El pasado es prólogo

La influencia del pasado en la sociedad dominicana

Hay mucho pasado recorrido sesenta y tres años después de aquellos treinta y un años de dictadura.

Nos costó mucho a los dominicanos separarnos del pasado, que se nos fue tan rápidamente que casi ni percibimos su partida. No quiere decir que lo hayamos ignorado, por el contrario, nos asociamos a él en muchos aspectos de nuestras vitalidades comunes, pero dejamos de aferrarnos ya  a la difícil nomenclatura de sus signos procaces, a la endecha de sus dolores y a su incesante vaivén de agobios.

El pasado en nosotros no ha sido tabú. Tampoco logramos anatematizarlo, sino que, a diferencia de otros pueblos, lo mantuvimos cercado, mientras lo añorábamos, hasta que preferimos construir nuestra propia realidad y nuestra propia verdad, con todas sus imperfecciones y peligros, nunca mayores, y tal vez menores, que los que emergen cuando se enfrenta el pasado con transformaciones radicales, cuando se rompe el pasado mediante revoluciones.

Dice Jean Francois Revel: “Al rechazar el estudio de las fuerzas humanas y sociales que exponen siempre a todo individuo, a todo pueblo, a la tentación totalitaria, se deja eternamente abierta la posibilidad de que sucumban a ella. Pues el anatema no instruye, no cura. Solo la comprensión instruye, previene, cura. No se reduce el riesgo totalitario al preferir la indignación en la ignorancia a la curación por la inteligencia”.

Con el pasado se nos fueron algunos de nuestros fetiches amados y muchas de las ideas que se veían normar nuestro porvenir. El presente se nos vino encima cargado de asombros y nos obligó a tener el pasado como una referencia para adecuarnos a la nueva situación y buscar, entre los escombros de la nostalgia ideológica, las señales precisas del futuro.

Del pasado heredamos quizá, sin que hayamos podido superarlo, el subdesarrollo de la clase dirigente, que es, en definitiva, el causante básico del subdesarrollo social. Heredamos la improvisación, el clientelismo político incondicional, el gárrulo montaraz que se escuda en su doblez para esquilmar incautos, la fruslería política y la voluntad corruptiva que acecha en todos los caminos. Dejamos atrás, sin embargo, muchos iconos venerables, aunque otros se nos quedaron  instalados justo por esa misma razón: porque no anatematizamos el pasado sino que lo aprovechamos para ir saliendo, mediante un proceso lento y contumaz, de su largo dominio.

Fuimos enterrando las lealtades que sublevaron nuestros instintos precoces y nos empujaron, en ocasiones, hacia la delirante escuela de la utopía, que fue siempre de múltiples matices y no sólo de uno o dos, como no pocos siguen sosteniendo. Enterramos, con doble de campana, a Teilhard de Chardijn, a quien ya hoy nadie recuerda, quien nos invitó en aquellos inolvidables años sesenta a conciliar la insistente presencia del evolucionismo darwiniano con nuestras creencias cristianas, aquel Chardijn que fue el pensador tutelar del Concilio Vaticano II en 1962, y que durante un decenio permaneció intocable para la crítica en la prensa liberal o moderada, así como en la prensa de tintado marxista, que veía en él -a través de espesas brumas, en verdad- al mago capaz de efectuar la unión de las ideas de Marx con el evangelio del Cristo.

Dejamos atrás a Allen Ginsberg, el profeta de la beat generation, cuyos poemas estuvieron prohibidos en las emisoras radiales de Estados Unidos durante los años de los republicanos en el poder, expulsado de La Habana durante la romería lírica que la literatura hizo hacia la utopía en los insufribles sesenta y parte de los setenta, por haber declarado a través de la radio que había tenido un sueño erótico la noche antes con el Che Guevara.

Dejamos atrás la trinidad gloriosa: Marx, Nietzsche y Freud, y junto a ellos al profeta Althusser. Los fuimos abandonando, con prontitud algunos, otros más lentamente. Nietzsche turbó muchas de nuestras percepciones del mundo, Freud nos soliviantó las dudas, Marx retuvo nuestras posibilidades, indisciplinando las tareas del porvenir, y Althusser, desquiciado mentalmente, se llenó de soledad y nos legó una de las obras más demenciales y frías del siglo veinte, cambalache. De esos cuatro, Luis Althusser fue el último en desaparecer. Murió en octubre de 1990, a los 72 años, mientras estaba internado en el centro geriátrico de la Verriérre, en la región de Ivelines, en Francia. Estructuralista y fiel al ideario marxista, sufría de psicosis maníaco-depresiva, que le causaba accesos melancólicos repetitivos. Diez años antes de morir, en 1980, en un arranque de locura, estranguló a su esposa, otra teórica de su tiempo.

Dejamos atrás a Dürrenmatt, cuyo pensamiento dramático amargó muchas de nuestras esperanzas. Dürrenmatt no fue, para los latinoamericanos, y los dominicanos entre estos, una pieza imprescindible, como lo fue Marx o Nietzsche en su momento, y como lo fue Freud en gran escala. Como Althusser, fuimos menos rígidos con su pensamiento, a pesar de que en Europa su teatro convirtió en culpables a todos de la desgracia de la guerra.

Dejamos atrás a Bertolt Brecht, que sí fue muy amado entre algunos círculos de nuestra intelectualidad, y que se fue extinguiendo lentamente, dejando solo breves destellos de sus osadas formas de pensar el mundo. Como poeta y como dramaturgo forjó escuela y diatriba, puso a medio mundo a repensar la realidad, y llevó a la escena piezas que inoculaban la fe en el futuro y la necesaria transformación social que todos creímos que estaba esperando a la vuelta de la esquina.

Se nos fueron muchas veleidades y caprichos: Marilyn y los Beatles, Stan Getz y Benny Goodman, Elvis y Max Weber, James Dean e Ives Montand, Malraux y Clark Gable, Bob Dylan y Jimmy Hendrix. Dylan lo resucitó un Nobel más que merecido, porque su poesía hizo de la canción un damasquinado de pureza social y un consistente reclamo de lealtad al deber del pensamiento y a la gracia graneada de las reivindicaciones humanas, con su cortejo de imágenes y su abrevadero de esperanzas. Pero, cuando lo vieron ser más poeta que muchos poetas y más profeta que los Isaías y Samuel de nuestra época, ya era tarde para que las generaciones posteriores lo reconociesen.

Ah, sí, se nos fueron con los anteriores, los curanderos ideológicos, los globalismos explicativos, las divas celestes, los filósofos mediúnicos y las perchas hollywoodenses, a quienes suplantan hoy, con más ruido mediático que auténticas admiraciones, las Letizia y Meghan que heredan realezas icónicas en el sumidero de coronas que están comenzando a vivir sus declives.

Nos quedamos con algunas antiguallas: Roland Barthes y Jacques Lacan, por ejemplo, con las modas intelectuales, cambiantes y trashumantes, pero siempre activas, con los gurús políticos y las idolatrías artísticas y urbanas de nuevo cuño.  El proletariado nunca logró alcanzar el reino prometido, ni pudo establecerse la dictadura que lo elevaría a las alturas de un poder que degeneró en conciliábulos de politburó y en granjas familiares. La gleba adormecida se levantó para convertirse en influencers y en líderes de opinión que Google financia generosamente, mientras la sublevación de la marginalidad se nos impone a sal y  (en)canto.

De aquellos imprescindibles sesenta  -he nombrado aquí a esa década también como inolvidable e insufrible- nos vinieron los cambios culturales, los movimientos de liberación sexual, los verdes, los veganos, la sublevación narcoextendida, las trampas de la derecha, el teatro de la política y las réplicas finas de los engendros totalitarios, en auge.

Y, fundamental y dolorosamente, se nos fueron las utopías. Todas. Las posibles y las imposibles. Las apasionantes y las desgarradas. Las claras, las grises y las oscuras. Las frías y las tibias. Las necesarias y las prescindibles. Se nos fueron un día, mansamente, sin dejar noticias de “hasta cuándo”, aunque ya hacía mucho que conocíamos los “porqués”. Se nos fueron las utopías, tal vez, para que pudiésemos construir mejor el futuro, o tal vez, también, para que desgajemos las miserias y los espantos de nuestras más afincadas apostasías y levantemos un porvenir que siempre tenga sus miras en los yerros del pasado, de un pasado que puede ser dolor y también orgullo. Lord Byron sentenciaba que el mejor profeta del futuro es el pasado. Ortega remeda que el pasado es nuestra dignidad. Shakespeare nos lo dice mejor: el pasado es prólogo.

Con ligeras actualizaciones, este texto fue escrito hace 30 años, como epílogo de “La conjura del tiempo” en su primera edición, Amigo del Hogar, 1994.

LIBRO
  • De Marx a Cristo

    Ignace Lepp, Ediciones Carlos Lohlé, 1968, 231 págs. Alguna vez, jesuitas alebrecados y cristianos “comprometidos” intentaron unir el pensamiento de estos dos evangelios. Era el tiempo de búsqueda de un ideal para poder vivir y, eventualmente, también morir. Proletarización y militancia. Revolución y fe. El proceso devino en fracaso.

  • Crepúsculo de los ídolos

    Friedrich Nietzsche, Alianza Editorial, 1973, 170 págs. Cómo se filosofa con el martillo. Un análisis sobre las heterodoxias filosóficas esenciales. Uno de los varios títulos nietzschianos que increpó el ejercicio de la filosofía. Aforismos breves y monografía de Sócrates (“un plebeyo, un feo, un criminal, un enfermo, un décadent”).

  • Fragmentos de un discurso amoroso

    Roland Barthes, Círculo de Lectores, 1977, 333 págs. Abrazo, angustia, ausencia, celos, encuentro, espera, imagen, locura…Barthes pone voz y acento propio en un texto fascinante, a modo de diccionario que dibuja el itinerario de una educación sentimental. La lucidez y la locura se conjugan para celebrar la magia del amor.

Escritor y gestor cultural. Escribe poesía, crónica literaria y ensayo. Le apasiona la lectura, la política, la música, el deporte y el estudio de la historia dominicana y universal.