Difícil sonreírle al porvenir
De buenos modales a valores sólidos, una transformación pendiente
No somos los primeros, o los últimos, en los indicadores sobre la educación hogareña incluidos en el más reciente informe de Latinobarómetro, pero si elegimos la mirada introspectiva y no la comparación compensatoria, el país y su escala de valores compungen.
Los datos dejan el mal sabor de una sociedad proclive a la simulación. Individualista y chata. Pese a la violencia cotidiana y al atropello pugnaz de las normas convivenciales, el 85 % de la población, y en esto lideramos en América Latina, cita «los buenos modales» como la principal cualidad a inculcar en el hogar. Para la exaltación falaz de las convenciones sociales, búsquennos.
Nuestra verdadera catadura, puesto que formamos a nuestros niños a imagen y semejanza, la describen otros ítems. Cuando se trata del respeto y la tolerancia con los demás, el porcentaje anterior desciende en picado al 54 %. ¿De qué sirven los «buenos modales» cuando el otro no nos merece consideración alguna? ¿Si lo que es y piensa se estrella contra el muro de nuestros prejuicios?
Desentendido del prójimo, el 52 % considera irrelevante educar en la responsabilidad. Para la mayoría no existe obligación alguna, ni moral ni ética, de asumir las consecuencias de los actos y decisiones propios, ni ninguna otra cosa que comprometa. Indiferencia pura y dura frente a los daños que podamos provocar a terceros o autoinfligirnos.
En esta orfandad empática, el dominicano también renuncia a transmitir el valor de justicia y equidad: solo cuatro de cada cien lo incluirían en el proceso de socialización infantil. No parecen importar ni la injusticia ni la búsqueda del equilibrio que haga menos miserable la vida de todos.
El 64 % tampoco aprecia el «trabajo duro» y la «dedicación al trabajo», lo que lleva a inferir un aventajado gusto por lo fácil. Se prefiere una «buena vida», independientemente de su cómo, a una vida buena, menos apetecible porque invita a una opción existencial que, aun en la posmodernidad y sus revisiones de la visión aristotélica, sigue incluyendo el sentimiento de pertenencia a la colectividad humana.
Otros porcentajes terminan el diseño de la idiosincrasia dominicana. La independencia y la obediencia se equiparan: uno de cada tres dominicanos enseñaría a los niños a ser independientes; igual cantidad, a obedecer. Ochenta y seis de cada cien desdeñan el fomento de la imaginación, lo que nos da la clave de la calidad del país que tenemos; solo uno entre cien se dice abierto a educar en el reconocimiento de la diversidad sexual. Porcentajes todos que trazan la cartografía de nuestras derivas.
Sabernos construidos con estos materiales entorpece el optimismo por una democracia robusta y una sociedad de consenso y solidaria. Más bien avizoramos la acentuación de una tendencia restrictiva de sus bondades. Educamos para doblar la cerviz, para la indiferencia, el descompromiso social y la irresponsabilidad frente a las consecuencias de nuestras acciones, no para una vida enriquecida, digna y libre.
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