Fútbol y literatura en domingo de goles

Un viaje por las emociones del hincha

No hubo tiempo para otras cosas después del almuerzo. Entre la tarde y la noche, nos cubrimos de expectativas audaces y apostamos a los nuestros,  hincha solitario que se niega a ver los partidos en grupos abigarrados que impiden disfrutar cada episodio, cada filigrana sobre la cancha, cada gol. Lo grito a solas y siento que me sabe mejor. Extraño, porque el fútbol no es un juego solitario, es social, empedernidamente social, escabrosamente gregario.

Entre Eurocopa y Copa América, un espacio de más de tres horas, que se hizo mayor cuando la hinchada tricolor, como una barra brava, intentó liberar los cerrojos del campo miamense y comenzó la siembra de temores y heridas que empañó la contienda antes de iniciar. Nada nuevo en el fútbol, establecido así casi como un estigma que forma parte del guion y que ha producido avalanchas siniestras, peleas sangrientas y hasta guerras binacionales. No hay otro deporte de mayor imprevisión en la conducta de los fanáticos, y a veces hasta de los propios jugadores, como sucedió días antes en el match de gradas entre Colombia y Uruguay.

Largas las horas para iniciar la final de la Copa latina que sirvió para las llamadas y los contactos por WA, que no cesaban, entre los miembros de la logia futbolera que nos quedamos en casa con otra copa, pero de Oporto o Leyenda, y aguardamos los descansos de medio tiempo o de larga espera como la del domingo para emitir juicios, celebrar momentos o zanganear bruñidos o tontadas, dependiendo de cómo fueran surgiendo los acertijos y los vaticinios.

Ganó España y perdió Colombia. Eran mis equipos y ese fue mi resultado. Para algunos amigos perdió Inglaterra y ganó Argentina. Y otros ganaron las dos copas. Mientras, yo discurría, justo cuando el balón rodaba y la expectación crecía. Mi cavilación iba por otras frondas, aunque siempre sin abandonar el terreno. Una idea tonta, seguramente. Pero, clavada sobre las sienes de modo sorpresivo. Veía la resurrección de James Rodríguez, el centrocampista del Sao Paulo que hizo del Mundial, diez años atrás, un suceso de sorpresa y danza, vallenato de goles y maravillas que modificó las miras y las simpatías hacia una Colombia que se vio crecida entonces como la revelación de aquella jornada. James fue la estrella y una Bota de Oro premió su osadía. Tenía 23 años, entonces. Todo un mundo por delante. Mostró su calidad en el Real Madrid, luego en el Bayer Múnich, y el fichaje y las opciones lo llevaron a varias casas de cambio, hasta que se apagó su estrella tal vez muy pronto, y terminó en Brasil, obrigado por las circunstancias. Hubo un desplome que no se entendió. Pero, resucitó ahora, cuando ya suma 33 años, y fue el armador de las victorias, jugando con maestría, elegancia, pasión y técnica. Jugó para sus colegas y para sí. Hizo el juego que lo elevaba. Por encima de Messi, tuvieron que darle el cetro del mejor jugador de la Copa, y se le vio cabizbajo al perder en aquellos minutos finales, aunque tuvo coraje para un equitazo (anteriormente llamado tuit), reconociendo el valor de sus compañeros y advirtiendo que Colombia seguirá intentando el triunfo la próxima vez.

James resucitó, pero observaba yo como se han ido modificando los equipos y han entrado a juego nuevos valores. Es el fútbol, es el deporte, es la vida. Di María, con 36 años y muchas glorias acumuladas, jugó su última Copa América y tardará un año más para abandonar la cancha definitivamente. Nadie sabe si Messi anda viviendo sus últimas cuitas de amor con el balón. Tiene 37 años y asegurando porvenires abandonó Europa para recalar en un Miami cuya pasión futbolera se cobija bajo la sombra migratoria sudamericana, porque los miamenses ni al béisbol le dan vida. Ronaldo, cristianamente, huyó a Arabia Saudita para templar a los dólares y asegurar futuros. En seis meses cumplirá 40 de edad y se va haciendo hora del retiro. Se nos van las glorias que han sembrado frenesí en años inolvidables de fútbol glorioso. Nos van cambiando los rostros, las piernas y los estilos. Y sobre la cancha, están comenzando a correr ya otras historias. Parece que fue ayer cuando surgieron los que hoy se han ido, se van o se están yendo. Muchos han desaparecido de los escenarios futbolísticos y vemos algunos, de los que otrora fuimos fan, que siguen desde las gradas premium a los ex compañeros que persisten y a los nuevos que llegan para alimentar las nuevas nombradías. Lamine Yamal, por ejemplo. Hace un mes, apenas, que uno de mis nietos, el futbolista de la casa -defensa del American School y del Colonial Santo Domingo, gurú temprano de estadísticas futboleras, con 14 de edad- me habló de este jovencito, hijo de marroquí y de madre de Guinea Ecuatorial, pero nacido como hijo de la migración en tierra catalana. Jugador del Barcelona, cumplió 17 años apenas el sábado pasado en plena Eurocopa, exhibiendo ya el récord del jugador más joven de toda la historia, cuando con 16 años debutó y anotó un gol con la selección de España, y ahora repitió la historia. Y está Nico Williams, el delantero del Atlético de Madrid, con 22 años, hijo de una madre de Ghana que cruzó descalza el desierto y que parió a su hijo en Pamplona. Y en el bando contrario, pero del Real Madrid, el centrocampista británico Jude Bellingham, de 21 años,  otro suceso de la hora y de la migración morena en tierras blancas.  

En literatura, pensaba yo, ocurre otro tanto. Con matices, porque el escritor -delantero o mediocampista- muere con los botines puestos. Nunca abandona el terreno. Salvo extremos, quiero decir los extremadamente inseguros, los que no dan la talla para la competencia o los que, una vez en el candelero, nunca resucitan como James. Ayer, no más, nos asombrábamos de nombres y libros que hacían furor. Suplantaban celebridades. Apresurábamos el paso para comprobar lo que llegaba a nuestros oídos. Algunos siguen en la zaga. Otros, hicieron mutis por la puerta del foro. Algo dejaron. Algo también se llevaron con ellos que no alcanzamos a reconocer. Los hay que ni alcanzaron lectores fijos. Pienso en el suizo Sacha Batthyany y “La matanza de Rechnitz”. Auténtico periodismo literario. Cuenta lo que sabe y lo novela. ¿Alguien leyó al húngaro Péter Nádas y su extraordinaria descripción de la muerte propia, cuando el infarto de miocardio lo sorprendió en plena calle de Budapest? Y el italiano Niccoló Ammaniti y su “No tengo miedo”, a quien llenaron de honores literarios en su patria por sus novelas y relatos, y aunque sigue en la brega a sus poco más de cincuenta años de vida, pareció tragárselo la tierra, por lo menos por estos lares donde la buena literatura a veces parece espantarse. La francesa nacida en Marruecos, Muriel Barbery, nos dejó de una sola medida con “La elegancia del erizo”, que vendió de golpe un millón de ejemplares, se tradujo a treinta y tantas lenguas y se posicionó en el primer lugar del hit parade europeo por todo un año. Ha seguido produciendo, pero ya no entusiasma tanto en la cancha como el viejo Messi. La muy propia Rosa Montero, a quien tanto admiramos, ¿acaso no es ya de otra liga? Ha escrito hasta libros compartidos, a dúo o en cooperación como los cantantes -operáticos o populares- que buscan arrimo para inventar nuevas experiencias o para empujar la aureola y los bolsillos. Verbi: “La desconocida” que escribió a dos manos con el francés Olivier Truc. Y nada menos que novela negra. Van cambiando nombres y estilos en el tablero literario y en el draft de la escritura, que sí, que aquí también se estila como en el balompié, el béisbol o el basquet. Aunque sin el traspaso de filiación, que en literatura casi siempre los hijos se afilian a otras causas.

Pero, por igual, surgen nombres que van haciéndose de un espacio, poco a poco, donde las mujeres se llevan las palmas. Conocí hace más de diez años a un desconocido que nadie me presentó: Pablo Gutiérrez, un español de Huelva que escribió una novela que tituló “Democracia”. Literatura encandiladora que suponía descubrimiento y holgada fama. Un par de años más tarde llegó “Los libros repentinos”. Siguió el rumbo. Pero, yo perdí el mío porque nunca más he sabido de él. Lo contrario me pasó con Jesús Carrasco, otro español, pero de Badajoz, cuya “Intemperie” me enseñó sus credenciales y que ha ido circunvalando el mundo de la escritura hasta ser hoy, con “Elogio de las manos” un autor que no tiene, a simple vuelo de lector fatigado, nada que se le parezca.

Y paro la cuenta. Fútbol y literatura parecen encontrarse en algún punto, sobre todo en los tobillos que se agrietan o en las tarjetas amarillas que advierten epitafios. Ambos son desafíos frente a una cancha llena de hinchas exigentes y rabiosos o de glorias que cambian de etiquetas. Eso pensaba yo, tontamente, justo al momento en que Lautaro Martínez metió el gol estupendo que dejó a Colombia sin sonrisa ni vallenatos ni resurrecciones y con recepción mutilada y pobre en el aeropuerto de Bogotá.

  • La familia
    Sara Mesa
    Anagrama, 2022
    224 págs.

    Sara Mesa, Anagrama, 2022, 224 págs.Desde el 2012 construye sus propios trillos y forma parte de las escritoras de moda en el ámbito hispánico.

  • Las hijas de la criada

    Sonsoles Ónega, Planeta, 2023, 476 págs.Entre todas las de alante alante, esta se lleva las palmas. Arriba en todas las listas. Ganadora del Planeta el año pasado.

  • Querido Capullo

    Virginie Despentes, Random House, 2023, 256 págs.

Escritor y gestor cultural. Escribe poesía, crónica literaria y ensayo. Le apasiona la lectura, la política, la música, el deporte y el estudio de la historia dominicana y universal.

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