Vivencias Nerudianas
Una velada inolvidable en Santiago de Chile
Fue el domingo 24 de abril del 66, en una grisácea mañana otoñal, cuando conocí en persona a Pablo Neruda en Santiago de Chile. Se celebraba en el Teatro Baquedano un acto de solidaridad con Santo Domingo ocupado por las tropas de la FIP. Presentes dirigentes demócratas cristianos, socialistas y comunistas, líderes sindicales y universitarios, personalidades culturales, exponentes del neo folklore como Ángel e Isabel Parra, Víctor Jara, Patricio Mann. Tras la velada artística y los discursos -incluido el de Lucas Rojas, dirigente del BRUC-, el plato fuerte fue Neruda, quien leyó en tono monorrítmico su memorable Versainograma a Santo Domingo.
Fraguado en su solar oceánico de Isla Negra en febrero de 1966, el Poeta -con letra capital le nombraba el escritor Jorge Edwards- arrancaba anunciando el propósito de la versificación: “Perdonen si les digo unas locuras/ en esta dulce tarde de febrero/ y se va mi corazón cantando/ hacia Santo Domingo, compañeros/ Vamos a recordar lo que ha pasado/ desde que don Cristóbal marinero/ puso los pies y descubrió la isla…” Conquista y colonización, vicisitudes imperiales, caudillos mandones, Trujillo sempiterno. “Corre por los caminos la noticia/ Santo Domingo sale del infierno, / por fin elige un presidente puro:/es Juan Bosch que regresa del destierro. /Pero no les conviene un hombre honrado/ a los gorilas y a los usureros.”
A la salida del acto, un grupo dominicano, mayormente estudiantes universitarios y de las escuelas Militar y de Carabineros, lo abordamos. Entre ellos, Federico Nadal, Arístides Victoria, Freddy Santana, Cristóbal Paulino, Livinio Viñas, Orlando Alvarado, Gerardo Taveras, Sonia Besonias, Vivian Mota, Mario Peña Taveras, Claudio Caamaño, Fidencio Vásquez Caamaño, los Pedemonte (don Alfonso y doña Ana, Margarita, Fonsito y Leo), Miñín Soto, Elsa Sánchez -hermana de Mario y René Sánchez Córdova-, y los dirigentes socialcristianos Quico Tabar y Lucas Rojas. Intercambiamos gratamente con este personaje casi mítico y solicitamos su rúbrica en el brochure del poema, obsequiado a la salida, un verdadero misil político. La jornada, coronada por suculento sancocho en el hogar de Elsa y su esposo Ramón Vives, un republicano español.
Otros encuentros fortuitos o buscados me acercaron al Poeta en Santiago durante cinco años de residencia como estudiante universitario. En la librería de la Universidad de Chile –ubicada a dos cuadras de mi apartamento en Plaza Bulnes-, me reencontré múltiples veces con Neruda, detenido en el repaso de las estanterías. Bibliófilo apasionado, era uno de los ritos que realizaba cuando se hallaba en Santiago, en La Chascona, su casa en la falda del cerro San Cristóbal. Aunque yo hacía otro tanto curioseando novedades bibliográficas, nunca osé molestar su atención, norma observada con estricto cumplimiento por empleados y clientes, respetuosos de su privacidad.
En otra ocasión, lo divisé en el rastro de pulgas que funcionaba en las inmediaciones del Mercado Central, frente al río Mapocho, buscando antigüedades, una de sus aficiones. Sus casas, La Chascona, La Sebastiana (Valparaíso) y particularmente la residencia en la arena, en Isla Negra, frente al azul intenso y misterioso del Pacífico, constituyen testimonios de esta vocación vital de coleccionista insaciable.
Otro encuentro privado lo proporcionó la residencia del escritor Francisco Coloane –una suerte de Jack London chileno, ballenero en los mares del Sur y ovejero en la Patagonia, alto y fornido, de hermosa barba blanquinegra-, cuyo ingenioso hijo Pancho era mi compañero de estudios. Allí el Poeta gustaba tomar la once (designación chilena a su suculenta merienda). Cuando Neruda estaba en Santiago frecuentaba a su viejo amigo y camarada, vitalista y carismático, de trato cálido, quien al igual que su huésped gustaba de la mesa rústica abundante de embutidos, queso mantecoso, palta y otras delicias que disfrutaban en la cocina de Coloane.
Con motivo de la visita del poeta ruso Yevgeny Yevtushenko –excelente dramatizador de sus versos-, asistí al Estadio Nataniel, en cuyo ring de boxeo se presentó un magnífico recital a dos voces: la del enérgico y brillante ruso y la monótona atiplada de Neruda. ¡Todo un espectáculo! Asimismo, acudí en 1966 a la puesta en circulación de su obra Arte de Pájaros, ilustrada por Nemesio Antúnez y otros artistas, efectuada en Bellas Artes. Fui el primero en la fila en la premier de su única incursión en la dramaturgia, Fulgor y muerte de Joaquín Murieta, llevada a escena por el Teatro de la Universidad de Chile en la sala Antonio Varas, frente a La Moneda.
Mi primer encuentro con Oswaldo Guayasamín y su obra pictórica fue en la primavera de 1969, en Santiago de Chile, en el Museo de Bellas Artes. Han pasado 55 años y todavía retengo en la retina aquellas esquemáticas figuras humanas de rostros atormentados. Sus manos huesudas y deformes, dominando el primer plano de la obra, parecían brotar desde la tierra como raíces terribles, ora para expresar espanto, ora para suplicar ayuda. O empuñadas como armas, para clamar por justicia. Era la serie Las Manos, del ciclo Edad de la Ira. Y en Chile, quién mejor que Pablo Neruda, rodeado de los consagrados pintores Nemesio Antúnez y Roberto Matta, para presentar la impresionante muestra en formato mural de la obra plástica de su amigo Guayasamín, definido por el Poeta como “cruzado del imaginismo”.
Este ecuatoriano universal echaría raíces en Santo Domingo bajo los auspicios del embajador Horacio Sevilla Borja y la cálida anfitriona Verónica Sención a cargo del Hostal Nicolás de Ovando. Con él agotaríamos madrugadas de buena bohemia cantando a guitarra Vasija de Barro, junto al escritor cubano Miguel Barnet al piano, los esposos América Bastidas y Andrés Lora, y el genial Pedritín Delgado Malagón. Su Fundación operaría local en la Zona Colonial como centro cultural.
En los años 60 e inicios de los 70, soplaban vientos de utopía. Los socialismos y las promesas de redención social flameaban por los continentes y América Latina no era la excepción. En el Chile mineral y oceánico de Neruda y Gabriela, plural por tradición institucional (“o la tierra será de los libres o el asilo contra la opresión” reza su himno), bajo la reformadora democracia cristiana de Eduardo Frei Montalva, se vivía en plena ebullición política y agitación social. Presagio de la gran confrontación que llevó a Allende y a la Unidad Popular al poder en 1970.
Atraído por la curiosidad de oír al Poeta en traje circunstancial de precandidato me encontraba en la calle entre los que acudieron al único mitin que realizó en Santiago como aspirante presidencial del Partido Comunista, desde los balcones de esta organización en Teatinos, a escasos pasos de La Moneda. Nunca he escuchado un discurso de campaña poéticamente tan malo y políticamente tan aburrido. Neruda sabía que su gesto era “un saludo a la bandera”, como se dice en Chile, ya que el objetivo de su partido era presionar una candidatura unitaria, que sería finalmente la de su amigo Salvador Allende. En su cuarto intento, exitoso y trágico, por alcanzar la presidencia.
En los actos de toma de posesión de Allende, Hatuey Decamps -quien me había sido presentado por Rafaelito Alburquerque en un seminario de la Internacional Juvenil Socialista (IUSY) celebrado antes en Santiago de Chile- fue comisionado por Juan Bosch para representarlo. Misión que compartimos el 5/11/70 en el Estadio Nacional y en otros escenarios.
El derrocamiento de Allende en septiembre de 1973 y la muerte de Neruda pocos días después –designado su embajador en Francia- reactivaron mi compromiso con la causa chilena. Ya antes, al regresar a Santo Domingo en 1971 como egresado de la Universidad de Chile y amigo personal de Allende y su familia, había organizado junto a Andrés María Aybar Nicolás un Instituto Dominico-Chileno, con la participación de la embajada de ese país. En Moscú, en el Congreso Mundial de la Paz, me encontré en noviembre de 1973 con Hortensia Bussi e Isabel Allende y juntos lloramos el deceso del esposo, padre y amigo. Al igual que millares de delegados de todos los continentes, escuché conmovido en el Palacio de los Congresos el discurso vibrante y valiente del presidente mártir, pronunciado semanas antes desde La Moneda bombardeada.
A raíz de estos fatídicos sucesos, me enrolé en la coordinación de actividades de solidaridad con Chile en las cuales Juan Bosch desempeñó un papel destacado. Una fue el homenaje a Neruda, realizado en el Centro Cultural de los Brea Franco, en el que intervinieran Pedro Mir y Juan Bosch, que posteriormente motivara el poemario del primero, Huracán Neruda. Todos mis libros de y sobre Neruda les fueron cedidos a Pedro para esa conferencia, devueltos religiosamente. Otra actividad, iniciativa de Vicente Bengoa y quien escribe, se realizó en el Club Universitario de Güibia, de la cual surgió el Comité de Solidaridad con Chile frente a la dictadura de Pinochet. Asimismo, presenté en el local del Sindicato de Operadores de Máquinas Pesadas, junto a Jacobo Majluta, el Libro Negro de Chile, reeditado por Taller.
Al regresar a Chile en 1990 en los inicios del gobierno del democristiano Patricio Aylwin, luego de 19 años de ausencia, acompañado por el joven economista de la CEPAL Mario Báez, visité como un santuario la residencia de Isla Negra, hoy convertida en museo nerudiano. Fue un reencuentro sobrecogedor con la belleza que me había cautivado de este hombre inmenso como su mar.
Recorrí cada detalle de la casa como si fuera la concreción perfecta de un sueño que había vivido tantas veces al leer sus versos, recostado en mi cama o tendido sobre el césped del Parque Forestal. Toqué sus mascarones de proa, sus objetos más entrañables, los instrumentos de navegación, admiré las perspectivas marinas que había perfilado desde cada ángulo de la casa. Me senté en el sillón de piedra, frente al Océano Pacífico, donde declamaba a Matilde sus viejas y nuevas odas o entrañables sonetos de amor. Fue entonces cuando, simplemente, me sentí Neruda.
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