Con los recuerdos en la “Nube”
Reflexiones sobre la desaparición de las cartas en la era tecnológica
Estos tiempos con vientos veleidosos que soplan por la derecha en política, provocan lluvias diluvianas o huracanes empecinados en destruir (ya hay varios anunciados). Con sus innovaciones tecnológicas, igualmente sepultan o rehabilitan al periodismo sabidas ya las trampas en las redes sociales y demás comodines. Es la era de la comunicación y la incomunicación instantáneas, de una realidad virtual o real sin otra opción que el retiro y entonar un réquiem. No a un bípedo sino al género epistolario. De haber nacido en esta época, Evelina se hubiese quedado sin cartas.
Que el inexistente correo dominicano no sea el chivo expiatorio. Poco ha, buscaba ansioso dónde comprar sellos y enviar una correspondencia en la Florida. Único remedio: ir a una oficina del Servicio Postal Unido (UPS). Frente a una máquina como interlocutora, ordené un paquete de diez con la misma ansiedad como acompañante, esta vez por los detalles filatélicos anticipados. ¡Qué va! El amasijo de metales y vidrios imprimió en un papel blanco grosero las estampas sin mayores señas que la fecha y el precio. Poco común en estos días de apresuramientos tan eternos como los tapones y la inquina de los motoristas contra la humanidad a pie o en carro, estos sellos carecen de caducidad. Al menos esta vez no hablaré mentira si respondo al cobrador que “el cheque está en el correo”. Por curiosidad busqué después buzones en la urbanidad floridiana. Ni como seña inequívoca del pasado, al estilo de las cabinas telefónicas rojas en el Londres del pasado que ahora sirven —unas pocas repartidas en la inmensidad de la capital británica— como telón de fondo para las fotos de los turistas.
Pocos las escriben y a veces se pierden en el camino, mucho menos encierran sabor amargo, a lágrimas, a esperanzas; olor a rosas, dolor de espinas. Salvo en las letras imperturbables de la canción de Juan Carlos Calderón, en la voz inigualable de Nino Bravo. Sepultada la época, pues, de buscar en las cartas amarillentas “mil te quiero, mil caricias y una flor que entre dos hojas se durmió”.
Lo que llega son textos de pocas palabras y mucha jerga, correos electrónicos o emails, mensajes de voz, recordatorios alegres o alevosos, y todo sin necesidad de carteros, sellos y buzones físicos. El tornado tecnológico engulló las cartas amarillas, el color señal invariable de años, otoño, valor, añoranza. La filatelia sí que es ya material de historia. Épocas hubo en que los sobres estampados y con nuestra dirección abrían un mundo de conjeturas. Nos asomaban a verdades ya conocidas pero nunca suficientemente reiteradas. En la duda se anidaba la prescindible inseguridad humana, con un antecedente de cuestiones irresueltas y cuitas, de pensamientos depresivos y vacíos. En el lapso entre escribirlas o recibirlas, se reavivaban la desazón y la curiosidad. Personaje deseado era el cartero, con su fajo de correspondencias a recaudo de ojos indiscretos y blanco siempre de la pregunta inquieta de los desafortunados en el reparto. Sobres multicolores, y en algunos, de papel más suave que el ordinario, las rayas incipientes carmesís que anunciaban correo aéreo.
Aún llegan sobres en las latitudes desarrolladas, pero casi siempre con facturas, estados de cuenta si no se ha optado por el envío digital y alguna que otra invitación, confirmando la ya cursada por la vía electrónica. Lamentablemente, también llegan las multas de tránsito; y, cada vez menos, literatura comercial con propuestas de todos los calibres y colores. Sin envoltura, la mayoría.
Se enseñaba a redactarlas en la escuela, con el protocolo invariable de la fecha, lugar y destinatario, más los saludos y despedidas clásicos. A tono con la caligrafía Palmer que recuerda Margarita Cordero en su novela Nosotras, las de entonces, y en la que se sirve de cartas para transmitir un mundo íntimo de añoranzas, verdades y experiencias de vida.
El ritual de aprender a componer cartas cambiaba cuando la educación era comercial, y entonces se acudía a fórmulas diferentes pero más estandarizadas. Para los tímidos de corazón o escasez de sesera, había manuales con cartas para declaraciones de amor, pedir perdón, terminar relaciones o, simplemente, describir con ayuda ajena sentimientos propios. Ya en la Antigüedad había escritores profesionales de epístolas, oficio que el analfabetismo ha preservado a través de los siglos. El correo fue una institución en todo el mundo. Funcionaba hasta en época de guerras y desastres naturales. En los Estados Unidos, Argentina y México, por ejemplo, se ha tipificado como delito el "fraude de correo". El correo también recorrió la ruta privada para convertirse en “courier”, con una eficiencia que sorprende.
El género epistolar viene de lejos y algunos ejemplos pueblan la tradición judeocristiana. En las epístolas que se le atribuyen, el apóstol de los gentiles aporta un testimonio de fe y una interpretación novedosa de las escrituras antiguas, pero también asomos importantes a la cultura de la época, incluido un sexismo del cual el cristianismo no termina de sacudirse. Los corintios, por lo escrito, eran unos discípulos dificultosos pues necesitaron de dos esquelas de Pablo para animarlos y contenerlos. En la primera, hay una descripción insuperable del amor, a prueba de calendarios y tecnología de punta: "El amor es sufrido y bondadoso. El amor no es celoso, no se vanagloria, no se hinca, no se porta indecentemente, no busca sus propios intereses, no se siente provocado. No lleva cuenta del daño. No se regocija por la injusticia sino que se regocija con la verdad. Todas las cosas las soporta, todas las cree, todas las espera, todas las aguanta. El amor nunca falla".
Nunca he leído la alegada correspondencia en que Napoleón le pedía a Josefina que prescindiera del baño unos cuantos días ya que iba en camino. Misiva real es en la que, como cualquier amante embobado, le reprocha a Josefina: "¿Qué hace usted todo el día, señora? ¿Cuál es el asunto tan importante que no le deja tiempo para escribir a su amante devoto? ¿Qué afecto sofoca y pone a un lado el amor, el amor tierno y constante, amor que usted le prometió? ¿De qué clase maravillosa puede ser, qué nuevo amante reina sobre sus días y evita darle cualquier atención a su marido? Josefina, ¡tenga cuidado! Cualquier noche placentera, las puertas se abrirán de par en par y allí estaré". Vaya final, definitivamente francés: "Espero dentro de poco tiempo estrujarla entre mis brazos y cubrirla con un millón de besos debajo del ecuador".
En la tragedia lírica Anna Bolena, Donizetti recoge con profundidad musical el drama pesaroso de la reina repudiada por Enrique VIII. Quién diría que el rey amoroso devenido verdugo pudo estampar estas líneas en una carta: "Esta incertidumbre me ha privado últimamente del placer de llamaros dueña mía, ya que no me profesáis más que un cariño común y corriente. Pero si estáis dispuesta a cumplir los deberes de una amante fiel, entregándonos en cuerpo y alma a este leal servidor vuestro, si vuestro rigor no me lo prohíbe, yo os prometo que recibiréis no sólo el nombre de dueña mía, sino que apartaré de mi lado a cuantas hasta ahora han compartido con voz mis pensamientos y mi afecto y me dedicaré a serviros a vos sola". Por supuesto, Jane Seymour no había aparecido aún.
Scriptum est, reza la frase latina para afirmar la fortaleza de la palabra escrita. Confiada al papel y en manos ajenas, pertenece al otro el contenido, sin posibilidad de que un virus la destruya, como a un disco duro. Los recuerdos entregados al mundo digital reposan ahora en la “Nube”. Menos mal que bajarlos solo cuesta un impulso emocional.
(adecarod@aol.com)
Pocos las escriben y a veces se pierden en el camino, mucho menos encierran sabor amargo, a lágrimas, a esperanzas; olor a rosas, dolor de espinas. Salvo en las letras imperturbables de la canción de Juan Carlos Calderón, en la voz inigualable de Nino Bravo. Sepultada la época, pues, de buscar en las cartas amarillentas “mil te quiero, mil caricias y una flor que entre dos hojas se durmió”.
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