canción que le escribió hará ya unos 15 años. En ella canta su sonrisa, corea sus pregones, la imagina al anochecer de cada día, y recibe de su ejemplo el valor necesario para enfrentar la vida con la dosis de ilusión necesaria para que valga la pena: “cuando veo a Hilda/ empujando su carrito/ pienso en sus piernas/ llegando a casa/ en agua tibia/ en algún dolor./ Si recuerdo a Hilda/ me duele, me apeno/ me sacudo el alma/ me armo de valor/ dejo que sus flores/ me den la ilusión (….).” 

Poco después de conocerla, se me infló el corazón de emoción y orgullo cuando vi su foto en la icónica exposición “Mujer”, para la que cien mujeres célebres del país fueron fijadas por el experimentado lente de Nicole Sánchez. Fue un emotivo tributo a la mujer dominicana patrocinado por el Grupo MercaSid, que se expuso en marzo de 2007 en el Parque Independencia, y que luego fue llevado al City College de la ciudad de Nueva York. 

Pasaron los días y las semanas. Al lado de nuestra oficina, frente a su Puesto de Flores, operó por años una sucursal de la reparadora de calzados Doctor Zapato. Un buen día recogieron sus suelas y sus hormas, sus cuchillas y pegamentos y, sin avisar, se fueron del local. Poco después, al final de una tarde de mediados de enero (debió ser en 2010 o 2011), ella tocó el timbre de mi oficina. Fue directa al grano. 

Me habló de su nomadismo pregonero, de los años de caminatas interminables por todo Gascue, empujando el carrito de cada día. Me contó del montaje del Puesto de Flores, de la mejoría que representó, y me recordó las peripecias de un intento de desalojo por parte de la alcaldía de la ciudad, en el que mi amigo del alma, Santiago Rodríguez Tejada (Chago), la acompañó como abogado. 

Finalmente me habló de la ilusión de su vida: tener una floristería. Pasar del puesto callejero, a un local acondicionado en el que preservar le tersura y el colorido los sus flores. Quería, en fin, alquilar el local que antes había ocupado Doctor Zapato, y quería alquilarlo antes de que terminara enero, para aprovechar la “zafra” de San Valentín. La propietaria se negaba porque ella no tenía cuenta de banco. En la oficina nos encargamos de todo: de convencer a la propietaria, de redactar el contrato, en el que hicimos de garantes, etc. 

Así nació “Floristería la Mano de Dios”, tras cuyos mostradores la encontró el alba del 14 de febrero de ese año. Pero a pesar de lo bien que le fue en su nuevo espacio, nunca quitó el puesto de la esquina. Era su vitrina callejera, el punto de exhibición de sus colores y sus fragancias, el lugar en que pasaba la mayor parte de su día, sentada en la silla de siempre, conversando con clientes y gente del vecindario, que venía a visitarla bajo los arbustos de su esquina. 

Se llamaba Hilda María Pérez Encarnación, pero siempre la llamé Hilda de las Flores, porque de alguna manera, ella fue siempre el pétalo más radiante de su jardín. 

El pasado jueves, a “las cinco en sombra de la tarde”, el timbre de la tragedia resonó con insistencia en mi oficina. A diez metros de distancia, vino a decirme Orquídea, Hilda estaba teniendo un infarto. Un vendedor de cocos de la zona me ayudó a subirla al carro para llevarla a la emergencia de la Cínica Gómez Patiño, que es el centro médico más cercano. En medio de la impotencia por el entaponamiento incesante del tráfico, me vinieron a la cabeza las sirenas de todas las ambulancias de la ciudad, el nerviosismo de todas las enfermeras y paramédicos que, en circunstancias similares, ven escaparse la vida de las personas que asisten. Entonces comprendí con claridad que el caos del tráfico es mucho más que estrés e incomodidad. 

Hilda fue, en el sentido más puro de la expresión, una mujer buena. Hizo del amor y la solidaridad un hábito de la cotidianidad. Era frecuente verla salir al medio día, a recoger a los viandantes de la zona: el lavador de carros que se ganaba la vida con la manguera de un buen vecino y una aspiradora portátil, bajo los frondosos árboles de la Juan Sánchez Ramírez; el vendedor de frutas que tenía un cartel en el que pregonaba 29 años de servicio, en su puesto de la Santiago con Benito Monción; la señora que durante un par de meses al año deambula distraída por las calles circundantes, conversando a solas sus frustraciones y a muchos otros. Conversaba con ellos mientras les daba un bocado de lo que fuera que le alcanzara a poner sobre la mesa imaginaria de su esquina de siempre. 

Es por eso que desde el viernes pasado, a cualquier hora, aparecen por la esquina esos hombres y mujeres humildes que siempre la acompañaron, ponen sus cintas de luto, encienden una vela, lloran un padrenuestro, miran hacia la puerta de la floristería como para confirmar si de verdad no está, si de verdad ya no estará jamás, y se van, arrastrando su pena, musitando sus plegarias. 

Se nos fue el jueves, a los 58 años, me gusta pensar que a plantar girasoles en los jardines estelares que circundan su nueva travesía. Vete en paz, Hilda de las Flores.