El peligro de la antipolítica
La peligrosa tentación de abandonar la democracia en República Dominicana
La Encuesta de Cultura Democrática publicada en agosto pasado por el Ministerio de Economía, Planificación y Desarrollo (MEPyD), que concitó menos atención que la decoloración de ojos de Yailín, es reveladora del poco aprecio que la sociedad dominicana tiene a la democracia.
A modo de exculpación, se achaca a la democracia merecer su desprestigio por insatisfacer las expectativas sociales y políticas que harían a la sociedad más libre, justa e igualitaria. Funciona como retórica, cierto, pero el mal es mucho más profundo: el desapego democrático es constitutivo de nuestro ethos social. Un dato ofrece la pista: la confianza en la justicia, el Congreso y los partidos políticos es sensiblemente menor que la depositada en las Fuerzas Armadas, institución paradigmática del poder represivo del Estado. Es decir, se prefiere la violencia a la construcción de consensos.
Este estado de ánimo es propicio a la germinación de la antipolítica y las corrientes autoritarias. Sin tradición de lucha por derechos, salvo episodios de corta duración y débil vocación transformadora, la sociedad dominicana adhiere fácilmente los discursos extremos, que son hoy moneda corriente.
Podría todavía dudarse del impacto en la población de estos discursos más allá de acumular miles de me gusta en las redes sociales. Duda consoladora que bloquea una interpretación más avizora y compleja del problema e impide, por ende, crear anticuerpos que preserven las imperfectas conquistas políticas logradas a lo largo de la etapa postrujillista.
Con una retórica pretendidamente antielitista, algunos grupos, opinólogos e influencers se dan consistentemente a la tarea de desacreditar estas conquistas. Su estretagia apunta al enfrentamiento maniqueo con el sistema político: los partidos son los victimarios y el pueblo, la víctima. La venganza justiciera es despojarlos de sus «privilegios» de representación.
De ahí que se lancen iniciativas –por solo mencionar una reciente– para anular el financiamiento público que reciben. No es justo ni legítimo, dicen, que la inoperancia partidista sea costeada «con lo cuarto de uno que no le tenemo que financiar ese negocio», frase textual de uno de sus promotores.
El descreimiento en los partidos, constatado por la encuesta del MEPyD, concede atractivo a estas ideas (o falta de ellas), cuyos voceros encuentran oportunidad en espacios mediáticos de calado que se prestan acríticamente a instalarlas en el imaginario colectivo sin responsabilizarse de la erosión a la democracia.
Evitan preguntarse por los intereses corporativos o delictivos que financiarán a los partidos si quienes lo pretenden lograran sacarlos del presupuesto. En lugar de exigir transparencia en el manejo de los fondos públicos y comprometerse con la vigilancia del cumplimiento de la ley que los regula, se decantan por el efectismo populista con el que buscan convencer a los ciudadanos, y no pocas veces lo logran, de que están siendo víctimas de un timo que afecta su vida material: el de sus «cuarto’». El odio contra los timadores está servido.
Por este camino, un futuro régimen abiertamente autoritario no deberá sorprender a nadie.
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