Amado Nervo y un homenaje argentino

Amado Nervo dejó una huella profunda en la poesía latinoamericana de finales del siglo XIX y principios del XX

Amado Nervo, destacado poeta mexicano del modernismo, falleció en 1919 en Uruguay, donde era embajador de México. (Fuente externa)

Amaro Ruiz de Nervo y Ordaz es uno de los grandes poetas mexicanos, cuya obra tuvo resonancia universal entre los finales del siglo XIX hasta muy avanzado el siglo XX.

Su obra poética era tan conocida, leída y declamada durante esa época, que casi pudo parangonarse con la de su amigo y cuasi mentor Rubén Darío, a quien algunos le atribuyen su paternidad literaria. Todavía hoy, aunque obviamente en estratos literarios reducidísimos, se recuerdan algunos de sus versos, aunque ocurre también, como pasa con Neruda o Borges, que se conocen trozos o poemas completos suyos ignorándose su autoría o atribuyéndolos a otros. Algunos, tal vez, recordarán haber escuchado a padres y abuelos, y a viejos poetas, aquellos versos que dicen: “Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, vida,/ porque nunca me diste ni esperanza fallida/ ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;/porque veo, al final de mi rudo camino,/ que yo fui el arquitecto de mi propio destino…[…] Amé, fui amado, el sol acarició mi faz./ ¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”.

Mi madre, que sabía poco o casi nada de poetas y literatura, solía declamar ese poema completo y sabía que su autor era Amado Nervo. Se titula “En Paz” y lo escribió años antes de su muerte. Amigos de mi generación o de la anterior, me han confiado que algunos poemas de Nervo y de Darío los escucharon por primera vez en boca de sus padres. La influencia de la poesía fue, hasta donde advierto, mayor en tiempos ya remotos, que la que tiene hoy, en especial en cuanto al consumo de personas que eran simples oidores, diletantes de la poesía que circulaba seguramente a través de programas radiales, revistas, declamada por hombres de pueblo o por esa última prole de declamadores profesionales de la talla de Juan Llibre y Lucía Castillo.

Este año se conmemora el centenario de la desocupación de las tropas norteamericanas que invadieron el territorio nacional en 1916 y partieron en 1924. Ocho años en que el Cuerpo de Infantería de Estados Unidos dirigió la vida nacional, bajo el alegato de incumplimiento de pagos, teniendo como matriz justificadora la Convención Dominico-Americana de 1907. Oficialmente, ese ciclo se cerró cuando fue izada la bandera dominicana y arriada la bandera de las barras y las estrellas el 12 de julio de 1924 en la Fortaleza de Santo Domingo, mejor conocida como Fortaleza Ozama y que entonces se nombraba Torre del Homenaje. Tardarían todavía tres meses para que los soldados interventores salieran definitivamente de la República Dominicana. ¿Y qué rol juega Amado Nervo en esta historia que alguien llamó la “hecatombe dolorosa”? La intervención se inicia, en sus prolegómenos, el 13 de mayo de 1916 y cinco meses después, el 12 de octubre, asume la presidencia de la República Argentina el líder de la Unión Cívica Radical Hipólito Yrigoyen. El escritor argentino Carlos María Romero Sosa dice de Yrigoyen que “repetía como un mantra a sus correligionarios palabras como ‘reparación’, o reproducía consignas humanitarias del tenor de ‘El hombre es sagrado para el hombre y los pueblos son sagrados para los pueblos’”. Y agrega Romero Sosa que era “coherente con ese ideario liberal, altruista, democrático y en el plano de las relaciones internacionales opuesto a todo intervencionismo por respeto irrestricto a la libre determinación de los pueblos”. El presidente argentino estaba asociado en el principio de defensa de la soberanía nacional al presidente uruguayo  Baltasar Brum, a quien ofreció el envío de tropas en caso de que Uruguay sufriese una agresión de los alemanes.

Amado Nervo había fallecido en Montevideo, a los 49 años de edad, el 24 de mayo de 1919, siendo embajador de México en Uruguay, concurrente en Argentina. El gobierno de Baltasar Brum, un presidente joven de apenas 35 años de edad, que había condenado la intervención de Estados Unidos en República Dominicana, ordenó trasladar a México los restos del autor de “La amada inmóvil”. Carlos Piñeiro Iñíguez afirma que entonces la poesía era respetada y valorada en los más altos niveles de la sociedad. El crucero Uruguay tenía el encargo de entregar a las autoridades mexicanas en Veracruz los restos del gran poeta. La Primera Guerra Mundial había concluido apenas unos meses antes, en 1918. El presidente Yrigoyen, que tenía admiración por el poeta y en respaldo a la decisión de Brum, ordena a su vez que el crucero argentino 9 de julio escoltase a la nave uruguaya hasta México. Ambos buques hacen escala en el puerto de La Habana, donde se les unen, en forma de homenaje a los restos del poeta, el crucero Cuba y el buque escuela mexicano Zaragoza, que le recibe allí para continuar el trayecto hacia Veracruz. Consigna el historiador Reynaldo Espinal que “allí, en la misma toldilla de la popa, se instala la guardia de honor”, donde además de los embajadores de México y Uruguay, participan el brigadier José Francisco Martí Zayas-Bazán, hijo único del apóstol cubano y quien ostentaba en ese momento el cargo de Secretario de Estado, don Francisco Henríquez y Carvajal -padre de la famosa trilogía de los Henríquez-Ureña-  quien era presidente al momento de la intervención, el encargado de negocios de la embajada dominicana en La Habana, Manuel María Morillo, y el director de la Academia de las Artes y las Letras de Cuba, José Manuel Carbonell. Era presidente de Cuba entonces, el líder del Partido Conservador Mario García Menocal.

Cuando el crucero argentino 9 de julio inicia su viaje de regreso a Buenos Aires, después de haber escoltado los restos de Amado Nervo hasta La Habana, visita varios puertos del Caribe, por instrucciones superiores, hasta que el 6 de enero del 1920, día de Reyes, se prepara para llegar al puerto de Santo Domingo. El comandante de la nave es el joven capitán de fragata Francisco Antonio de la Fuente, de 38 años de edad. Narra el escritor argentino Manuel Gálvez que al avistar la costa de la capital dominicana el oficial se enfrenta a una situación imprevista. “Ya está en la bahía. En la vieja fortaleza se ve una bandera, pero no es la dominicana. El crucero no hace los saludos de práctica. En la ciudad piensan que algo grave ocurre en el barco. Representantes de las autoridades van hacia él. Preguntan por lo que sucede. Y el capitán, que ha sido minuciosamente instruido por el propio presidente Yrigoyen les contesta con estas admirables palabras: “Tengo orden del señor presidente de la República de saludar a la bandera de Santo Domingo, pero como no es esa la que veo en el Fuerte, debo abstenerme de todo saludo”. En la ciudad se tiene inmediatamente noticia de estas palabras. Unas mujeres preparan una gran bandera y la levantan. Y entonces las veintiún salvas de los cañones saludan, frente a la histórica Santo Domingo, a la desgraciada nación hermana”.  Fue la decisión del presidente Yrigoyen de respaldar la soberanía dominicana y de condenar la intervención extranjera que había sido uno de los polos de su discurso desde el gobierno.

En esta historia confluyen tres elementos: un presidente de 68 años que honra la soberanía dominicana, un joven marino que comanda el barco y que pudo advertir la situación enfrentada y un poeta parnasiano, modernista y orientalista, cuyo deceso en Montevideo ha llevado el crucero 9 de julio al mar Caribe y a la costa de Santo Domingo. Amado Nervo provocó con su muerte este capítulo de honor de la nación argentina frente al sufrimiento de los dominicanos por la intervención de Estados Unidos. Una epopeya, como le ha llamado alguien con justo tino, que se completó en 1965, cuarenta y cinco años después, cuando la fragata argentina Libertad, de visita en Santo Domingo, entregó como obsequio el cañón del crucero 9 de julio que hizo aquellos disparos de honor y que hoy permanece frente a la Escuela Naval de Sans Soucí, cerca de un paseo que lleva hasta el Faro a Colón donde se honra a la República Argentina con bustos de varios de sus líderes históricos, entre ellos el presidente Yrigoyen. Un capítulo de nuestra historia, digno de recordarse en este centenario de la salida de las tropas de ocupación, y que en Argentina, aunque poco conocido en nuestros tiempos, mereció en su momento la valoración de varios de sus intelectuales, como el poeta, ensayista y dramaturgo Ricardo Rojas, autor de una historia de la literatura argentina y de su emblemático libro  “Eurindia: ensayo de estética fundado en la experiencia histórica de las culturas americanas”; Manuel Gálvez, poeta y ensayista, autor precisamente de una biografía del presidente Yrigoyen “El hombre del misterio” y de la novela “Nacha Regules”, y en nuestro tiempo del poeta, ensayista y crítico, Carlos María Romero Sosa, quien  dictara una recordada conferencia en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo en 2006, posteriormente publicada en Buenos Aires, titulada “Amistades culturales y literarias entre las patrias dominicana y argentina”.

Una calle de la zona universitaria lleva el nombre de Presidente Hipólito Yrigoyen. Y otra calle, perpendicular a la avenida Pedro Henríquez Ureña, en La Esperilla, que desemboca en la avenida Máximo Gómez, frente a la Plaza de la Cultura, honra al presidente uruguayo Baltasar Brum.

LIBROS
  • El libro que la vida no me dejó escribir

    Amado Nervo, FCE, 2006, 561 págs. Antología general de la obra ensayística, periodística, narrativa y poética del autor de “Los jardines interiores”, apoyada por varios ensayos críticos. De la Biblioteca Americana, proyectada por Pedro Henríquez Ureña.

  • Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005)

    Christopher Domínguez Michael, FCE, 2007, 588 págs. Ensayos y reseñas que el autor ha dedicado a la literatura mexicana durante 25 años. Obra de consulta con 150 entradas de la poesía, novela, cuento y ensayo en México entre los años indicados.

  • Fragmentos de un espejo

    Carlos Piñeiro Iñíguez, Nuevohacer, 2001, 401 págs. Imágenes desde la periferia. Intuiciones sobre política y cultura. Brillante ensayo, desde diferentes disciplinas, de este escritor argentino, quien fuera a principios de este siglo embajador de su patria en Santo Domingo.

Escritor y gestor cultural. Escribe poesía, crónica literaria y ensayo. Le apasiona la lectura, la política, la música, el deporte y el estudio de la historia dominicana y universal.