El hambre
“La dignidad comienza por el estómago”. Así decía un letrero pintado en el puente sobre el río Camú, en La Vega, en una campaña política de los años 60, que viene muy bien ante el impacto que tiene la pobreza sobre la vida del país.
Quien tiene hambre, o ve a sus hijos padecerla, tiene que envilecerse, tiene que aceptar todas las insinuaciones de la maldad, con tal de saciar su apetito o el de los suyos.
Y lo peor es que, normalmente, esa hambre material va acompañada o es la consecuencia del hambre espiritual, del hombre que no se preparó para la vida, que simplemente siguió sus instintos, y ahora paga el precio.
El hambriento es carne de cañón de los políticos ambiciosos y sin principios, y tiene que aceptar la limosna de un salario vil. En la medida en que va cayendo más y más en el abismo de la abyección, menores son sus posibilidades de salir del hoyo.
Y al vender su voto y su alma (en algunos casos hasta su cuerpo), imposibilita que el país pueda sacar adelante un proyecto de mejora colectiva. Es el precio del hambre.