No es cuestión de adjetivos
La llamada "Ley de modernización fiscal" ha generado controversia por su enfoque en los impuestos y la falta de control del gasto público, afectando principalmente a la clase media y a los sectores más vulnerables
Tiene un nombre pomposo: Ley de modernización fiscal. No ley de reforma, sino de modernización para encajar con estos tiempos en los que la palabra moderno actúa sobre el ánimo de la gente con la promesa de abandonar lo obsoleto y adentrarse en lo nuevo, en lo que nos pone a tono con lo guay y nos dispara la adrenalina.
Pensar el título es parte importante del proyecto. Sus redactores apostaron a que, como saben los teóricos del lenguaje, «las palabras generan emociones y marcos mentales». Confiaron en la incompetencia de la sociedad para diferenciar el uso efectista del vocablo de los procesos expansivos de cambio que incluyen, por cierto, la democratización de la sociedad y sus instituciones.
Se equivocaron porque en la realidad social nada es axiomático. Lo demuestra el ambiente adverso que crece día tras día, sumando sectores que, con razones valederas o sin ellas, reclaman que no haya imposición sino consenso y aligerar la carga allí donde es excesiva o injustificada.
De conformidad con economistas dedicados a diseccionarla, la reforma será tributaria y no fiscal; regresiva y no progresiva. Los impuestos serán los protagonistas, mientras el control del gasto no tiene siquiera papel de comparsa. Afirman taxativos que los principales perjudicados serán la clase media y los más pobres, que verán reducida su capacidad adquisitiva de bienes y servicios. El ítem de «vida digna» en el Índice de Desarrollo Humano será incumplido por el país y sufrido en carne propia por la gente.
Pero decir esto es llover sobre mojado. Hay derivaciones sociales y políticas de la propuesta que, a ojos vista, no entraron en los cálculos de quienes escribieron las cincuenta y siete páginas del proyecto: la gente de a pie, y no solo los empresarios, ha reaccionado utilizando formas, como los cacerolazos, que no permiten ignorar su descontento.
La impresión generalizada es la del desborde, hijo de la falta de concertación previa con los actores sociales y económicos con algo qué decir. Abrirse al diálogo y la búsqueda de acuerdo cuando la insatisfacción se derrama, anula la premisa de la necesidad postergada de cambiar las reglas del juego. Es un golpe político, se mire por donde se mire.
Aún hay más, y es la notoria incapacidad de comunicar los objetivos de la reforma, explicarlos y proyectar sus supuestos beneficios de manera convincente. Con una factura (en la segunda acepción del DRAE, aunque soporta otras) de un narcisismo insufrible, la ¿comunicación gubernamental? cojea de ambos pies, aunque sus ideadores parecen persuadidos de que «se la están comiendo».
En momentos política y socialmente complejos como el actual, la espectacularización del mensaje gubernamental tiene costos añadidos. Su superficialidad no produce el resultado persuasivo que se busca. Por el contrario: la pregunta sobre su pertinencia se añade al argumentario adverso a la reforma. ¿Por qué los bolsillos ciudadanos deben continuar siendo el estanque sin fondo en el que se mira Narciso?
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