Teddy y Santo Domingo
Intervención en Santo Domingo y lecciones para la política exterior
En un fragmento de memorias, publicado por Listín Diario en fecha 02/12/1914, Theodore Roosevelt explicaba la lógica que pautó su actuación en el plano de la política exterior como presidente de los Estados Unidos en el período 1901/09, que continuó su ministro de guerra William Taft, su sucesor en la presidencia. En lo concerniente a la Doctrina Monroe y la aplicación concreta bajo su mandato, el caso dominicano ocupó atención y tratamiento singular, casi paradigmático, como el propio Teddy lo resalta en su recuento, ya antes consignado el 5 de diciembre de 1905 en ocasión de su mensaje sobre el Estado de la Nación ante el Congreso.
Convertida en tertulia reputada por la calidad del debate y la temática selectiva, la de Clodovildo Codovilla en el Café Ambos Mundos se había enriquecido en membresía distinguida, participando algunos intelectuales. La costumbre de leer parrafadas como sustento de la conversación, continuaba sin objeción, aceptada como buena para no hablar de oídas. De modo que a Pánfilo Battaglia, por demás lector voraz, se le asignó la tarea de repasar en alta voz el texto de Teddy Roosevelt.
Antes, Clodovildo comentó que, en Santo Domingo, en especial la élite urbana, se había acomodado al papel de árbitro protector de Norteamérica en sus asuntos domésticos. Como residente, había notado que las principales leyes que aprobaba el Congreso se preparaban en las oficinas de abogados al servicio de las compañías extranjeras como las azucareras, a veces con la ayuda de funcionarios y asesores extranjeros. Mencionó la Ley de Franquicias Agrarias de 1911 que otorgaba amplias concesiones a los inversores en gran escala.
Dicho esto, Battaglia aterrizó en la parte más sustantiva para los dominicanos y extranjeros con intereses en Santo Domingo del texto de Roosevelt. Citando al polifacético mandatario con frecuencia caricaturizado blandiendo el Gran Garrote, Pánfilo se caracterizó.
“El caso era y es muy distinto respecto de algunas, no todas, las naciones tropicales de la vecindad del Mar Caribe. Entre éstas las hay que son estables y prósperas y están en pie de absoluta igualdad con las demás comunidades. Pero algunas de ellas han sido presa de tales desórdenes y revoluciones continuos, que han llegado a ser incapaces de cumplir sus deberes para con los extranjeros o de ejercitar sus derechos contra ellos.
Los Estados Unidos no tienen ni el más ligero deseo de agredir a ninguno de esos Estados. Por el contrario, les soportan mucho sin mostrar resentimiento. Si una gran nación civilizada, Rusia o Alemania, por ejemplo, se hubiera conducido con nosotros como se condujo Venezuela cuando Castro (general Cipriano Castro, presidente de Venezuela, acosado entre 1902/03 por bloqueo naval de Alemania, Inglaterra e Italia en demanda del cobro de la deuda), habríamos ido a la guerra inmediatamente. No fuimos a la guerra con Venezuela, porque nuestro pueblo no quiso irritarse por las acciones de un contrario débil y mostró una indulgencia que, probablemente, traspasó los límites de la prudencia, al no darse por ofendido por lo que hizo el débil; aunque seguramente nos habríamos resentido si lo hubiera hecho un fuerte.
En el caso de otros dos Estados, sin embargo, las cosas llegaron a tal punto crítico que tuvimos que obrar. Esos dos Estados fueron Santo Domingo y el entonces dueño del Istmo de Panamá, Colombia.
El caso de Santo Domingo era el menos importante; sin embargo, tenía una importancia real, y además es instructivo porque la acción que se realizó allí podría servir como precedente para la acción americana en todos los casos semejantes. Durante los primeros años de mi Administración, Santo Domingo estaba en su condición habitual de revolución crónica. Allí había siempre guerra, siempre expoliaciones y los afortunados empuñadores del poder gubernativo andaban siempre empeñando puertos y aduanas o tratando de darlos en garantía de empréstitos. Es claro que los extranjeros que prestaban bajo tales condiciones exigían intereses exorbitantes y si eran europeos contaban con que su gobierno los protegería.
Tan grande era el desorden, que una vez el Almirante Dewey bajó a tierra para hacer una visita de cortesía al Presidente y tuvo que devolverse a bordo sin hacerla porque al cruzar la plaza, unos revolucionarios le hicieron fuego a él y a sus acompañantes (*). No se pagaban los intereses que se debían a los acreedores y finalmente éstos instaban a sus gobiernos para que interviniesen. Dos o tres gobiernos europeos trataban de ponerse de acuerdo en mira a una acción común y al fin se me informó de que dichos gobiernos se proponían ocupar algunos de los puertos en donde había aduanas.
Esto quería decir que si yo no obraba inmediatamente me encontraría con gobiernos extranjeros en posesión parcial de Santo Domingo, caso en el cual las mismas personas que condenaron lo que se hizo para evitar que ocurriera hubieran abogado porque se tomasen disposiciones extremas y violentas para deshacer los efectos de su propia negligencia. Las nueve décimas partes de la sabiduría consisten en ser sabio a tiempo y en el momento oportuno, y toda mi política exterior se basó en el empleo de inteligente previsión y de acción decisiva con suficiente antelación ante cualquier crisis posible, con el fin de evitar que nos viésemos envueltos en serias dificultades.”
(*) Según una nota del Listín Diario el Almirante Dewey no llegó a desembarcar porque la plaza estaba militarmente sitiada. Por lo cual, era inexacto que se le disparara.
Terminada la lectura de Battaglia, intervino un redactor de la revista La Cuna de América que editaba José Ricardo Roques, quien ya era habitué en la tertulia de los italianos de Ambos Mundos. Al tomar la palabra, presentó en la sesión unas notas extraídas de un ensayo reciente sobre los Estados Unidos y las Antillas, del escritor y diplomático Tulio Cestero, autor de la novela histórica La Sangre. Ensayo escrito con rigor basándose en citas de reputados tratadistas.
De acuerdo a este interlocutor, Cestero alude a 1854, cuando Santana acordó un tratado de Paz, Amistad, Comercio y Navegación con EE.UU. negociado con el agente Cazneau del Presidente Franklin Pierce, que cedía una porción de la península de Samaná para una estación carbonera, desestimado por el Senado americano. Refiriendo como seña de debilidad en la clase política la Anexión a España en 1861, protestada por Estados Unidos, como lo hiciera ante la intervención francesa en Méjico en 1863.
Apuntó que, en 1865, Mr. Seward, Secretario de Estado, en respuesta al Ministro inglés en Washington ante una nota recibida de Haití temerosa de la cesión de Samaná, expresó que EE.UU. deseaba “que la isla de Haití continúe hoy y en lo sucesivo, exclusivamente sometida al Gobierno y a la jurisdicción de los pueblos que la habitan y ocupan, y que éstos no sean jamás desposeídos o perturbados por ningún Estado extranjero ni por nación alguna”. Aludiendo al hecho “de que esos habitantes son principalmente descendientes de los que fueron esclavos africanos. Los Estados Unidos esperan sinceramente que el pueblo de Santo Domingo llegará a elevarse por el ejercicio de una soberanía independiente y contribuirá positivamente a la rehabilitación de esta raza, hasta el presente, infortunada y ultrajada.”
“Sin embargo -continuaba Seward-, admito que, si los Estados Unidos debieran considerar esas aprensiones como bien fundadas, tanto por razones de proximidad del territorio, simpatías e intereses políticos, no solamente le desagradaría mucho ver la península de Samaná pasar a manos de un Estado extranjero, sino que, en ese caso, EE.UU. se creería autorizado para que la península entre en su jurisdicción por medios justos, legales y pacíficos”. Asegurando que no se pensaban “medidas para poseer o asumir el control de la isla”.
En 1869 Samaná volvió a bailar en el Gobierno de Báez mediante arriendo aprobado por nuestro Congreso y rechazado por el norteamericano, en el contexto del plan Grant-Báez para integrarnos a la Unión. Cuyo tratado fue introducido por Grant en el Senado el 31 de mayo de 1870: “Siento una ansiedad extraordinaria por la ratificación de este tratado, porque creo contribuirá en gran manera al interés, civilización y gloria de ambos países y a la extirpación de la esclavitud. La doctrina promulgada por Monroe ha sido acogida por todos los partidos políticos; y juzgo oportuno afirmar ahora que, en lo sucesivo, no podrá territorio alguno de este continente transferirse a ninguna potencia europea... Tengo noticias, creo fidedignas, de que una potencia europea está dispuesta a ofrecer, en caso de que rehusemos la anexión, dos millones de pesos sólo por la bahía de Samaná. ¿Cómo podríamos impedir que una nación extranjera se asegurase la presa?”
Nuestro valor estratégico. “Es apetecible la adquisición de Santo Domingo por su posición geográfica. Gobierna la entrada del Mar Caribe y el tránsito del comercio en el Istmo. Posee el suelo más rico, la más espaciosa bahía, el clima más saludable y los más valiosos productos de todas clases que ninguna otra isla de las Indias Occidentales. Poseída por nosotros, se formará en pocos años un sabio comercio de cabotaje de inmensa magnitud, que llegará a restaurar las últimas pérdidas de nuestra marina. Nos proporcionará aquellos artículos que consumimos en gran escala y no producimos, para igualar nuestras exportaciones con las importaciones. En el caso de una guerra extranjera, nos dará el mando de todas las otras islas, impidiendo que algún enemigo las posea como un lugar clave en nuestras propias fronteras...”
“La adquisición de Santo Domingo es una aceptación de la doctrina de Monroe. Es una medida de protección nacional. Es afirmar nuestra justa pretensión de influir en el gran tráfico comercial que pronto debe correr de Este a Oeste por medio del Istmo de Darién...Es arreglar la desgraciada condición de Cuba y concluir con un conflicto exterminador.”
El Senado americano rechazó el tratado Grant-Báez. En 1873, nuestro Congreso arrendó la presa apetecida por 99 años y US$150 mil anuales a Samaná Bay Company, que rescindió González en 1874. Levantada la sesión, los muchachos de Clodovildo enrumbaron hacia el Club de la Juventud, a disfrutar de un sarao.
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