La fiebre no está en la sábana
Las razones de la abstención en estas elecciones
Desde el año sesenta y seis del siglo pasado los dominicanos hemos acudido a veintitrés llamados a las urnas. Caracterizados, en sentido general, por una mejora continua y un constante fortalecimiento. Alcanzando una madurez democrática que quedó demostrada en este ciclo electoral.
Pero a pesar de que nuestra democracia aparenta gozar de buena salud, debe prestarse atención a señales que indican malestares potenciales. Como la abstención en estas elecciones, particularmente en las presidenciales, históricamente alta en comparación con procesos similares en el pasado reciente.
Algunos la atribuyen al poco entusiasmo que generaba una carrera presidencial poco competitiva, pues con mucha antelación estaba definida en una dirección. Pero ese argumento se debilita cuando se compara con el proceso del dos mil dieciséis, que en lo relativo a ese factor fue muy similar al que acaba de concluir.
Otros asocian el fenómeno al incremento de los niveles de desarrollo económico y humano alcanzados por el país, lo que supuestamente reduce los niveles de concurrencia a los procesos electorales. Sin embargo en casi todos los países desarrollados agrupados en la OCDE la participación supera el sesenta y cinco por ciento, en algunos llegando incluso al ochenta. Por tanto, el asunto tampoco parece andar por ahí.
Los del algoritmo de octubre del diecinueve utilizan la abstención para explicar sus pobres resultados, bajo la narrativa de una supuesta compra masiva de cédulas. Una de las formas en que dicen el oficialismo “compró” las elecciones.
Y proponen corregir esta supuesta falencia con una ley para forzar al ciudadano a votar. Una tontería, pues ese enfoque desatiende las causas y no aborda los males de fondo que provocan la abstención.
Países como Argentina, Bolivia, Brasil y Perú tienen un voto obligatorio bastante estricto. Y esos no parecen ser los referentes de democracias a las que aspiramos los dominicanos.
La baja participación de la ciudadanía en los procesos electorales suele estar asociada al descreimiento en los políticos y sus promesas y propuestas, y consecuentemente a la pérdida de confianza en la democracia como sistema capaz de ofrecer soluciones a sus problemas cotidianos.
En nuestro país ese desencanto podría ser el resultado de años de descalificaciones generalizadas, un “tú también” estimulado por las redes sociales y alimentado por un denuncismo alegre que se adereza con tanta saña como falta de rigor; del uso abusivo y desproporcionado de la Justicia y sus actores como parte de una agenda política; del asqueante transfuguismo que pudre y contamina de oportunismo los procesos electorales; o del gigantesco costo de las campañas, que acerca fuentes oscuras de financiamiento al tiempo que aleja las propuestas y compromisos.
Esos deberían ser los aspectos a discutir y regular, en lugar del galloloquismo que supone proponer el voto obligatorio, o cuestionar métodos de reparto proporcional utilizados en todas las democracias evolucionadas para la distribución de escaños en modelos electorales plurinominales.
La clase política debe prestar atención y corregir los defectos y desviaciones que atentan contra la salud de nuestra democracia. Y dejar de disparatear, que la fiebre no está en la sábana.
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