Lula y la bipolaridad latinoamericana
Con los tanques del pensamiento ideológico fuera del teatro (Chávez, Lula y Correa), el llamado socialismo del siglo XXI perdió iluminación y coordenadas, terminando abortado como un feto conceptual...
Lula ganó en Brasil. Era el evento que faltaba para que el mapa político de Latinoamérica ensanchara de nuevo sus fortalezas izquierdistas. Desde el río Bravo, en la frontera imperial, hasta la Tierra del Fuego, en el Cono Sur, los gobiernos de la que he llamado la “América trasera” tratarán de afinar, como en otros tiempos, la misma partitura ideológica, al menos, en las intenciones.
En el subcontinente se volverá a hablar el idioma de las utopías malogradas, ese que a principios de siglo oficializó Chávez rescatando el mito perdido de la Patria Grande. Aparecerán voces y tonos nuevos en las tribunas de los foros regionales a encandilar con la poética ajada de la identidad regional, la justicia social y la solidaridad de los pueblos, una retórica inspiracional sin grandes traducciones sociales en los distintos países.
A casi veinte años del llamado socialismo del siglo XXI, en América Latina ha pasado poca cosa. Con una economía secundaria basada todavía en el modelo colonial de exportación de la materia prima (para sostener el voraz proceso de industrialización asiático), una inflación derivada de un defectuoso funcionamiento de los mercados internos, serias insuficiencias recaudatorias de los sistemas tributarios que obligan a los gobiernos a endeudarse para invertir en el gasto social y una burocracia estatal tan pesada como costosa, siguen siendo algunas de las notas del mismo retrato de la región social más desigual y violenta del planeta. Hoy, algo más de la mitad de los países de la comunidad no ha podido recuperar el nivel del PIB que tenía antes de la pandemia, sin considerar las enormes presiones que sobre los precios de los mercados ha causado la guerra eurásica.
Después de la primera oleada de izquierdismo con la que América Latina entró al presente siglo, algunos de esos ensayos se diluyeron en populismos inorgánicos, otros se estrellaron contra realidades políticas aniquilantes y pocos han pervivido forzosamente gracias a la instauración de fuertes modelos de reparto y subvención social o a una concentración autocrática del poder por parte de liderazgos represivos (Venezuela y Nicaragua).
Con los tanques del pensamiento ideológico fuera del teatro (Chávez, Lula y Correa), el llamado socialismo del siglo XXI perdió iluminación y coordenadas, terminando abortado como un feto conceptual y, en los peores casos, vapuleado en la práctica por la corrupción de algunos de sus gobiernos o las frustraciones colectivas. Así, varios países regresaron a la derecha (Brasil, Argentina, Chile, Ecuador, Perú, Uruguay y otros). Los gobiernos de ultraderecha y de derecha tampoco pudieron armonizar en el tiempo los planes de reformas económicas con el mantenimiento de los subsidios sociales heredados de las administraciones izquierdistas, convertidos ya en prestaciones consolidadas. Se producen así cuadros de crispaciones, como en Chile, o de ascensos inéditos de gobiernos de factura extremista, como en Perú.
¿Qué hizo suponer el retorno de la izquierda? Creo que es la pregunta más difícil de responder con cierto grado de precisión dada la disparidad de los procesos políticos de la América Latina de hoy. A diferencia de principio del siglo, cuando, además de un fermento ideológico vivo, había un liderazgo céntrico de fuerte empatía regional (Chávez y Lula), esas premisas hoy no existen y aún la mayoría de los propios líderes y gobiernos de la “izquierda progresista” quiere guardar alguna “distancia tácita” con el reino del zar Nicolás Maduro.
Si hay un concepto que puede ilustrar -jamás explicar- esta cambiante propensión ideológica de las sociedades latinoamericanas es el de la bipolaridad, un trastorno maníaco depresivo que produce cambios extremos en el estado de ánimo, con la diferencia de que la base de esta mutación no es del todo congénita, ni subjetiva ni inmotivada; es adquirida, y en mi opinión tiene un principal motivo: el hartazgo.
En este escenario lo ideológico pasa a un plano marginal, porque los pueblos, más que herramientas conceptuales para entender, representar y articular su realidad (que es en parte lo ideológico), procuran ingenierías que les garanticen soluciones permanentes a problemas básicos de vida colectiva. La mayoría vota por soluciones a apremios concretos, por gestiones eficaces y seguras que le faciliten la vida en orden y que el sistema les retribuya sus aportaciones individuales con equidad. Los gobiernos izquierdistas les repartieron ingresos con endeudamiento y los de la derecha les ofrecieron planes y reformas con costo social, con la desventaja de que la corrupción no respetó tampoco la aparente diferencia.
La disyuntiva entre tener que elegir candidatos de una u otra ubicación determinó, más que en ningún otro momento de su historia, el predominio del voto negativo o de castigo, ese que se expresó en Chile en contra de la derecha y la aquiescencia del centro; el que puso a gobernar en Perú a un maestro rural para evitar el trauma fujimorista o el que se cansó de la derecha oligárquica en una Colombia estable pero con fuertes asimetrías sociales. Creo entonces que el cansancio en la espera de lo que nunca llegó fue lo que en gran medida desalojó al populismo de izquierda, y que la promesa del cambio o la corrección que no acertó del de la derecha fue lo que a la postre activó la bipolaridad política del subcontinente. Eso explica, como evento sintomático, que de las últimas diez elecciones que se han celebrado en distintos países de la región desde el 2018 la izquierda haya ganado seis.
La victoria de Lula en Brasil ha puesto a delirar a algunos exgobernantes de América Latina y ya no pocos empiezan a ver en su estrecha victoria no solo una reivindicación ideológica al populismo izquierdista, sino como argumento para validar sus propias gestiones, en su mayoría acosadas por la corrupción. Es más, el hecho de que el exgobernante brasileño haya saltado de la cárcel al Palacio de Planalto empieza a ser blandido como errante evidencia de que los procesos judiciales que se abrieron en distintos países en contra de distintos gobernantes, en su mayor parte por las operaciones de Odebrecht, han sido producto de la descalificación o la venganza política, especialmente de la derecha internacional. Ya en el circo político local se empiezan a vender tempranamente esas golosinas. Cuánto entusiasmo.
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